El periodismo en Puebla ha avanzado. Sin embargo, aún queda algo del polvo de los viejos lodos (balsa de aceite) pero al “revés volteado”. Me refiero a los gacetilleros que viven y cobrar por lisonjear al político, dueño sexenal de su criterio; escribientes cuyas intensas columnas y sesudos artículos llevan la miel que endulza la vida del que paga para que no le peguen, comercio que atenta contra el “mejor oficio del mundo”...
¡Estamos en la madriguera de la corrupción! ¡Aquí es donde los políticos aprenden a joder al pueblo!
El autor de estas dos frases atrajo la atención de sus colegas periodistas que esperaban la conferencia de prensa prometida por el presidente del PRI poblano y, en algunos casos, la entrega del Chayo.
Como ocurría con el estridentismo que en Puebla representó el poeta Germán List Arzubide, el desentono traspasó los gruesos muros de aquella casona, otrora sede de una de las sinagogas del siglo XIX.
—Señor Olimán —dijo el ujier—: el presidente lo recibirá enseguida. Sígame por favor.
Diez minutos después de su arenga, apareció Sergio Olimán blandiendo un pequeño sobre de papel manila: —Ya ven cabrones —soltó a sus colegas—, hay que gritar para que se abra la caja fuerte donde se guarda nuestro dinero…
“Apagaremos al sol de un sombrerazo”
Eran los tiempos del gobierno de Alfredo Toxqui Fernández de Lara. El periodismo que entonces se ejercía en la entidad estaba controlado por los directores de El Heraldo y El Sol, ambos periódicos elaborados en Puebla. La información parecía teñida con el color beige del pequeño sobre de papel manila, estilo que daba sustento a la expresión de un colega: “Todo marcha sobre una balsa de aceite”. Y sí, el director de comunicación del gobierno del estado, los “chicos de la prensa”, los corresponsables y los reporteros encargados de las distintas fuentes del gobierno, eran parte medular de la tripulación de esa balsa de aceite.
Pasaron los años y siguió la mata dando pero con algunas excepciones. Fue durante el mandato de Guillermo Jiménez Morales cuando el periodismo empezó a encontrar cauces ajenos al control caciquil que ejercían los dos administradores de la información, uno de ellos periodista y el otro empresario. Este llamémosle cambio coincidió con la creación de la carrera de periodismo en la Universidad Popular Autónoma de Puebla (UPAEP) y también con el caos que en el grupo provocó la pérdida de la corresponsalía de Excélsior, por cierto asignada al que esto escribe, circunstancia que me convirtió en enemigo del cacicazgo periodístico que abarcaba las jefaturas de prensa del sector público local.
Llegó al gobierno Mariano Piña Olaya y las cosas siguieron igual después de que los periodistas tomaron el Palacio para protestar contra la posible cancelación del Chayo. Unos cuantos gritos y la puerta rota obligaron la intervención de Alberto Jiménez Morales, asesor en jefe del mandatario y, además, padre del director de Comunicación Social del gobierno piñaolayista. Se olvidó la instrucción de Mariano vertida para, dijo, acabar con ese tipo de dádivas que “invertiría en cualesquiera de los programas sociales de su administración”.
Para esos días ya formaban parte de los medios de comunicación de Puebla varios egresados de la carrera de periodismo. Mejoraron así las redacciones y empezó a perderse el control sobre los reporteros. Los directores ligados al gobierno respondieron cambiando a sus reporteros de fuente, reteniéndoles el salario o, incluso, dependiendo las presiones, cesando a los más perspicaces. Era lo común. Empero, hubo excepciones como la que enseguida comento valiéndome de mi memoria:
Platicaba con José Bolaños Gómez, entonces director de La Voz de Puebla, cuando cayó una llamada al teléfono de su oficina:
—Qué gusto don Alberto, dígame en qué puedo servirle —respondió mirándome con ojos cómplices. Conforme escuchaba a su interlocutor, la expresión del rostro de Pepe adquirió la seriedad que acompaña a la sorpresa, o quizá a la indignación. Colgó el auricular y me dijo molesto:
—Son chingaderas Alejandro, don Alberto quiere que censure a Rodolfo Ruíz... o que lo corra. Vaya problema. Si no lo hago a mí será a quien censuren. Y si lo hago yo mismo me doy en la madre.
No se realizó ninguno de los pronósticos vertidos a bote pronto por el director del vespertino. Ignoro lo que hizo para resolver su problema. Lo que sí sé es que Rodolfo no fue censurado. Vaya ni siquiera se enteró de aquella intentona del gobierno hasta que años después le comenté lo que usted acaba de leer.
Mientras eso ocurría en Puebla, en el centro neurálgico de México ya estaba avanzada la modernización del periodismo y los medios de comunicación. En su libro Información y comunicación[1], Eulalio Ferrer hizo interesantes acotaciones sobre lo que habría de ocurrir al inicio de la primera década del tercer milenio, un “futuro sembrado de asombros tecnológicos y vecindades humanas”. Entre otras cosas don Eulalio escribió:
…Seguramente una de las primeras cosas que hemos aprendido en el lenguaje de las palabras y sus constricciones es que aquello que no es explicable o comprensible no es comunicación. Como tampoco es comunicación la que confunde al emisor con el receptor o no precisa bien la identidad de cada uno en el todo. Vale agregar que la incomunicación es una de las formas rotundas de ruptura o de exilio…
En la Puebla de aquella época la incomunicación se manifestaba rústicamente ya que todo, como apunto arriba, marchaba sobre una balsa de aceite.
Concluyó el gobierno de Piña Olaya y apareció en escena el de Manuel Bartlett Díaz. Éste encontró en el estado un interesante muestrario de convenios o pactos de a bigote con “hojitas parroquiales”, como él definió a la llamada prensa chica. No obstante, Bartlett entendió (o su comunicador así se lo hizo ver) que ese tipo de pasquines podrían haberlo desprestigiado al difundir su controvertido pasado mediante la distribución personalizada; es decir, el viejo método equivalente a lo que hoy conocemos como redes sociales. El efecto multiplicador basado en la hablilla pues; la llamémosle “cultura” legada por los poblanos que usaron el chisme —el aquí entre nos— para evadir las represalias del poder político, como el ejercido por Maximino Ávila Camacho, por citar a uno de los paradigmas de la persecución a periodistas incómodos para los servidores públicos atrabiliarios y corruptos.
La presencia de Bartlett en el ámbito político poblano produjo una reacción interesante: parte del periodismo local decidió observar con sentido critico e incluso lúdico lo que ocurría fuera de la balsa de aceite, algunos motivados por el perfil del mandatario y otros con el propósito de obtener la nota de alcance nacional, información que podría romper la tradición que durante décadas mantuvo al periodismo navegando en las aguas calmas de la comodidad concertada. La nueva pléyade de periodistas ganaría con este cambio, digamos que natural u obligado por las características del gobernante.
Le tocó a Melquiades Morales Flores sentir en carne propia los efectos del despertar tardío del periodismo poblano. Su buena fe combinada con su inquietud por la información y datos sueltos que formaban parte del archivo de los periodistas, hizo que el gobernador se convirtiera en víctima de las entrevistas banqueteras. Con la técnica chacaleo los reporteros buscaban las ocho columnas del día siguiente. Podría decirse que una parte del periodismo poblano había despertado mientras que otra seguía padeciendo los efectos del letargo producto de las emanaciones tóxicas de la balsa de aceite. Como lo escribió Ferrer, los hechos ganaron la delantera a las palabras. Ahí está, por ejemplo, el caso Lydia Cacho, affaire que rebautizó a Mario Marín Torres como el “Góber Precioso”.
“¡Viva el Mole de Guajolote!”
El recuerdo del choque que tuvo el abuelo contra la prensa, debe haber producido en Rafael Moreno Valle la necesidad de “castigar” a los periodistas que no entendieron su calidad de un hombre “elegido para gobernar y trascender” (no encuentro otra explicación a su actitud refractaria). Y ocurrió la cerrazón oficial.
La mayor parte de los medios escritos sufrieron el menosprecio del gobierno, reacción que compartieron los columnistas críticos, sobre todo los otrora motivados por los convenios financieros y/o apapachos del poder.
Lo bueno del cambio ríspido que encabezó Rafael, es que la prensa escrita mejoró para por fin hacer naufragar la balsa de aceite.
Sin haber sido una de sus propuestas de gobierno, Rafael Moreno Valle Rosas incentivó en el gremio periodístico el ánimo de repeler todo tipo de presiones, en especial las diseñadas para frenar la libre y auténtica libertad de prensa. Dividió al gremio en dos fracciones: la del elogio a su persona (panegiristas sistémicos) y la que informa sin tamices negociados.
A pesar de la política de comunicación social del gobierno, la mentira y el maquillaje perdieron su fuerza como atenuantes de la información; se vigorizó la libertad de expresión para rescatar el respeto a la inteligencia de los ciudadanos.
Hoy, gracias a la chambona política de comunicación social, vivimos una nueva etapa en el periodismo poblano. La balsa de aceite naufragó entre las tormentas provocadas por la nube de la información: Twitter, Facebook y otras redes sociales en las cuales se manifiesta el criterio de millones de usuarios, opiniones generalmente sustentadas en la libre expresión.
El periodismo en Puebla ha avanzado. Sin embargo, aún queda algo del polvo de los viejos lodos (balsa de aceite) pero al “revés volteado”. Me refiero a los gacetilleros que viven y cobrar por lisonjear al político, dueño sexenal de su criterio; escribientes cuyas intensas columnas y sesudos artículos llevan la miel que endulza la vida del que paga para que no le peguen, comercio que atenta contra el “mejor oficio del mundo”.
Nota: Columna publicada en medios el 24 de agosto de 2016