Por las calles de Puebla corrió un comentario alentador: “La cita es a la hora en que se oculte el sol, allá en el viejo jardín de San José”...
Aquiles Serdán esperaría a sus simpatizantes para iniciar el recorrido por la ciudad, manifestación que sería iluminada con cientos de antorchas. “Lograremos que el pueblo simpatice más con nuestra causa”, dijo a Manuel Velázquez, su leal amigo, confidente y consejero.
Los integrantes del grupo Luz y Progreso habían pasado todo el día fabricando las candelas[1] con las cuales iluminarían su caminar por las calles de la ciudad. Se encontraban reunidos cerca del jardín de San José, en el viejo cuartel del mismo nombre, espacio en ruinas e ignorado por las miradas sospechosas de los agentes del gobierno.
Poco antes de oscurecer habían llegado al lugar más de quinientos ciudadanos, unos estudiantes y otros trabajadores, todos dispuestos y entusiasmados con la idea de ejercer su derecho a votar por quien les diera la gana. Como no dejaron nada al azar, estaban seguros de que su marcha por la democracia tendría éxito.
Cuando se preparaban para partir arribó jadeando Andrés Rojas, uno del centenar de trabajadores del mercado afiliados a la causa que representaba Serdán. “Quiero hablar a solas con usted, jefecito”, le pidió al líder del movimiento. A regañadientes Aquiles aceptó separarse de sus compañeros porque, supuso, se trataba del mensajero que traía un recado de alguno de sus amigos:
—Acabo de escuchar la orden del jefe de la policía —dijo el mecapalero—. El coronel ordenó que se lo quiebren, señor Aquiles.
— ¿A mí?
—Sí, a Usted. Hay muchos de la montada ocultos entre las sombras de las calles que desembocan a la 2 norte. Se me atravesaron, mejor dicho yo pasé por ahí.
— ¿No te habrás confundido al escuchar el nombre? —insistió Aquiles.
—Pus sólo que haya otro que se llame igual que usted —respondió Andrés con la ironía natural del campesino.
Hubo un largo silencio.
—Manuel, Luis, Melitón, Ernesto… acérquense por favor —dijo Aquiles a sus amigos.
— ¡Qué diablos pasa! —protestó Velázquez levantando el quinqué que medio alumbraba los rostros bañados por la tiniebla de los cuartos.
—Me ha dicho Rojas —agregó el líder cuya mano descansaba en el hombro del espía casual— que la policía tiene órdenes de matarme. Según él, nos han tendido una trampa. Asegura que vio cómo los escuadrones de la tropa rural se escondieron en las calles que desembocan a la 2 Norte…
Ya no fue necesario pedir más datos. Los responsables se pusieron de acuerdo en que Aquiles se abstuviera de formar parte de la marcha. —Mejor escóndete —recomendó Manuel—. Nosotros iremos. Y si es necesario usaremos las antorchas y piedras para defender la causa.
Después de la insistencia de sus amigos, Serdán aceptó no participar pero puso una condición: que tampoco fueran Manuel Velázquez y Andrés Rojas, su amigo y el trabajador del mercado que lo enteró de la asonada.
—Dicen que yo soy el alma del movimiento pero en esta metáfora ustedes son el cuerpo. Así que si yo no voy tampoco ustedes; es mi condición.
—Está bien —condescendió Manuel que bien sabía de la tozudez de su amigo.
—Hay algo que puede hacer el resto —agregó Serdán—: conforme avance la marcha, que cada uno avise a los demás para que se dispersen; que la montada no los encuentre juntos. Pero primero díganles de lo que se trata, y que si están de acuerdo suspendemos la marcha. Es lo que procede si queremos evitar que haya compañeros lastimados.
—Ya no es posible Aquiles —intervino Velázquez—, no hay forma de avisar a los amigos que se unirán a la marcha. Lo único que podemos hacer es alertar a quienes encontremos en el trayecto, de aquí hasta el nuevo Paseo Bravo, si acaso llegamos. Como tú bien lo dices, hay que sacarles la vuelta a las bestias de Miguel Cabrera.
—Yo me adelanto para avisarles —dijo Rojas—. Sé por dónde moverme; además yo fui quien escuchó la orden de quebrarlo a usted…
—No amigo, tú menos que nadie…
—Tengo que hacerlo, don Aquiles —dijo Andrés con una mueca de sufrimiento—. Me quedé de ver con mi muchacha. La conoce usted porque trabaja con su madrecita. Se llama María Gertrudis. No vaya a ser que le hagan algo y yo por acá bien a gusto…
—Está bien, está bien —recapituló Aquiles—. Córrele y cuídate para que llegues a tiempo y la protejas. Y de paso previenes a quienes encuentres en el camino. Pero apúrale. Si le pasa algo a tu novia no me lo perdonaría mi madre.
Las previsiones y los avisos resultaron inútiles. Los marchistas se encontraron con decenas de caballos que parecían paridos por las bocacalles que hacían esquina con la 2 Norte, poco antes de llegar al zócalo. De entre las elegantes casonas que el tiempo convertiría en vecindades, aparecieron de la nada cincuenta jinetes blandiendo sus sables con la intención de golpear a los manifestantes. Una vez que los tuvieron al alcance, usaron el cachete de las espadas para aporrear a todo aquel que se les atravesaba. Los gritos y las mentadas de madre recorrieron las calles del centro. El dolor físico que infringieron los sables exacerbó el coraje de los agredidos. Varios de éstos se defendieron valiéndose de las teas: unos quemaron las monturas y otros el uniforme de los rurales. Fue entonces cuando los policías dieron vuelta a las espadas para usar su filo sobre las cabezas y cuerpos del pueblo alebrestado.
La celada contra los manifestantes que pedían el sufragio efectivo produjo varios muertos y decenas de heridos. Aunque ningún periódico dio cuenta del hecho, todo Puebla supo que el atrabiliario gobernador Mucio P. Martínez se lo había ordenado a Miguel Cabrera, el temido jefe de la policía, dos nombres que con sólo escucharlos causaban miedo, desazón.
[1] Frías Olvera, Manuel, Aquiles de México. Ed. Congreso del Estado de Puebla, 2010