No responderías. Te harías un TikTok con fondo de billetes...
Hay libros que nacieron como consejos financieros y terminaron convertidos en filosofía de vida para quienes no tienen ni ética ni proyectos, pero sí hambre de patrimonio y miedo al fracaso. Padre rico, padre pobre es uno de ellos. Lo escribió Robert Kiyosaki con la intención de sacudir a los trabajadores comunes, enseñarles a pensar como inversionistas, hacerlos romper con la esclavitud de la nómina. Pero cuando cayó en manos de políticos, algo se torció.
Porque el político promedio —especialmente el que viene del mundo de los negocios, o el que solo aspira a vivir como empresario sin tener que trabajar como uno— encontró en Kiyosaki no una guía de educación financiera, sino una justificación para desentenderse del pueblo.
Ya no era necesario entender la pobreza: bastaba con culparla.
Ya no se trataba de cambiar el sistema: bastaba con enseñarle a la gente a “salirse de la carrera de la rata”.
Y entonces empezaron a repetir como mantras frases sacadas de contexto:
“Los pobres trabajan por dinero, los ricos hacen que el dinero trabaje para ellos.”
“Tu casa no es un activo.”
“No trabajes por dinero, aprende a hacer dinero.”
Y así justificaron su obsesión por los contratos, las rentas políticas, los fideicomisos turbios y los negocios familiares disfrazados de políticas públicas. Se apropiaron del lenguaje de los inversionistas para hacer política como si el país fuera una franquicia. Y en el camino, abandonaron cualquier noción de servicio.
Lo más triste no es que Kiyosaki haya sido malinterpretado. Es que fue instrumentalizado. Porque Padre rico, padre pobre no enseña a robar, sino a observar. No enseña a corromper, sino a planear. Pero en manos de quien ve la función pública como una vía exprés hacia la riqueza, el libro se vuelve peligrosamente útil.
Y así surgen los nuevos tecnócratas de barrio: funcionarios que usan términos como “flujo de caja”, “apalancamiento” y “ingresos pasivos” para ocultar su incompetencia, su falta de visión y su absoluta desconexión con la realidad del pueblo que dicen representar.
Les encanta decir que la educación es la clave, pero no invierten un peso en ella.
Predican la independencia financiera, pero su riqueza depende de contratos públicos.
Hablan de libertad, pero sólo quieren la suya.
Padre rico, padre pobre ha sido citado por políticos como si fuera un texto sagrado, un evangelio del neoliberalismo adaptado a la cultura del “échale ganas”. Pero nadie cita la parte donde Kiyosaki habla de la responsabilidad personal. Ni la parte donde insiste en aprender, cuestionar, cambiar de mentalidad. No, eso es muy complejo. Ellos sólo quieren frases que sirvan en conferencias de prensa y reels para Instagram.
Y así, mientras el país se debate entre la informalidad y la precariedad, los políticos que mal leyeron a Kiyosaki se dedican a explicar que “el problema es mental”. Que “la pobreza es una elección”. Que “si no te alcanza es porque no sabes hacer dinero”. Y con eso lavan su fracaso estructural, su incapacidad para generar empleos dignos, para garantizar salud, educación, vivienda, servicios.
No, señor político. No eres un “padre rico”. Eres un hijo de privilegios mal administrados, que aprendió a repetir consejos financieros como si fueran políticas públicas.
Y mientras tú hablas de activos, hay millones que no tienen ni pasaje para ir al trabajo.
Mientras tú explicas cómo hacer que el dinero trabaje por ti, hay jóvenes que no encuentran ni dónde trabajar.
Si Kiyosaki te viera, te haría la pregunta más incómoda:
”¿Estás enseñando a la gente a prosperar, o estás enseñándote a ti mismo a vivir de ellos?”
No responderías. Te harías un TikTok con fondo de billetes.
Y seguirías leyendo el libro en diagonal, mientras firmas otro contrato.