—¿Te puedo invitar otra copa? —dijo...
El bar estaba lleno de gente escaneando códigos QR. Parecían turistas en un museo del desamor, moviendo el celular de un lado a otro, buscando a quién besar sin riesgo de ser devorados emocionalmente.
Julián, un tipo de cuarenta y tantos con el corazón parchado de citas fallidas, observaba desde la barra con su cerveza tibia. Nunca fue bueno para eso de las aplicaciones, pero aquella noche se había descargado LoveScan, la app que prometía revelar en segundos si el tipo que te sonreía era un romántico empedernido o un psicópata con tendencias homicidas.
—Venga, ¿qué podría salir mal? —se dijo, y activó la cámara.
El primer QR que escaneó le mostró un perfil que decía:
“Lucía. 35 años. Trastorno límite de la personalidad. Pasión intensa garantizada, pero riesgo elevado de escenas dramáticas en lugares públicos. Maneje con precaución.”
Julián recordó sus años veinte, cuando confundía gritos y lágrimas con amor verdadero. Pasó al siguiente.
“Andrés. 42 años. Narcisista encubierto. Capaz de escuchar tus problemas durante horas… siempre que logres interrumpir sus monólogos.”
Suspiró. ¿Acaso ya no existían personas normales?
Siguió escaneando hasta que apareció un perfil tentador:
“Elena. 38 años. Responsable afectiva. Resolutiva, empática y con sentido del humor. Experta en resolver conflictos sin bloquear el WhatsApp.”
Era como encontrar un trébol de cuatro hojas en un campo de hierba seca. Julián levantó la mirada y la vio: sentada junto a la ventana, con una copa de vino y una sonrisa tranquila, como si el mundo entero le pareciera un chiste bien contado.
Se acercó, nervioso.
—Hola… este… escaneé tu código —balbuceó.
—¿Y qué dice? —preguntó Elena, sin soltar la copa.
—Que eres perfecta.
Ella se rió. No de esas risas que explotan, sino de las que apenas se escapan, como un secreto bien guardado.
—¿Y tú? ¿Ya te escaneaste?
Julián sintió que algo se le atoraba en la garganta. No, no lo había hecho. Sacó su credencial y enfocó el QR con temor.
“Julián. 47 años. Cicatrices emocionales no tratadas. Tendencia a huir cuando se siente vulnerable. Buen corazón, pero propenso a sabotear su propia felicidad.”
Quiso apagar el teléfono, pero Elena ya había leído la pantalla.
—¿Y bien? —dijo ella.
—Bueno… no soy precisamente una ganga.
Elena sonrió otra vez, pero ahora más amplio.
—Nadie lo es —contestó, y señaló su propio código—. El mío omite que ronco, que tengo un hijo adolescente insoportable y que lloro cuando veo películas tontas.
Julián se rió. Por primera vez en mucho tiempo sintió que no tenía que fingir que todo estaba bien.
—¿Te puedo invitar otra copa? —dijo.
—Solo si me prometes que no vas a salir corriendo cuando me la acabe.
Y ahí se quedaron, dos códigos imperfectos aprendiendo que el amor no se trata de buscar garantías, sino de encontrar a alguien dispuesto a quedarse cuando las advertencias se vuelven realidad.