El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 18)

Réplica y Contrarréplica
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“De Cristo en Cristo el más apolillado se raja”

La vida política de mi estado marchó en santa paz. Los curas y sus voceros parecían hallarse en algo parecido a la procesión del silencio ya que se limitaron a cumplir con sus santos deberes sin invadir el ámbito del César.

Al final de alguna jornada de trabajo, cuando me disponía a descansar el cuerpo (subrayo, cuerpo, porque mi mente siempre ha estado activa, hasta cuando duermo), don Froylán se comunicó a mi celular, lo cual me sorprendió por tratarse de una llamada inesperada que por casualidad contesté. Lo hice con cierta insolencia porque el cansancio ya había hecho estragos en mi humanidad.

— ¿Habla el gobernador? —preguntó una voz cavernosa.

Al afirmar que el respondón era Herminio Benito Cruz y Tlacuilo, la voz sórdida se volvió a escuchar:

—Permítame, señor: lo comunico con el Arzobispo de Puebla.

Y lo puso en la línea. El tono lúgubre persistió en las palabras de Froylán del Río quien directo y sin preámbulo me dijo:

—Sé que le ha ido muy bien, señor Gobernador.

—Sí, señor Arzobispo, estoy bien. ¿Y usted? ¿A qué debo el honor de su llamada? —pregunté sin poder controlar el bostezo que hizo anti eufónica la última palabra de mi oración.

—Deseaba saludarlo y pedir su intervención para que la autoridad indague dónde está don José María —dijo Froylán después del carraspeo que aclaró su voz—. Hace dos días que su familia no sabe de él. Su esposa e hija acudieron a verme preocupadoas pidiéndome solicitar su ayuda. Por eso decidí llamarlo.

“¿José María?”, me pregunté sin saber de quién hablaba. Quise hacer la broma preguntándole si se refería a las Posadas que habríamos de festejar pero —gracias a los hados— caí en cuenta que mi enemigo gratuito era el motivo de la preocupación arzobispal.

— ¿José María? Se refiere a José María Guadalupe del Sagrado Corazón del Niño Jesús? —pregunté preocupado; existía la posibilidad de que me relacionaran con el hecho.

—Sí Gobernador. A él me refiero —respondió con la entonación que revelaba su tristeza—. Me atreví a llamarlo porque, después de comentarle a Chema su molestia por lo que dijo de manera irresponsable y ligera, se sintió muy atribulado, arrepentido. Él quería contactarlo para disculparse personalmente. Pero se abstuvo al escuchar mi consejo. Le dije que era mejor esperar a que el Gobernador se olvidara del disgusto y la indignación que Usted manifestó delante de mi hermano el Nuncio. Ahora el consternado soy yo por molestarlo a esta hora de la noche con un asunto familiar y por ende personal. Ya pasan de las doce y supongo que se disponía a dormir.

—No se preocupe, Arzobispo —le reviré con el estilo concertador que él acababa de usar—. Acepto el arrepentimiento y las tribulaciones de su amigo —dije hipócrita—. Me gustaría escucharlo… Pero vamos, hombre, ahora explíqueme por favor cómo quiere que intervenga —agregué mientras consultaba la hora entendido de que la respuesta me pondría a trabajar horas extras. Además tenía curiosidad por saber de dónde me estaba hablando ya que por el reverberar de su voz lo supuse metido en una cueva, o en el cuarto de baño como, según las referencias convertidas en leyenda, en su época y por un problema del esfínter lo acostumbró el coronel José García Valseca, fundador del emporio periódistico que tuvo su culmen con El Sol de México (1965).

—Que lo busque la policía con la discreción que requiere el caso —respondió dándole a sus frases la dulzura tradicional en el sacramento del bautizo—. Ya lo sabe, señor Gobernador: si trasciende lo de su desaparición, la prensa haría un tremendo lío y, si acaso lo secuestraron (Dios nos libre de semejante suceso —murmuró), se alteraría cualquier negociación con el riesgo de que ésta ya no podría darse.

—Cuente con ello Arzobispo. En este momento ordeno un operativo especial para que lo busquen. ¿Tiene Usted algún dato que nos ayude a su localización? —pregunté entendido de que la respuesta sería en sentido negativo.

—Casi nada. Sólo que José es un hombre muy… digamos que tradicional y apegado a su rutina —respondió y por el tono de sus palabras confirmé que estaba apesadumbrado. Prosiguió con ese talante—: Como lo hace todos los días, el martes pasado salió de su casa por la tarde y ya no regresó. Tememos que haya sufrido un accidente. El celular está apagado. Sus familiares lo han estado buscando por cielo, mar y tierra y aún no tienen noticias de él. Recorrieron sin éxito todos los hospitales de Puebla así como los consultorios de médicos amigos de la familia. Y nada; no hay noticias. Espero y pido a Dios que esto sólo sea un mal rato. Rezo para que Chema esté sano y salvo.

Para dar tiempo a que se recuperara del notorio esfuerzo emocional que implicó requerir mi ayuda, desvié la conversación preguntándole en qué lugar estaba porque —justifiqué— su voz se escuchaba hueca y con eco. Mis palabras medio le permitieron escapar de aquel estado de ánimo agravado por la congoja sobre el destino de su mejor amigo y benefactor. El Arzobispo imaginaba la tragedia y me transmitió su mal presentimiento.

—Dos días es mucho tiempo para no conocer su paradero —dijo afligido.

Al fin un hombre inteligente y tan sereno como lo exigía su investidura, don Froylán volvió a carraspear para cambiar su entonación comentándome que se encontraba ubicado debajo de la cúpula, cerca del Ciprés, el único lugar con buena señal. (Es probable que estuviera rezándole al Santísimo para que su amigo desaparecido saliera bien librado del trance terrenal).

—Y yo que pensé que lo había hecho desde las catacumbas —bromeé imprudente pero con el ánimo de poner un poco de buen humor a lo que nos esperaba: una noche movida; para él de desvelo, rezo y preocupaciones; para mí de diálogos, informes e instrucciones a los ministeriales a los que ordené buscar al hombre que sobre su espalda cargaba parte de la santa parafernalia de la Iglesia de Roma. Imaginé que el dignatario católico estaba vestido con su bata-pijama y algo parecido a una mañanita cubriéndole la espalda, un gorro de lana en la cabeza y el candelabro en su mano izquierda alzada para alumbrar su ruta hacia la habitación dormitorio que, por aquello de las emergencias y las misas de gallo, tendría que estar en Catedral, cerca de las oficinas del arzobispado. Mis neuronas traviesas también me obligaron a pensar en Tití, el irreverente mico del Arzobispo: presumí que el animalito aquel podría ser objeto de discriminación ya que no se le permitía la entrada a ese santo recinto.

A las frases de aliento unas y otras de preparación para lo que pudiera venir, siguió la despedida entre el Arzobispo y yo. Según recuerdo, poco faltó para que emuláramos el léxico de los florentinos cuya vida y desarrollo artístico, político y literario estuvo en manos de los Medici:

—Que Dios nos ayude —dijo Froylán.

—Y nos ilumine —respondí complaciente.

Malas nuevas, ropa sucia

Tal y como lo había previsto, esa mañana amanecí con el repique de los teléfonos de Casa Puebla. Pero no obstante tanto escándalo, nadie sabía nada ni había pistas sobre don José María. Agobiado por la incertidumbre mis ojeras crecieron no obstante lo poco definidas debido a mí origen campesino. Así inicié otra jornada de trabajo en la cual las preocupaciones se incrementaron con otros eventos también importantes. Cualquiera de ellos pudo haber puesto en riesgo la tranquilidad social del estado y provocar el desgaste del poder.

El azul intenso dio un toque extraño al día. El cielo estaba limpio debido a que los fuertes vientos del Golfo de México cruzaron la ciudad golpeando ventanas y puertas. El reporte del tiempo advertía fuertes lluvias en la Sierra, posibilidad que me obligó a preparar lo necesario para paliar los efectos que acompañan a las contingencias naturales: derrumbes, deslaves, caída de árboles, crecidas de ríos e inundaciones, desgracias que nos recuerdan nuestra pequeñez ante la naturaleza. Caminé hacia el despacho con la esperanza de encontrar sobre mi escritorio alguna buena noticia. Nada, no la hubo. Cuando me disponía llamar al arzobispo entró Gabriel Guaraguao, alias Rasputín.

— ¡Carajo! —Espeté por el susto que me dio el cabrón—. ¿¡Acaso se acabó la disciplina en este lugar!? ¡Antes tocaban la puerta o me anunciaban por el teléfono a la persona, animal o cosa que deseaba verme! ¡Ahora todo mundo se mete a esta oficina como fuera un baño público!

—Perdón, perdón, Señor —se disculpó el tipo con un gesto que lo hizo parecer contrito—. Yo tengo la culpa porque entré sin hacer caso a la negativa del ujier… Es que le traigo noticias de don José María…

—Ya veré cuál de tus novias también te abrió las puertas como lo hacen con sus piernas fraternas, diría Benedetti. Está bien. Te escucho —consentí resistiéndome a abundar sobre sus nada poéticos amoríos con las secretarias. Era más importante su reporte. Necesitaba saber qué había pasado con la investigación sobre don Chema.

—Está muerto, Señor —soltó como si la información quemara sus entrañas—. Fue encontrado en un costal de manta, de los que usan para guardar la ropa sucia. Lo aventaron en una de las barrancas de la carretera federal a la ciudad de México. Si el cuerpo no se hubiera atorado en el tronco de un árbol, nunca lo habríamos encontrado: estaba a unos metros de la carretera que bordea alguna de las cañadas profundas de esa parte de la Sierra Madre Oriental. Lo encontró un pastorcillo.

Terrible noticia aquella. Sentí tristeza y a la vez preocupación. Lo que acababa de escuchar me impactó. Volvió a mi cara la palidez cetrina que tanto me molestaba. Intentaba controlarme cuando pasó por mi cabeza la idea de que yo podía estar en la lista de sospechosos que pudo haber hecho el arzobispo Del Río. Calmé mi paranoia repitiéndome la frase que solía recordar en los momentos en que alguien o algo amenazaba mí tranquilidad: “Eres el gobernador y tienes el poder en tus manos”. Me sentí como Sócrates cuando escuchaba la voz de su daimon.

— ¿¡Qué más!? —inquirí molesto.

—Fue asesinado a puñaladas. Se trata de una venganza pasional porque traía consigo algunas pertenencias, excepto el dinero, reloj y joyas, sí las usaba. Lo dejaron limpio. Las huellas de tortura muestran que fue un crimen de odio.

— ¿¡Seguro de que es él!? —cuestioné esperanzado en escuchar alguna duda en la voz del policía.

—Confirmado, señor Gobernador...

Guaraguao actuaba con la calma que en esos momentos a mí se me negó. Volteé a ver el óleo de la Catedral poblana cuyos grises contrastaban con el colorido del tianguis pueblerino que el artista ubicó en su atrio: la pintura decoraba uno de los muros del despacho recién ampliado.

Antes de hablar inhalé oxígeno. E instruí:

—Maneja el tema con discreción. Habla con el procurador, si es que está sobrio. Es difícil. Pero despreocúpate, tal vez sea mejor que él no intervenga. Tú mantén la boca cerrada; que nadie se entere de la tragedia hasta que yo personalmente dé la luz verde. Voy a pensar cómo diablos filtramos la noticia. Primero hay que avisar al arzobispo Del Río (él se encargará de informar a los familiares). Ya después la sociedad dará su veredicto. Mientras manéjate con cuidado para que en su momento orientes al ministerio público que se asigne al caso. Él también recibirá instrucciones precisas e irrebatibles. Hay que buscar la forma de decirle que lo vamos a vigilar como si fuese un pinche talibán forrado de explosivos, los cuales explotarían si abre la boca o pasa corriente, como dicen ustedes. Al forense presiónalo; que acelere la autopsia para que no se retrase la entrega del cuerpo. El procurador evitará los engorrosos trámites judiciales... ¿Agarras la onda que estás a cargo de este follón?

Así inició el evento que produjo una gran desazón en el seno de la sociedad angelopolitana, crimen que sacudió a las buenas conciencias. Salió a la luz la falsedad que suele existir en algunos sectores de poder económico y espiritual. Al principio sentí una extraña satisfacción por la forma en que ocurrió la tragedia. Vi el hecho como si se tratase de una respuesta del destino en contra de quien injustamente puso en duda mi oficio político. Sin embargo, al imaginar su sufrimiento, me arrepentí de mis sentimientos. Hice una imagen mental del violento encontronazo entre los principios morales y religiosos de José María. Lo percibí angustiado no tanto por saber que moriría en manos de aquellos engendros, sino por sentirse émulo de los enemigos bíblicos que enfrentaron a los ángeles cuya misión fue destruir Sodoma y Gomorra. Pobre cabrón, concluí consternado.

El crucifijo

Cuando comuniqué a mi amigo Froylán los pormenores del asesinato (a estas alturas ya éramos cuates), en efecto de origen y motivaciones pasionales, percibí que lloraba para adentro resistiéndose a derramar las lágrimas que pudieron haber paliado el dolor que le abrumaba. Quizá sabía que su amigo era bisexual y afecto a tener relaciones con jóvenes de bajo nivel social, un remedo de las costumbres (éstas sí abiertas e incluso hasta cínicas, si no es que perversas) del literato y poeta Salvador Novo. Y digo que tal vez ya conocía el sufrimiento de su cofrade porque él, en su calidad de arzobispo, pudo haberlo escuchado en el confesionario o haberse enterado gracias a la confidencia del amigo o incluso, por qué no, a través de alguno de esos sacerdotes que nunca faltan, los que siempre están dispuestos a compartir con el pastor mayor los secretos de sus feligreses. Ello, claro, bajo la premisa —muy terrenal por cierto— de que la información es poder.

El problema fue detener el impulso natural de los reporteros de la nota roja, en especial Roque León y Aquiles “Jodo”, dos periodistas cuyas pesquisas muchas veces resultaron más efectivas que las policiacas. Fue necesario moderar y controlar a los contactos y las fuentes que mantenían informados a León y al reportero del periódico digital. Utilizamos los medios tradicionales —el dinero sobre todo— para matizar las causas y motivaciones del homicidio. No me costó trabajo. Aproveché que los dos informadores eran fervientes católicos y empedernidos buscadores del perdón celestial, necesidad derivada del remordimiento que en los creyentes ocasiona la vida disoluta.

Debido a la estrategia que mi gobierno puso en práctica para acabar con los robos domiciliarios, un honesto y singular prestamista (por cierto Caballero de Colón) informó a la autoridad judicial sobre el crucifijo de oro y brillantes: alguno de los dos asesinos lo había empeñado. El resto de la historia fluyó gracias a que la policía ministerial puso en práctica sus métodos —heterodoxos obviamente— para, violentando el respeto a los derechos humanos, arrancar las confesiones que a veces van más allá del delito cometido. No sobra aclarar que aquellas torturas fueron diseñadas con la intención de engañar o confundir al ombudsman . Nadie es perfecto, decía mi abuelo garañón.

Así supe que el secuestro había sido planeado para obtener dinero fácil y al mismo tiempo vengarse de la ostentación que es práctica común entre los ricos, nuevos y viejos. Lo de las perversiones sexuales se omitió: había que evitar que el escándalo afectara a la familia. No obstante, como trascendieron algunos de los hechos, las filtraciones propiciaron el cierre de la puerta del closet que había empezado a abrirse. Sus discretos moradores decidieron volver a la oscuridad que los protegía de las indiscreciones.

Lo lamentable es que dentro de aquel espacio comenzó a crecer otro tipo de odio, el basado en la confabulación que vigoriza a las comunidades que, por angas o mangas, tienen el deseo de tomar represalias contra quienes enarbolan el pendón de la homofobia. Me refiero a los machos cuya afición por las mujeres ha formado hermandades como la que encontré recién llegué a la política: “Podremos ser cualquier cosa, menos putos”, era su eslogan.

La santa paz

Puebla había entrado a una sorda y soterrada guerra de clases sociales, confrontación que tuvo cuatro ejes: el sexo, las religiones, los resentimientos sociales y las venganzas pasionales. Tuve que echar mano de la energía policiaca que a veces ubica a los gobernantes en la frontera de la ley o en el umbral de la represión. Obligado por las circunstancias también me valí de una organización política convirtiéndola en el brazo armado del gobierno. Nunca vacilé. Había que poner orden sin arriesgar al gobernante a ser señalado como represor. Así logré pacificar a un pueblo ubicado en la Sierra Norte donde las familias se enfrentaron por creencias religiosas y la propiedad de la tierra. Sumaban decenas los muertos y entierros clandestinos, varios de ellos niños y mujeres.

Poco antes de que la prensa se ocupara de la muerte de José María, hizo contacto conmigo el presidente Cordero. Me saludó amable y hasta cariñoso, actitud que prendió los focos rojos de mi cerebro. “Algo trae”, intuí. En efecto, sin dar tiempo a que mis dubitaciones convocaran la paranoia que aqueja a los políticos, Emmanuel me dijo con temple presidencial:

—Me visitó el nuncio Rossi. Quiso compartir su pesar por el crimen de uno de los feligreses más querido por su Iglesia. Habló de tu intervención en el asunto. Agradeció la forma en que lo manejas para evitar el escándalo que suele originarse cuando aparece el odio en los homicidios de personajes relacionados con el Clero. Te lo comparto con el gusto que produce el haber afinado las relaciones del Estado con la Iglesia de Roma. Además te felicito porque me aportaste elementos valiosos para esa relación. Ya te comentaré más detalles el día en que volvamos a reunirnos; ocurrirá después de mi viaje al Vaticano. Conversaré con el Papa negro a quien voy a invitar para que venga a México. Si lo convenzo cuenta que Puebla será una de las sedes de esa visita pastoral.

—Estoy para servirlo, señor Presidente —respondí con la emoción que produce el colaborar con la República, aunque sea fortuitamente. Supuse que la discreción de mi gobierno le ganaría algún agradecimiento del Papa. Y pedí a Dios (valía la pena) que se hiciera realidad la visita a la entidad que yo gobernaba.

—Le dije a Irene que se ponga de acuerdo contigo. Te mando un abrazo, Hermano —dijo y colgó dejándome con ganas de seguir platicando con mi amigo y Presidente.

Las palabras de Emmanuel operaron como el vigorizante del alma que renueva expectativas. Su mensaje me comprometió aún más a esforzarme para bajar la presión de la caldera mediática. Rememoré la bandera ubicada detrás de él y me sentí parte de la historia. Recorrí con los ojos mi entorno personal. Tuve la sensación de que la energía de la naturaleza cruzaría el grueso cristal blindado y las paredes que aislaban al despacho. La emoción me había insuflado el espíritu de triunfador. El verde de los árboles y el azul del cielo enmarcaron ese momento. Creí estar cerca del éxito político cuyo impulso parecía provenir del mismísimo centro neurálgico del poder, el Paraíso de la República.

Los efectos de aquel entusiasmo duraron hasta el día en que, sin llamada de por medio, la licenciada Irene Walter Rémix hizo acto de presencia en mi oficina. Sorprendido la vi aparecer en el umbral. Presumí que la inesperada visita se debía a mi buena relación con el señor Presidente. Su cuerpo, voz, excitante aroma y seductora mirada provocaron en mí un efecto paradójico puesto que la atracción se sumó al mal presentimiento. Era yo un político cuyo ascenso se lo debía a esa intensa energía convertida en mujer, la amante preferida de mi amigo Cordero, emisaria del general en jefe de los ángeles de la guarda. Cambiaron esos valores y por primera vez dudé de ella.

—Dice el Presidente que te verá en cuanto regrese de Europa. Quiere que le informes sobre tu conversación con el Nuncio y el arzobispo Froylán. Creo que platicará con ellos después de su entrevista con el Papa.

Esas fueron sus palabras. Ya no dijo nada más. Sólo hizo un guiño y se retiró como había llegado: envuelta en el misterio; como ave de mal agüero.

Después del susto que acompañó a la presencia de Irene, sensaciónderivada de ese extraño, tardío y atento recado presidencial, recapacité en los crímenes o acciones de autoridad que al salirse de control provocan la caída del gobernante. “Hay que tener más cuidado —alertó mi conciencia, daimon o sentido común—. Sé menos comunicativo con esta mujer”.

Antes de esa súbita aparición que —después lo supe— alarmó al grado de la histeria a la doctora De la Hoz, tuve una de las experiencias personales más extrañas y, por ende, altamente formativas. A eso le atribuí el motivo de mi alarma.

Ocurrió el día en que disfrazada como Frida Kalho (colorida, desarticulada, sorpresiva, escandalosa, tétrica, sangrienta, cruel, atormentada, atractiva y violenta), la muerte se introdujo a la Casa de Gobierno. La razón: el homicidio imprudencial que dejó una profunda huella en las discretas memorias de las treinta y tantas personas que lo atestiguaron. Impactados pero discretos, todos ellos guardaron el secreto en el cajón de sus recuerdos conscientes de que se convertían en cómplices de un crimen. Seguiré con esta historia después de traer a colación un caso donde la hechicería se combinó con el poder de persuasión y la ignorancia de los monarcas. Lo rememoro porque su impacto me marcó cuando lo leí sin imaginar que en el futuro tendría como colaborador a un hombre cuyo apodo me mantendría unido a ese hecho de otra época, actos que se replican en la vida de los gobernantes de nuestro tiempo.

En los umbrales del crimen

De acuerdo con lo que sé porque lo he vivido, ninguno de los hombres en el mando público se ha salvado de los crímenes que trastocan el ejercicio del poder. Siempre hay un negrito en el arroz. El secreto está en saber cómo darles la vuelta cuando no es posible soslayarlos o se niega la oportunidad de ocultarlos entre los cientos de muertes que cada día ocurren.

El ruso Rasputín es sin duda uno de los ejemplos más ostentosos de esa digamos que tradición. La historia nos cuenta que toda la aristocracia de su país supo que el tipo había sido asesinado por el príncipe Félix Yusúpov. El único que no tuvo vela en el entierro fue el zar Nicolás ii y desde luego su esposa, ambos ocupados en evitar el crepúsculo de la monarquía rusa. Empero, estaban sometidos por la influencia del monje que nació y creció en los campos de Siberia, primero como cuatrero y después en calidad de místico egresado de un monasterio donde sólo pasó tres meses, lugar del cual tuvo que salir porque —él lo dijo con su acento de ardiente religiosidad— se “encontró con una visión de la Virgen”.

Rasputín fue el alma del matrimonio Románov.

El poder de sugestión que Grigori Efimovitch ejerció sobre los monarcas, alteró el sistema de gobierno ya de por sí bastante desordenado. Por ello el príncipe Félix decidió armar la conjura contra Rasputín, un tipo rústico, inculto e hipócrita pero con una extraordinaria energía personal. El monje logró apropiarse de la voluntad del Zar y la confianza de la Zarina. La Corte se movía conforme a sus caprichos y dictados. Nadie pudo convencer a Nicolás porque éste confiaba en su esposa y ella estaba segura de que, entre otras acciones milagrosas, Rasputín sanaría a su hijo hemofílico.

El príncipe Yusúpov se animó a convertirse en homicida en cuanto escuchó a Mijail Rodzianko, presidente de la Duma Imperial: “¿Qué se puede hacer cuando todos los ministros y todos los que rodean a Su Majestad son hijos de Rasputín? —Dijo el astuto Mijail—. La única probabilidad de salvación sería matar a ese miserable, pero en toda Rusia no se encuentra un hombre que tenga el valor de hacerlo. Si yo no estuviera tan viejo me encargaría de ello”.

Fueron estas palabras las que detonaron la conjura que encabezó el príncipe Yusúpov, operador del crimen más espeluznante de la Corte rusa de aquellos entonces: primero envenenó a Rasputín. Al ver que el veneno no surtía efecto, le disparó con su arma por la espalda. Cuando supuso que el místico ya estaba muerto, se acercó a él para comprobarlo. En ese momento Rasputín lo asió del hombro. El susto le arrancó un alarido. Rasputín aprovechó el descontrol y, a pesar de los efectos del veneno y la bala que traía en su cuerpo, echó a correr hacia la calle. Huía cuando otro de los conjurados le disparó tres veces. El impacto de uno de esos proyectiles lo derribó sobre la nieve. El escándalo hizo salir a los amigos del príncipe que formaban parte de la conspiración, entre ellos el agente del Servicio Secreto Británico, asesor del grupo: “Tirémoslo al río —les dijo—. Antes amarrémoslo envuelto en un tapete”. El grupo obedeció. Lo creían muerto. En el último amarre escucharon que el supuesto cadáver los maldecía. Se armaron de valor y entre todos lo lanzaron agua. Grigori Efimovitch Rasputín murió ahogado.

Lo curioso de este drama es que el autor intelectual contó la historia en el libro que publicó con la intención de detallar los pormenores del crimen (El esplendor perdido): quiso librarse del chisme que corría en los círculos sociales de Europa, rumores que ponían en entredicho su virilidad, e incluso aseguraban que él había sido sodomizado por el monje cuya muerte produjo muchas leyendas, entre ellas la de su enorme pene que forma parte de un museo.

Hasta aquí la digresión sobre crímenes, justificaciones, arrepentimientos, leyendas y añoranzas por el “esplendor perdido”.

Yo también cuento una historia ajena y muy lejana a lo que acabas de leer. No tuve un Rasputín en mi gobierno aunque sí a un policía cuyo apodo era ése, Rasputín. Tampoco maté con mis propias manos. Menos aún ordené crimen alguno. Sin embargo, como ya lo dije, en Casa Puebla ocurrió un homicidio que tuve la necesidad de ocultar. Al autor del crimen le decían Rasputín porque, supuestamente, ejercía su malvado influjo sobre el personal de confianza relacionado con mi equipo de seguridad. La verdad es que de alguna manera la eufonía y fama del apodo lo relacionaban con su intensa vida sexual.

Va la historia: (continuará...)

Alejandro C. Manjarrez