La brigada terminal (Capítulo 17) La asociación

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

La asociación

Capítulo 17

Lauro O’Gorman había concluido su nuevo programa informático que incluía varias terminales ubicadas en distintos puntos del país. Estaba listo y preparado el equipo humano cuya función consistía en captar cualquier evento que alterara las costumbres y la vida de las comunidades y regiones controladas por la Brigada.

Encubrían su labor manifestándose apegados a la cultura ecológica y a su participación pública en el medio de las organizaciones no gubernamentales. “Hacia una vida mejor”, era su lema. Y sus siglas (ID) significaban “Integridad y Desarrollo”.

         Poco más de 400 personas conformaban el proyecto financiado por tres fundaciones. Tenían ya treinta oficinas en las ciudades más importantes del país, cada una con su personal y responsable del trabajo, y cada grupo con una misión: informarse para informar de todo aquello que ocurriera en su ámbito de acción a partir de tres ejes definidos con un color emblemático. “El semáforo”, se llamaba el programa, nombre que respondió a los colores distintivos de cada área del proyecto: en la “zona” verde se captaba cualquier cosa que pudiera alterar la vida ecológica regional. En el espacio ámbar se registraban las alteraciones sociales provocadas por la delincuencia menor. Y en el tercero destacado con el rojo, se vaciaba la información que nutría los programas de vigilancia y de seguimiento, además de lo relacionado con la delincuencia organizada.

Las tres secciones alimentaban el programa informático basado en mezclar y analizar los datos captados. El resultado final se manifestaba en prospectivas que servían para conocer las probables reacciones sociales así como la eficacia y eficiencia de los sistemas de seguridad pública y lo que podría ocurrir en el círculo familiar de los delincuentes organizados.

Estaba listo el nuevo mecanismo ideado por los brigadistas terminales a cuya membresía se adhirió Juan Hidalgo. Su función: regular y controlar los contactos que tuvieran los exmilitares con sus familiares, vínculos y relaciones que ayudaran a la Brigada Terminal a obtener información privilegiada sobre las actividades secretas de los grupos de narcotraficantes.

Llegó el día de la decisión más importante del grupo. El lugar de reunión: la cabaña de Juan Hidalgo, propiedad ubicada en uno de los pulmones montañosos del Distrito Federal. Allí los esperaba Juan en pleno disfrute del frío y la soledad de las alturas libres de la contaminación que padecían los habitantes de la ciudad de México. El fresco aroma del bosque y las nubes que bajaban para acariciarlo era el energizante que revitalizaba a los moradores ocasionales de aquel amplio y confortable hábitat. “Me siento muy bien después de una noche junto al fuego del hogar y en plena meditación –pensó–: si no fuera por estos momentos mi vida sería un caos, igual o peor que la que tuvo Rafael Ibarguengoitia”. Miró su reloj Zenith y vio que faltaban más de dos horas para que llegaran sus socios. Le puso la correa a su pastor alemán y él se colocó la borrega para salir de la cabaña y disfrutar las caricias de la neblina.

Hombre y animal se dirigieron hacía la parte alta de la colina, uno sintiendo cómo su cuerpo cortaba las nubes, y el otro olfateando lo que encontraba a su paso. Juan quiso soltar al inquieto animal a sabiendas que emprendería la carrera ladrándole a lo que su olfato le indicaba. “Deberíamos tener ese instinto –se dijo al ver el entusiasmo con el que Virrey perseguía a los fantasmas materializados en el tufo que los animales desechan para marcar su territorio–: reconoceríamos de inmediato el peligro y al enemigo natural”. Justo cuando el perro desaparecía entre los árboles, Hidalgo llegó a la roca que había bautizado como “el trono”: se sentó sobre ella con la intención de disfrutar el efecto visual que formaba el pedazo de cielo posado sobre las copas de los árboles. Y ya en pleno dominio del escenario recitó en voz alta:

–Me siento como debe haberse sentido Unamuno cuando escribió su novela Niebla: autor de mis propias historias y el dios que decide la suerte de sus personajes, incluida la forma como tienen que morir… o vivir. –Meditó unos segundos para después seguir con sus reflexiones. Lo que no me gustaría es dialogar con las sombras de mi mente: eso querría decir que estoy perdiendo la chaveta dado que esos diálogos son exclusivos de poetas, escritores y novelistas no así de policías.

El cambio de tono de los ladridos de Virrey alertó a Juan: “Están por llegar, debo irme cuanto antes”, pensó sin reparar que su sexto sentido acababa de percibir lo mismo que el perro: la lejana y silenciosa presencia de seres humanos.

La música estridente de la banda El Recodo rebotaba en las paredes de la lujosa casa ubicada en una de las colonias de Xalapa donde los moradores festejaban el día de la emancipación de la raza negra. Como era su costumbre, Paco Matosa, dueño del inmueble y jefe del Cártel de Veracruz, recibió a su gente luciendo una camisa Vercace de colores combinados para ofender el buen gusto y de paso lastimar las retinas delicadas. Todos los allí reunidos conmemoraban la fecha (6 de enero) de lo que, según Matosa, líder  moral e inmoral del grupo, fue la primera sublevación encabezada por Yanga, el esclavo africano que llegó a México en el siglo XVI.

Los integrantes de “Los cimarrones” presumían el nombre de su organización que iba de acuerdo con sus rasgos negroides. Se sentían orgullosos de sus antecedentes raciales, historias en las que profundizaron durante el proceso de entrenamiento donde Matosa participaba con la sola intención de exaltar el origen étnico del grupo:

“Sean concientes de que ustedes son el orgullo de México; que pertenecen a una estirpe nacida de la mezcla de negros con indígenas, mulatos, españoles, moriscos y jíbaros; la verdadera y única raza de bronce. Nunca olviden que nuestros antepasados sembraron la semilla de la independencia cuando Yanga se levantó en armas contra la Corona, simiente que germinó doscientos años más tarde. Métanse en la cabeza que trabajamos para rescatar nuestra dignidad y que para lograrlo nos valdremos de cualquier cosa, incluso de la mejor arma del neoliberalismo: el dinero. Y tengan presente que la mitad de cada dólar que ganamos hay que invertirlo en negocios que beneficien a nuestra gente, a la raza de bronce; desde escuelas hasta empresas constructoras, automotrices, inmobiliarias, periodísticas y bursátiles…”

El castigo a que fueron sometidos sus ancestros llegados a México en calidad de esclavos, era otro de los argumentos: “Tenemos que vengar las ofensas a nuestros antepasados que fueron víctimas de azotes, amputaciones de miembros, esclavitud y la muerte más indigna”. La arenga, que llevaba una fuerte carga patriotera, también la tenían que escuchar los exmilitares que habían pertenecido a las fuerzas especiales del Gafe, personal que Matosa organizó con el nombre de “Grupo Talión”.

Valiéndose de sus hombres de confianza, Juan Hidalgo había establecido contacto con algunos de los integrantes del grupo. Lo hizo a través de sus madres, esposas y hermanos enviándoles mensajes cifrados. En el comunicado de Hidalgo leían entrelíneas que podrían adoptar una nueva identidad y garantizar tanto la seguridad para sus familias como su situación económica. La oferta contaba con su aval, es decir, con la palabra de un hombre al que conocieron primero como entrenador y después como su paradigma profesional.

–Viendo este lugar tan hermoso, Juan, no encuentro razones para abandonarlo y retornar a la selva de asfalto y mugre que se llama Distrito Federal –espetó Simón al bajar del vehículo que conducía.

         –Tienes razón Rocafuerte, pero después de ocho días de estancia te empiezas a ahogar –sentenció Juan Hidalgo. Quienes hemos vivido allá abajo nos hace falta la contaminación. Somos mutantes y por ello inmunes a las agresiones del medio ambiente más pernicioso del mundo…

         –No exageres –intervino Ángela–: lo que pasa es que quieres desanimarnos para que no te molestemos con visitas imprevistas…

         –Pásenle por favor. Están en su casa –dijo Juan acercándose a Lauro para ayudarle con el ritual de la silla de ruedas–: Ángela, Simón, Lauro, Iñaki, cuando se les antoje vengan a esta cabaña. Sólo recuerden que les advertí sobre el efecto rebote: si se mueren no me vayan a culpar, ¿okay?

         –Ya comprobaste, Ángela la cruel ironía de nuestro amigo Juan –dijo Simón señalando con el dedo acusador al propietario del lugar.

         –Perdón –se disculpó Hidalgo–, créanme que de momento olvidé el tema de la salud de los brigadistas… Pero entremos a la casa no vaya a ser que alguno de ustedes pesque un resfriado mortal…

         –¡Eres incorregible, Juan! –exclamó sonriente Ángela. Ya ni la burla perdonas.

         Una vez dentro de la cabaña y después de escuchar los elogios a la decoración, al olor que despedía la madera y al movimiento arquitectónico que presentaban los desniveles, invitados y anfitrión tomaron sus posiciones en la sala diseñada y construida en torno a la enorme chimenea. Cada uno armado con su copa de coñac y algunos de ellos dispuestos a combinarlo con el café cuyo perfume, dijo Iñaki, “disputaba el espacio a las otras esencias”.

         –Está listo el “Plan B” –anticipó Hidalgo para seguir con su ironía–, al cual y en una muestra de ingenio y originalidad he llamado Caballo de Troya. Permítanme explicárselos para que después me viertan sus opiniones: hice contacto con varios soldados que pertenecían a las fuerzas especiales, a la elite del ejército pues. Los he cooptado igual que a sus familiares. Y están dispuestos a colaborar con nosotros. Saben que existo y que soy uno de los dirigentes. No mencioné los nombres de ustedes para evitar cualquier fuga o incluso represalia –agregó con el énfasis de la advertencia–: en cuanto yo les dé luz verde y junto con ella la indicación de lo que tienen qué hacer, empezará en México un escándalo mediático superior al ocasionado por las bombas celulares.

         –Lo del escándalo me gusta –interrumpió Ángela para restar importancia a las represalias que anticipó Hidalgo.

         Juan la miró con ojos de regaño y retomó su explicación:

–Dos personas están colaborando con el cártel de Veracruz, o mejor dicho con Paco Matosa, el narcotraficante racista que rescató la intención que hace cuatro siglos tuvo Yanga, el negro que organizó una sublevación contra el virrey. Y digo racista porque el tipo no acepta blancos ni trigueños y menos aún güeritos. Según me informaron mis contactos de la DEA, casi toda su gente es morena y con facciones muy agresivas, igual que sus actitudes. Lo curioso es que el tal Matosa –agregó Hidalgo para mostrarse históricamente informado– tiene el mismo nombre que el compañero al que Yanga hizo responsable militar de aquella incipiente revolución. Bien, pues estos colaboradores y antiguos subordinados míos le informarán al narcotraficante sobre los movimientos y las prácticas de sus rivales en el control del mercado nacional, datos que obviamente les proporcionaré. Una vez explicados esos elementos exacerbados para que no fallen en su impacto al ego de Francisco Matosa, le pedirán a éste su autorización para ejecutar a dos que tres sicarios del equipo enemigo que opera en algunos estados del norte del país, y desde luego en Veracruz, por cierto algunos de ellos son los kaibiles guatemaltecos.

Hidalgo hizo una pausa y se dirigió a la barra para rellenar su copa con un XO. Nadie habló en ese ínterin, silencio que aprovechó el anfitrión para observar cada una de las expresiones de sus socios: sin hacer comentarios sorbió el contenido de su copa y dejó escapar la expresión de agrado por el sabor y buqué del coñac para después retomar el tema:

–Al mismo tiempo habrá otros exmilitares que filtrarán al rival de Matosa las estrategias de los otros cárteles. Me refiero al Güero Miravalle entre cuyos sicarios predominan los miembros de la Mara Salvatrucha. La intención es provocar varios enfrentamientos entre los dos grupos. De ahí que tengamos que coordinarnos para que nuestros contactos no coincidan, choquen o se maten en esos operativos. En principio me han ofrecido colaborar y estar en estrecho contacto para evitar accidentes. Y aquí entras tú, Lauro: con la información que obtengas directa o a tras mano podrás aprovechar el Semáforo. El resultado se lo haremos llegar a la policía federal; puede ser que provoquemos otros frentes de batalla y muchas bajas en las organizaciones de narcos. Esto con las debidas previsiones ya que Matosa cuenta con armamento high tech y con personal especializado y muy bien pagado. Es un cabrón con un IQ fuera de lo común; su inteligencia le ha permitido sofisticarse al grado de contar con equipo electrónico diseñado para interferir las computadoras de navegación de aeronaves y derribarlas simulando un accidente.

Rocafuerte se sintió sorprendido y a la vez aliviado por el hecho de que Hidalgo estuviera a cargo de la operación más difícil y expuesta; ya era parte de su equipo pues. Pero también estaba preocupado por la facilidad con la que fueron resueltos los problemas de la Brigada terminal. Sin embargo, además de que lo dicho por Hidalgo respecto a armamento de alta tecnología en poder de Matosa, había algo que le inquietaba, presentimiento que a pesar de su experiencia y estrecho contacto con la muerte, todavía no alcanzaba a definir. El mismo presentimiento que le hizo pensar en la extraña muerte de Rafael Ibarbuengoitia.

Alejandro C. Manjarrez