LA CONGESTIÓN DE LA CIUDAD Y EL ÉXODO DE LOS TRABAJADORES EN DERROTA
Aunque la nota dominante en el actual momento histórico de México parecen constituirla los problemas que convergen hacia la sucesión presidencial, hay otros fenómenos que se proyectan en la vida del país, reclamando la mayor atención y cuidado de los ciudadanos, y en particular de los que ejercen el poder público: son aquellos que se reflejan en la economía de la nación, la cual —es menester comprenderlo— van languideciendo hasta presentar caracteres de alarma.
Sin duda, este estado de decadencia en que se encuentran todos los elementos que concurren a la producción, la anemia de comercio y las angustias de los millares de hombres que no hallan plaza para sus actividades, es más impresionante para quien viene al país tras un lustro de ausencia, que para la masa común que ha presenciado casi insensiblemente la transformación lenta de las condiciones de la existencia, el derrumbe que se ha venido operando en nuestra armadura económica, de suyo feble e inconsistente.
Es perceptible a la simple vista, cómo la lucha por ganar el pan cotidiano se hace por días más intensa: no hay en las ciudades plazas bastantes para dar ocupación a los hombres, ni en el campo se encuentran las suficientes perspectivas para atraer a los braceros que huyeron de él. Así, mientras los ranchos, los villorios, las pequeñas poblaciones y aún algunas ciudades, se despueblan, la metrópoli se antoja como un gran campo de concentración de desesperados, y los puertos fronterizos son testigos del interminable desfile de nuestros trabajadores, que van como un ejército en derrota, a probar fortuna en tierra extraña.p
La congestión citadina
Es fenómeno corriente que, a medida que se robustece la economía de un país por el florecimiento de su industria, aflujen los hombres a las ciudades —que se levantan generalmente en torno de los centros fabriles— como atraídos por el imán de las máquinas echadas en movimiento. Entonces sí se explica y se comprende el afán del campesino y del aldeano por dejar su sitio natal en pos de una vida mejor.
Pero no es ese, lamentablemente, el caso de México. En México se verifica a diario la afluencia de los hombres a los grandes centros de población, sin que en éstos haya cuajado previamente una nueva estructura económica capaz de satisfacer la demanda de trabajo de los nuevos pobladores.
La concentración se ha operado paralelamente a la revolución, —como una consecuencia política de ésta— ora por la formación de los ejércitos, cuyas falanges se apretaron con la masa campesina, ora por la integración de una nueva burocracia que tomó su origen en provincia, ora, en fin, por la inquietud de vivir la vida citadina, que también despertó la trepidación revolucionaria.
El reajuste social y la melancolía de las comarcas rurales
Y cuando llega la hora de hacer un reajuste, volviendo en lo posible los núcleos de población al punto de donde partieron, resulta la empresa realmente excesiva para el esfuerzo común de los hombres: es fácil arrastrar a los individuos del campo a la villa, de la villa a la ciudad, de la ciudad a la metrópoli; pero es arduo y complejo realizar la obra en sentido inverso, sobre todo cuando al volver la mirada hacia las comarcas rurales, se contempla la vida precaria y triste de las campiñas, de las aldeas, y hasta de las villas donde se han cegado muchas fuentes de producción, donde se derrumban los muros de las casas —más por abandono que por efecto de la guerra— donde no alumbra otra luz que la de la naturaleza, ¡pues ni siquiera ilumina el fulgor de la esperanza!
Por esto es que los hombres que trasponen los linderos del pueblo nativo se empeñan en plantar su tienda en la ciudad o en la metrópoli. Y como en estas no hay centros de producción que proporcionen trabajo a tamaño exceso de población, se forman estas formidables olas humanas que a diario se lanzan al asalto de las trincheras del presupuesto gubernamental, deficientemente defendidas a causa de la carencia de una ley del servicio civil…
La atonía del comercio y de las fuentes de producción
Si la agricultura languidece porque no ha habido posibilidades de inyectar a los nuevos poseedores de la tierra con la savia de las necesarias refacciones con que puedan hacer que esplenda el nuevo orden social que está plasmando la era revolucionaria; si la industria, retenida por lo general en manos de hombres cuyo espíritu no evoluciona al compás de la época, se mantiene estacionaria, sin renovar sus métodos ni sus máquinas, ni sus sistemas de producción, el comercio también se encuentra en estado de abatimiento: lo aplasta la concurrencia inmoderada a que se entregan muchos hombres que, urgidos por la necesidad de vivir —y de vivir dentro de la ciudad— no encuentran más amparo que en la instalación de un mísero expendio donde buscar el sustento.
Lejos de censurar a quienes de tal manera obran, los admiro; pero en este momento el escritor no hace más que fijar una serie de fenómenos que prueban la decadencia en que se halla la economía nacional, como un aporte para quienes estén más capacitados para aplicar un remedio eficaz.
En tiempos de prosperidad, las fuerzas económicas tienden a su concentración; los grandes fabricantes abaten a los propietarios de pequeños talleres, y se cimentan las fuertes casas comerciales que desplazan al comerciante en pequeño, empujándolo a los rincones de la ciudad. Pero en la hora actual nuestra metrópoli ofrece, justamente, el espectáculo contrario: el pequeño comerciante, tras de haberse asentado por toda la ancha faz de la ciudad, se desborda sobre las mismas calles, hasta en el centro citadino, formando conjuntos abigarrados y pintorescos, mientras se advierte que se desploma lentamente aquel vetusto engranaje de potentes casas comerciales que desde niños estábamos acostumbrados a contemplar.
¡Terribles fenómenos, éstos que se plantean en su fatalismo la economía!
No habremos de inquietarnos por ellos, sin embargo, si sabemos consolidar los elementos que quedan del viejo organismo, y si logramos impulsar y dar cohesión a los nuevos elementos que se abren paso urgidos por la necesidad.
La caravana en derrota
Entre tanto la ciudad nos ofrece este espectáculo de angustia que le va haciendo perder la jocunda alegría que ayer le era característica, la prensa nos informa que la situación de nuestros obreros emigrantes se hace por momentos dramática, dado el excesivo rigor con que las autoridades norteamericanas aplican sus leyes a efecto de contener el alud de braceros mexicanos que se internan a Estados Unidos ilusionados por promesas que resultan fementidas las más de las veces.
Así, pues, no ya por lo que significa para la vitalidad de la nación no perder tantas energías como son las que se desplazan del territorio nacional para fecundar tierras extrañas, sino por un sentimiento de solidaridad hacia esa parte de nuestro pueblo, por razones elementales de ética, que no deben apartarse jamás de la política de un país, es menester que la nación, y en particular su gobierno, dediquen su mayor celo y sus más empeñosos afanes a la resolución del grave problema de la decadencia de nuestra economía.
En pro de un plan coordinado
No he trazado este cuadro, de un realismo doloroso, a impulso de un sentimiento pesimista. Al contrario, es condición de quien pretende tener alma fuerte, conocer la verdad del momento en que vive, para vencer los obstáculos que se opongan a su paso o para barrer los cardos del camino, en bien de la generación que marcha a nuestra zaga, anhelante de una era menos atormentada.
Los problemas económicos de nuestros días han llegado a un extremo tal, que no admiten aplazamiento: es menester abordarlos, y abordarlos prontamente. No importa que el ejercicio del gobierno esté confiado a un presidente interino: sus atributos y sus responsabilidades capacitan a este alto mandatario para acometer empresas de la magnitud y trascendencia que supone el encauzamiento de la economía nacional, así por la confianza pública que ha sabido captarse, como porque no es posible un paréntesis ni fijar un compás de espera, en el decurso de la vida colectiva, y menos aún cuando se enfocan problemas de urgente resolución.
Y la reconstrucción de la economía nacional reclama, desde luego, una acción de conjunto ordenada por un vasto plan que comprenda todos los aspectos del problema, con vista de resultados mediatos e inmediatos. No basta que un departamento del Estado se proponga abrir carreteras para dar trabajo a algunos millares de hombres, ni que con otra dependencia trate de emprender otras obras. Esto será, de fijo, un lenitivo que se aplique para calmar los rigores del mal; pero el mal mismo sólo se extirpa por medio de un esfuerzo general y coordinado, que se realice con método, trazándose previamente el sendero por donde ha de irse y la meta a donde se va.
El inversionismo, su utilidad y contenido
Ahora bien, si la causa determinante de la decadencia de nuestra economía es el éxodo de los pobladores de las comarcas rurales, parece que es lo esencial proveer lo necesario a fin de que se opere el fenómeno inverso; pero para ello es menester poner en explotación las fuentes de riqueza del país y darle amenidad a la vida, hoy melancólica, de nuestras campiñas.
Poner en explotación las fuentes de riqueza del país, no implica, naturalmente —y me apresuro a señalarlo— reincidir en el error de entregarlas sin la menor precaución al capital extranjero. El inversionismo es útil y aún necesario en un país que no forja aún su economía propia; pero es fatal si no se levantan los diques de contención que resguarden el interés superior, sustantivo, de la nacionalidad, lo mismo en el orden político que en su aspecto económico.
De un país empobrecido, pero autónomo en su vida política y económica, a un país dominado por la finanza exterior, no hay lugar más que a conformarse con lo primero.
Lo interesante, entonces, es eliminar ambas posiciones, para que no se establezca el dilema.
A ello debe entender el estudio de los hombres a quienes corresponda formular el plan coordinado que haga reconstruir la economía nacional.
Diario de Yucatán, número 1351, 9 de febrero de 1929.
Froylán C Manjarrez