La herida detrás del deseo
Hay personas que no hacen el amor: huyen. Huyen entre cuerpos como quien cambia de ciudad para no encontrarse. No buscan placer, buscan olvido. No quieren abrazos, quieren anestesia. La adicción al sexo, tan incomprendida, no es lujuria desbordada, sino una forma rota de buscar consuelo.
Según la Asociación Americana de Medicina de la Adicción, esta compulsión —también llamada “hipersexualidad” o “adicción al comportamiento sexual compulsivo”— se parece más a una jaula emocional que a un exceso de placer. Es un patrón persistente de conductas sexuales impulsivas que provocan angustia, daño o consecuencias negativas en la vida personal, afectiva y laboral. Pero detrás del impulso, dicen los expertos, suele haber una historia: traumas no resueltos, abandono temprano, abuso, negligencia emocional.
No se trata solo de cuerpos. Es un intento desesperado por reparar algo que se quebró en la infancia.
Hablé con un terapeuta especializado en trauma y adicciones conductuales. Me dijo una frase que me dolió y me explicó muchas cosas: “El sexo compulsivo no es hambre de piel, es sed de validación. Es el niño que no fue visto, buscando miradas en camas ajenas.”
Entonces, ¿la solución es el voto de castidad?
No siempre. La abstinencia, dicen algunos enfoques terapéuticos como los de los grupos de 12 pasos (como S.L.A.A. o S.A.), puede ser una herramienta útil temporal para interrumpir el ciclo compulsivo, permitir que el sistema nervioso se estabilice y comenzar a sanar. Es como alejarse del fuego para dejar que la piel quemada cicatrice. Pero eso no significa que la sexualidad deba desaparecer. Porque la sanación no es castigo, es integración.
Otros terapeutas, desde enfoques más compasivos y contemporáneos como el de la sexología positiva o la terapia somática, proponen un camino más profundo: resignificar el contacto sexual, redescubrir el deseo desde la presencia y el consentimiento, y aprender a estar con uno mismo sin necesidad de fundirse con el otro para no sentirse vacío.
Porque el problema no es el sexo. Es el vacío. Y si ese vacío no se mira de frente, ningún voto lo llena.
La castidad puede ser una pausa, pero no la meta. La verdadera liberación no es dejar de tocar cuerpos, sino poder tocarlos sin herirse. Sin usarlos como muletas emocionales. Sin perderse en ellos para no recordar quién eres.
Porque al final, amar —incluso con el cuerpo— también puede ser un acto de sanación.
Y quizás la pregunta no sea si hay que abstenerse, sino si estamos dispuestos a dejar de huir.