Hoy en día cuidamos más a nuestros caros y pequeños perros de raza fina que a nuestra pareja, y cada vez las tiendas de mascotas son más exclusivas, prefiriendo, como diría Diógenes, la convivencia con un canino por ser el mejor amigo del hombre...
Muchos de los amores de la Segunda Guerra Mundial se mantuvieron vivos por cartas, y por supuesto, si había algo importante que comunicarse, enviaban un telegrama, que bien traía o una gran noticia o la peor de todas. Pero había una emoción en esperar un mes la carta del ser amado, se pensaba qué se iba a escribir y sobre todo se esperaba con ansias el día en que se vieran. Nuestros abuelos seguramente tienen miles de historias de cuando se escribían, se veían sólo un rato y tenían que pedir miles de permisos o ninguno de ellos y aventurarse a un paseo diurno. Tal vez nuestros padres en épocas más modernas, se conocieron en un café o en los conciertos de hagamos la paz y no la guerra. Y así cada generación ha ido teniendo su peculiaridad. Pero esta nuestra generación, se ha topado con un sistema revolucionario y un tanto cuanto impersonal, el ordenador como dirían los españoles y los sitios de citas por internet que abundan en número. Es impresionante saber que somos tantos los que estamos solos y algunos tan desesperados por no estarlo.
Tal vez sea ahora y no en la guerra cuando más soledad abunda alrededor nuestro. La era de la competitividad, marcada por la resultante de la liberación femenina, en donde todos corremos, somos profesionistas, buscamos nuestra independencia y al final del largo día de trabajo, nos espera una casa sola, una cama sola, un plato y unos cubiertos, o tener cuarenta años y seguir viviendo con los padres en un esquema de incomodidad absoluta.
¿Será que el amor@ caduca? No lo creo porque sigue siendo nuestra preocupación, el tema de conversación con los amigos, pero un enigma para una generación de personas solas y terriblemente aterradas a compartir, compartir el espacio creado, los logros, el tiempo, el dinero; compartirlo todo, se ha vuelto una complicación. Olvidemos si sabemos o no llevar una casa, si hemos olvidado las labores del hogar, simplemente no deseamos compartir, puesto que por un lado se ha planteado tal esquema de competitividad, que nos ha alcanzado y rebasado, tanto así que la pareja ha quedado en este lugar sin poder librarse de ello. Se ha perdido la admiración por el otro y en lugar de ello, se busca el más mínimo error para ser resaltado con el marca textos del sarcasmo. Es un esquema en el que tal vez el único feliz sería Giuliani, sabiendo que en las parejas, su modelo de cero tolerancia ha funcionado con gran éxito.
Somos por un lado hipersensibles a la crítica y defendemos nuestros derechos como si se tratara de delicadas piezas de porcelana china carísima, de colección. Y por otro lado somos terriblemente voraces en el trato, comentarios y hasta en la forma de ver al otro y por supuesto en nuestras caras y gestos que invariablemente muestran un reproche o un signo de reprobación ante lo que el otro dice, como si se tratara de un concurso de inteligencia.
Hoy las relaciones de pareja se viven como juegos de ajedrez, en donde la prioridad es vencer al otro, no compartir con el otro. Las estrategias se despliegan para ver quién es el vencedor, olvidando que el juego de poderes es como el juego de manos, es cosa de villanos.
Hoy en día cuidamos más a nuestros caros y pequeños perros de raza fina que a nuestra pareja, y cada vez las tiendas de mascotas son más exclusivas, prefiriendo, como diría Diógenes, la convivencia con un canino por ser el mejor amigo del hombre.
Siendo esta nuestra realidad ¿qué necesitaríamos para cambiar? En primer lugar me parece que sobre todas las cosas, ser honestos y plantear si verdaderamente queremos una pareja, o deseamos encajar en el aún existente esquema social. En segundo lugar, asumir que si en verdad queremos una pareja, tendremos que estar dispuestos como lo ha sido por tanto tiempo, a ceder, a ser tolerantes, a mantener la armonía, a buscar al otro como un aliado, un amigo, un compañero. Como diría Benedetti, tendríamos que estar dispuestos a decir: “si te quiero es porque sos, mi amor, mi cómplice y todo y en la calle codo a codo somos mucho más que dos”, pero decirlo con el alma, desde el fondo. Estar dispuestos a que alguien siga el rastro de nuestra historia, que nos conozca tal vez más allá de lo que nosotros nos desconocemos, porque poco sabemos de nosotros mismos. Tendríamos que desnudarnos ante la realidad de que alguien más vea nuestra luz y nuestra obscuridad, que no podremos mantener todo el tiempo la máscara; es más, será alguien que nos vea en la peor de las circunstancias, que nos brinde con paciencia palmadas en la espalda en los días del síndrome premenstrual, que igual entienda nuestras locuras y calle cuando no haya nada que decir, pero que esté presente, siempre presente en las buenas y sobre todo en las malas.
Todo esto es un compromiso, que se escribe fácil, pero que es un arte en la práctica. Tendríamos que no tenerle miedo a pelearnos por nuestras diferencias, a saber discutir en una arena justa, a saber cómo reconciliarnos, como reírnos, como llorar juntos y sobre todo seguirnos amando a pesar del tiempo, las arrugas, los achaques, los cambios de ánimo y de parecer. Tal vez después de veinte años nos enteremos que odia nuestros guisos o algo que hemos hecho siempre y debamos tomarlo con una sonrisa, como el paso del tiempo.
Muy probablemente, esta tendencia a mantener la imagen y la juventud, nos hace negar la posibilidad de que alguien se dé cuenta que la gravedad hace lo suyo y que detrás de los súper sostenes, cremas, maquillaje, tacones y demás brebajes, somos simplemente seres humanos, tan frágiles, tan efímeros, infinitamente impermanentes y predecibles.
Tal vez y sólo tal vez nos da miedo saber que el otro nos puede encontrar tan ordinarios en la realidad, en donde no somos un título, una oficina, no mandamos a nadie, sino simplemente somos el ser humano que vive en la cotidianidad y que vive colocándose y quitándose las diversas máscaras y disfraces según la ocasión. Pero es que eso somos en realidad, y debe ser una maravilla que alguien nos ame así, sin tapujos, sin reparos, a corazón abierto y tal como somos.
Ojalá que no sean los miedos los que nos sigan deteniendo a vivir, porque no estamos hechos para estar solos; en definitiva, modernos o no, el amor nunca va a caducar, no cuando es la fuente de la vida y la felicidad.