Hay una cosa más terrible que la calumnia: La verdad.
Charles-Maurice Talleyrand Périgord
Reflexionaba sobre las auditorías que me envió el gobierno estatal para darme una lección: había escrito la primera de varias críticas a Jesús Hernández Torres, el factótum financiero y responsable de las relaciones públicas de Manuel Bartlett Díaz. Quería encontrar la forma de denunciar la represión contra los periodistas pero sin caer en el amarillismo. Y aunque no me causó sorpresa la represalia, sí estaba molesto e indignado porque, en mi caso, el fisco había sido utilizado como el aparato de tortura en manos de los burócratas ofendidos por la revelación de sus pecados.
En esas andaba cuando entró a mi despacho Raúl Gil, fotógrafo y artista poblano. Iba a recoger los originales de las fotografías que ilustraron algún libro.
Una vez cumplida la protocolaria entrega del material, iniciamos otra más de las amenas charlas que él propicia, pláticas casi siempre enriquecidas con sus anécdotas y aventuras profesionales.
—Acabo de regresar de Baja California —me dijo con el entusiasmo que suele reflejar su recio rostro enmarcado con una larga cabellera, entonces negra y abundante—. Fui a cazar ballenas. Es un espectáculo extraordinario…
— ¿Solo? —pregunté curioso esperando conocer el nombre de su nueva conquista femenina.
—Sí porque ese tipo de trabajo no acepta distracciones: además las ballenas son muy celosas —bromeó riéndose con desparpajo.
Mi expresión de duda le obligó a ser más comunicativo revelándome algunas referencias colaterales: se explayó para, sin quererlo, agravar mi molestia e incentivar el coraje que me había producido la venganza del poder Ejecutivo.
—Al llegar al Mar de Cortés me topé con Herminio Blanco, el secretario de Comercio —dijo disfrutando su confidencia—: nos caímos bien y me invitó a comer a San Diego; fuimos en el avión de su Secretaría, un learjet digno de cualquier jeque petrolero…
— ¿Él también fue a fotografiar las ballenas? —ironicé.
—No, como crees. El presidente Zedillo lo citó, supongo que para algún acuerdo…
— ¿Allá? —cuestioné.
—No en San Diego sino en Baja California. Zedillo llevó a sus hijos a conocer el lugar donde se aparean las ballenas…
Después de comentar las minucias del lujo que casualmente le tocó compartir, Raúl dejó entrever la molestia que le había provocado el aparato militar que arribó horas antes de que lo hiciera el jefe máximo de las fuerzas armadas. Su testimonio exacerbó mi coraje dado que imaginé el elevado costo del operativo y la compra de la lancha presidencial, todo ello a cargo del pueblo que siempre paga los platos rotos, cuota en la cual el fisco me estaba incluyendo.
—Me encontraba en el aeropuerto —dijo— cuando aterrizó el avión Hércules de la Fuerza Aérea Mexicana. Una vez aparcado, el aparato abrió la panza para empezar su trabajo de parto: salió una enorme lancha y otras dos un poco más pequeñas: eran parte de la flota y la logística para transportar y custodiar al presidente y a sus hijos. Minutos más tarde —agregó Raúl— llegó otro avión similar con infantes de marina. Le siguió un tercero con equipo motorizado. Parecía un gran operativo militar cuya misión era invadir la costa enemiga. Ocurrió durante las últimas horas de la tarde.
— ¿Tomaste fotos?
—Quise pero las miradas del Estado Mayor me lo impidieron. Al otro día —continuó Gil— se movilizó toda esa parafernalia militar para que Ernesto Zedillo y sus hijos pudieran acudir al santuario de las ballenas. El almirante o jefe encargado de la operación, demostró su eficacia ya que el presidente de México navegó solo y sin contratiempos hasta llegar justo al lado de una ballena. La importante misión culminó cuando el hijo mayor de Ernesto acarició la panza del enorme mamífero. Debieron aplaudir los marinos pero no lo hicieron porque, quizá, ninguno de sus jefes los había liberado de la disciplina que suele presentarlos como seres inexpresivos.
Los datos que vertió Gil me indujeron a hacer las cuentas del gran capitán y obtuve el siguiente resultado: el costo de la operación pudo haber ascendido a varias decenas de millones de pesos. Me guié por la costumbre de darle valor económico a los actos de gobierno, y concluí que la cantidad equivalía a la utilidad económica de unas cien mil auditorías como la que en ese momento me practicaban.
Ni modo —pensé— eso me saco por comentar en mi columna los asuntos de la “familia feliz”.
Había hecho referencia a un hecho entonces muy comprometedor para el beneficiario de Raúl Salinas, quien ya estaba en la cárcel.
La información que obtuve establecía que antes de llegar a Puebla como virtual candidato a la gubernatura, Manuel Bartlett había estado colaborando con Raúl en temas sobre desarrollo social; que eran vecinos de despacho pues. Mi fuente me dijo que los dos habían pactado que uno ayudaría al otro a ser gobernador. ¿A cambio de qué? Tal vez de cierta cobertura en Puebla, estado donde el llamado hermano incómodo tenía su rancho (Mendocinas) y otros intereses (La versión inicial que escuché fue en el sentido de que Jesús Hernández Torres, colaborador de Bartlett, era el vecino de Raúl Salinas).
Travesura casual
Se me ocurrió que debía confirmar la información de mi fuente. Así que decidí escribirla manejando el nombre de la primera referencia. Y en vez del nombre de Bartlett, tecleé el de Jesús Hernández Torres. De una u otra forma metería hebra para sacar listón.
Tal como lo esperaba, el “ofendido” reclamó al director del periódico pidiéndole mi cabeza y lo que él llamó una justa aclaración. Me buscaron como si yo hubiese provocado la guerra entre dos naciones, hasta que la tarde de ese día fui “invitado” a conversar a solas con el factótum del mandatario.
Acudí a la cita con datos que equivalían al as bajo la manga informativa, razón por la cual disfruté los reclamos airados de Jesús, cuya expresión hubiera envidiado el famoso y perverso Torquemada. Le respondí que si ése era su deseo haría la aclaración correspondiente: “Mañana diré que no eras tú el vecino y beneficiario del poder de Raúl Salinas, sino tu jefe Manuel Bartlett. ¿Estás de acuerdo?”
Su respuesta estuvo acompañada con un cambio de expresión facial que me sorprendió: la cara dura y agresiva con que inició su indignada perorata se convirtió en el más dulce de los rostros amigables. “Mejor así lo dejamos”, dijo valiéndose del tono de voz que usaría cualquier cura franciscano para pedir al creador el perdón de sus pecados. Sin haberse dado cuenta Jesús confirmó que era cierto lo que me habían confiado.
Antes, en el ínterin del “encuentro amistoso” que acabo de relatar, nos interrumpió un ayudante para decir a su jefe: “Aquí le dejo el sobre licenciado”. El mentado paquete o viejo truco parecía contener una buena cantidad de dinero.
Debo confesar al lector que la “travesura casual” empezó a fraguarse días antes cuando Chucho respondió con petulancia y menosprecio a mi pregunta relativa al tema: “¿Tú eres el dueño del periódico?” —dijo. Cuando le respondí que sólo era columnista agregó con un dejo de perdonavidas, fifí: “Pues entonces dile al propietario que él me llame y me pregunte lo que quiera publicar su medio”.
Con el sello del poder
Concluyó el encuentro de marras en términos más o menos cordiales. Empero, al despedirme y por aquello de las dudas tuve que aclarar: “A propósito Jesús: para que no haya un mal entendido… cuida bien el paquete que te trajo el guarura; no vaya a ser que digan que yo me lo llevé o que tú me lo diste.”
A dos o tres meses de aquella reunión cayeron en mi oficina varios auditores de la Secretaría de Finanzas del gobierno poblano. La orden les facultaba para revisar mi contabilidad, algo que había estado esperando precisamente por alterar el estado de ánimo del principal operador financiero del mandatario. De ahí que, a sabiendas de lo que podría pasar, instruí a mi contador para que no omitiera nada ni tergiversara los números de mi modesto estado financiero y prístina contabilidad. Lo que me sorprendió fue que a una auditoría le siguió otra y después una tercera “revisión de gabinete”, esta última ocurrida precisamente cuando Raúl Gil me visitó. Por ello, porque me encontró fiscalmente sensible, me ofendió el dispendio zedillista comentado, erogación del Estado mexicano propiciada, quizá, por la curiosidad de sus entonces pequeños hijos (¿o sería la de él?). Ya sabe usted: toda la parafernalia de las fuerzas armadas presta y dispuesta para que los herederos de Zedillo le acariciaran la panza o el lomo a una ballena gris…
“Nuestros impuestos están trabajando”, sugería la propaganda del gobierno de la República. Y en efecto, trabajan para que unos cuantos amasen fortunas insultantes, mientras que alrededor de cien millones de mexicanos viven con el Jesús en la boca por culpa de los corruptos, algunos de éstos con facultades que les permiten valerse del fisco para operar sus venganzas personales. Le acarician la panza al “monstruo” sin caer en cuenta que un día éste despertará para engullírselos.
Ojalá que ese fenómeno social ocurra ya, y pronto…