La soberbia nunca baja de donde sube,
porque siempre cae de donde subió.
Francisco de Quevedo
Rafael Moreno Valle
Conocí al general y doctor en el Hospital Mocel. Lo vi entrar al elevador custodiado por dos ayudantes. Su semblante reflejaba el mal que —años más tarde me lo confió el doctor Gonzalo Bautista O’Farril— se derivó de una alergia a los caballos. Tenía pocos días de haber abandonado el gobierno del estado de Puebla.
Lo volví a ver un lustro después. El encuentro ocurrió durante una consulta familiar. Su actitud y amabilidad lo mostraban como cualquier médico preocupado por su paciente. Entre otras cosas platicamos de su relación profesional con María Izaguirre, esposa de Adolfo Ruiz Cortines (corrió la versión de que ella lo había recomendado con su marido para que lo nombrara candidato a senador, lo cual ocurrió en 1952). Salió a colación la amistad entre don Adolfo y Froylán C. Manjarrez, el periodista y constituyente que ayudó a Ruiz Cortines en alguno de sus trabajos. También hablamos de Héctor Manjarrez, su colega doctor y maestro en la escuela médico militar, uno de los dos médicos cuya participación revolucionaria les permitió obtener el grado de general de división. Otro de los temas fue Luis C. Manjarrez, su compañero en el Senado de la República. Cuando quise hablar de su gubernatura simplemente eludió el tema. Pasado el tiempo, aquella su actitud me confirmó que el general y doctor Moreno Valle, no tenía un buen recuerdo de la etapa en que fue gobernador.
Y cómo habría de tenerlo si a semanas de haber tomado posesión, el 15 de febrero de 1969, ocurrió la matanza de campesinos en el pueblo de Huehuetlán El Chico, allá en la mixteca poblana, historia de la que el periodista Manuel Sánchez Pontón fue redactor, reportero y de paso protagonista. Pensar en ello debe haberlo molestado, el hecho primero y después las repercusiones en la prensa, publicaciones que enturbiaron su vida pública e incluso la privada. Esto debido a la información ininterrumpida que publicó Manuel Sánchez Pontón, testimonios que seguramente operaron como el taladro que perfora algún hueso sin anestesia de por medio.
Resumo pues lo que sus experiencias personales grabaron en la mente de Sánchez Pontón, datos que por repetidos y publicados pasaron a ser la única referencia que refleja los hechos ocurridos durante el mandato del general y doctor:
Los habitantes de ese lugar impidieron que tomara posesión Luis Sánchez. La reacción de los pobladores molestó al gobierno y de alguna manera afectó al general Eusebio González Saldaña, jefe de la 25 zona militar. De ahí que éste y el inspector general de policía, coronel Joaquín Vázquez Huerta, decidieran usar la fuerza bruta amparándose en las instrucciones del gobernador relativas a “resolver el problema”. El resultado: 18 muertos.
Un año después, el 30 de enero de 1970, ocurrió una nueva masacre en la población de Monte de Chila, en la sierra norte de Puebla. Hubo problemas por la tenencia de la tierra y se produjo el enfrentamiento encabezado por los ganaderos, acción en la que murieron cuatro decenas de campesinos.
La gota que derramó el vaso fue la agresión contra el periodista Manuel Sánchez Pontón, director del diario La Opinión. Éste había informado sobre los hechos en su diario y en el periódico Excélsior, del que era corresponsal. Manolete, como se le conocía en el medio, tuvo oportunidad de reportear el crimen debido a que uno de los agentes de la Dirección Federal de Seguridad lo introdujo en el lugar de los hechos escondiéndolo en el asiento trasero de su auto, debajo de algunas cobijas. Fue el único reportero que vio lo que el gobierno federal decidió que se conociera y publicara.
Debido a la intensa difusión periodística de esas tragedias que en Echeverría y colaboradores produjeron caras largas y gestos duros (o por aquello de las venganzas políticas, tal vez de alegría), el 8 de septiembre de 1970 Sánchez Pontón fue agredido al salir de su domicilio. Cuenta el periodista que diez policías intentaron matarlo; que eran agentes de la corporación comandada por Vázquez Huerta; que lo golpearon con macanas de fierro hasta que quedó sin sentido; que al suponerlo muerto, los agresores se retiraron del lugar. Pero Manolete sobrevivió para una vez dado de alta emprender la intensa campaña nacional en contra de Moreno Valle, misma que realizó ante las autoridades, el presidente de México Luis Echeverría y en varios de los congresos nacionales e internacionales de prensa a los que fue para hablar de su caso y denunciar al gobernador Moreno Valle. Lo señaló como autor intelectual de la salvaje agresión que por poco lo manda al otro mundo.
Tiempo después de aquellos tragos amargos, el General dejó el cargo para el que había sido electo: en los tres años que duró al frente del gobierno se alejó de los grupos sociales que habían iniciado su proceso de fortalecimiento en el que la prensa tuvo un papel fundamental.
El hueco dejado por Moreno Valle no fue fácil de llenar. Bautista O’Farril fracasó como sucesor y, finalmente, Carlos I. Betancourt concluyó el sexenio. Como ya lo leyó los estilos de gobierno de Alfredo Toxqui y Guillermo Jiménez Morales, ahora me ubico en el régimen de Mariano Piña Olaya.
“Mi causa es Puebla”
Para el abogado Piña, Puebla representaba el espacio de México que no quería recordar. Sus padres huyeron del estado, prácticamente corridos por las penurias económicas y la falta de oportunidades. Mariano jamás olvidó que él, sus hermanos y padres tuvieron que emigrar en busca de mejores oportunidades, periplo que en principio los condujo a una de las vecindades de la zona de Peralvillo, allá en el Distrito Federal.
Tres o cuatro décadas más tarde Piña regresó a Puebla. Lo hizo porque tuvo que cobrar sus honorarios en especie: un pequeño rancho en las inmediaciones de San Martín Texmelucan. El ya exitoso abogado se trasladó al estado para recibir y conocer su nueva propiedad. Lo acompañó su entonces esposa que estaba en estado de preñez. Los dolores de parto aparecieron justo cuando se desató la tormenta. El matrimonio ya no pudo regresar al Distrito Federal porque el río crecido acabó con el vado, única salida hacia la “civilización”. Pidió ayuda y llamaron a la comadrona del lugar para que se hiciera cargo del alumbramiento. Y así, entre el vendaval y los rayos que cimbraron la tierra, nació el segundo hijo varón del matrimonio Piña-Quevedo.
Esta vivencia indujo a Mariano a borrar de su agenda cualquier dato sobre Puebla. Primero la huida de la pobreza y después las condiciones del alumbramiento que parecía parte de una película de terror. Sin embargo, como alguna vez él me lo dijo, la paradoja, la venganza o compensación del destino —depende la opinión del lector—, le obligó a regresar, primero como diputado y después en calidad de gobernador. En esos azares, sin imaginarlo, intervino Guillermo Jiménez Morales cuando lo designó representante del gobierno poblano en la ciudad de México. Lo hizo porque, supongo, Mariano era uno de los amigos cercanos de Miguel de la Madrid, en esos días secretario de Programación y Presupuesto.
El resto de esta historia gira en torno a esa amistad, precisamente:
De la Madrid decidió que fuera diputado federal (Mariano quería ser senador) anticipándole que vendrían mejores tiempos para lo cual tendría que trabajar intensamente. Además de revisar las leyes y decretos que el Presidente habría de publicar, su labor más destacada en el Congreso de la Unión fue la intervención y dirección del proceso que desaforó al senador Jorge Díaz Serrano, enemigo personal de Miguel de la Madrid. Con este “mérito” afianzó la candidatura al gobierno de Puebla.
Sobre ello escribí el 11 de febrero de 2009 (periódico Síntesis):
Mariano Piña Olaya escuchó del presidente De la Madrid las palabras mayores. Éste le debía a Mariano quién sabe qué tantos favores desde que ambos fueron compañeros de banca en la unam. Miguel pertenecía al grupo de "Los polveados" y Piña se movía en las facciones estudiantiles que suelen formarse. Su estilo y carácter respondón le permitió convertirse en protector de Miguel de la Madrid, víctima de ataques propiciados por su ostensible delicadeza que combinaba perfecto con su encanto personal, actitudes que molestaban en demasía a los representantes de la raza de bronce.
Bueno el caso es que Mariano le dijo al entonces candidato Miguel, que le gustaría ser senador de la República. "No seas flojo —le respondió De la Madrid—, tienes que trabajar. Mejor te hago diputado y después… después pues ya veremos”.
Así ocurrió y el "negro" le puso la banda a su cuate. Una vez en el poder, el Presidente le encargó a Manuel Bartlett que cuidara y protegiera a su amigo Mariano. Tal vez hasta le anticipó que lo convertiría en gobernador de Puebla, la entidad que Piña escogió porque, lo digo arriba, uno de sus hijos nació cerca de San Martín Texmelucan y —como lo apunta la versión oficial— debido a que sus padres habían vivido y trabajado en Champusco. Valiéndose de ese apoyo, Mariano se pasó por el arco del triunfo los comentarios en su contra, incluidos los que giraban en tono a su desarraigo.
Piña Olaya fue sin duda un político singular. Hizo lo que alguna vez recomendó José López Portillo a sus colaboradores: “nunca pierdan el sentido del humor”. Siguió el consejo y, por su forma de ver la vida privada y pública, se ganó la animadversión de los poblanos, digamos que ortodoxos. Éstos lo vieron y escucharon asombrados e incluso hasta molestos.
En alguna de las invitaciones a cenar a la casa de un importante empresario, Piña Olaya se excedió en la chacota que acostumbraba cuando conoció a la esposa del anfitrión: Mariano soltó varios piropos; la señora se puso nerviosa y el gobernador divertido y puede ser que hasta lujurioso remató sus lisonjas con una pregunta cuyo sentido zumbón no fue captado por el esposo: “¿Cómo es que te casaste con Fulano si tú eres muy hermosa y él bastante feo?” El anfitrión se aguantó pero guardó el resabio.
Como a Piña nunca le interesó el modo de ser de los poblanos, varias veces puso en aprietos a sus acompañantes, incluida su esposa. Le resultaba divertido el acartonamiento y barroquismo de los poblanos. Bromeaba y parecía estar vengándose de los fantasmas que le recordaban los días del ayuno obligado por la pobreza familiar. Al mismo tiempo se regodeaba debido a la “información privilegiada” que tuvo, sobre todo de los ricos de Puebla a quienes catalogó como expertos en hacer negocios de saliva. A eso atribuyo que rompiera protocolos con la intención de poner en aprietos a quienes en su fuero interno aborrecía: una sonada de nariz estruendosa —de cantina— o el uso de las manos en vez de los cubiertos de oro y plata que mostraban la riqueza familiar, pudieron haber sido la manifestación de las amarguras propiciadas por el mal recuerdo que cual huellas en el cemento fresco quedaron grabadas en su cerebro.
Dejo al margen los efectos de las marcas infantiles en el sistema neuromodulador, especialidad exclusiva de psiquiatras y psicólogos, y tomo de Puebla, el rostro olvidado la anécdota ocurrida en una cena, momento que pinta de cuerpo entero al ex gobernador:
…En esa ocasión, el desaire de los invitados hacia el gobernador y su esposa avergonzó a los anfitriones, sobre todo al final del ágape. En la despedida se llevó a cabo un penoso diálogo entre Piña Olaya y la aguerrida esposa de uno de los asistentes. Antes de retirarse, el gobernador acudió a la mesa donde se encontraban aislados por su propia iniciativa la mayoría de los comensales. Cuando se dirigió a la dama en cuestión (Blanca Bretón de Ponce de León) le dijo más o menos lo siguiente:
—Usted y yo nos conocemos desde hace largo rato.
—Pues qué raro —contestó la señora— porque para mí usted es un perfecto desconocido.
—Yo la conozco —insistió Piña Olaya molesto por la actitud de la dama—: tengo fotografías en las que usted está despanzurrando ánforas.
—Yo nunca he despanzurrado las ánforas que usted mandó preñadas —reviró indignada la mujer—. Si dice que tiene fotos, muéstrelas o quedará como un gobernador mentiroso.
La insistencia de Piña en romper las tradiciones sociales y dar un toque de chunga a sus relaciones personales, dio origen a este tipo de agresiones y otras aparecidas en la prensa nacional y local. Una de ellas, sin duda, impresionó al sector patronal de Puebla en aquella primera cena en casa de los Hess. Su desenfado y —permítaseme la expresión— valemadrismo, atentó contra el carácter y la forma de ser de la churrigueresca sociedad poblana.
Piña dejó en claro que lo único interesante para él fue el disfrute del cargo de gobernador. De ahí que delegara las obligaciones del gobierno en Alberto Jiménez Morales y con ellas el “molesto” trato con los grupos políticos y burocráticos, con todo lo bueno y malo que esto implica. Lo único que no cedió fue la administración de las finanzas públicas porque, como buen abogado, conocía el riesgo que implicaba la responsabilidad de vigilar y autorizar la aplicación de los recursos públicos, los más importantes etiquetados por la Federación.
Su esposa Patricia no cantó mal las rancheras. También se divirtió pero con las damas de la sociedad angelopolitana. Esta es una de sus anécdotas:
Pata, como la llamaba en público Mariano, había sido directora de la Cárcel de Mujeres ubicada en Santa Martha Acatitla, delegación Iztapalapa del Distrito Federal. En una de esas reuniones tensas para Patricia dado que su estilo laxo contrastaba con la forma de ser de las señoras del jet set poblano (barroquismo social, insisto), la entonces primera dama del estado jugaba con la semántica para hacer referencia a su conocimiento de las mujeres encarceladas, víctimas unas y victimarias otras. Su tema preferido fue el caso de Linda, la viuda de Carlos Denegri, asesinado por su esposa porque —según el dicho de ésta— estaba desesperada y harta de tanta ofensa y el mal trato al que durante años la sometió: “Cuando estuve en la cárcel…” era el proemio preferido de la hoy doctora Patricia Kurczyn Villalobos, mismo que dejaba inconcluso para poder disfrutar de las caras de sorpresa de sus anfitrionas. Después de una larga pausa aclaraba la razón de esa estadía y platicaba lo que vio y escuchó en aquel penal. El homicidio perpetrado por Linda, uno de esos casos, quizá su preferido en razón a la historia de aquel periodista.
Para beneficio de Linda, gran parte de la sociedad justificó el crimen. La fama pública del autor de la columna Miscelánea (Excélsior) fue la causa de semejante consenso. Denegri fue “el mejor y más vil de los reporteros”, según dijo Julio Scherer en uno de sus libros. Era la envidia de los periodistas de la época, escribió Monsiváis en alguno de sus extraordinarios ensayos. Fue un pésimo ser humano que hasta en su muerte se llevó las ocho columnas, coincidieron las notas de la prensa de los años 70.
Dato curioso: la vida de Denegri motivó a Salvador Novo a escribir una obra de teatro premonitoria: Ocho columnas (1950). En ella el protagonista principal es el periodista más corrupto e influyente de México, el mismo que años después se convertiría en tema de tertulias como las animadas con las anécdotas de Patricia. Puede ser que Novo se haya inspirado en el método que popularizó Orson Wells para criticar el poder periodístico de William Randolph Hearst, pero en vez de cine teatro. La paradoja de esta historia es que Novo también usó su endemoniado ingenio para ofender a quienes quiso, individuos que en su mayoría lo cortejaron esperanzados en evitar otra de sus sarcásticas y demoledoras menciones. Presumió e incluso ofendió con su homosexualidad, género que él mismo definió como “mariconería”. Concluyo esta cápsula con uno de sus sonetos de sorda estridencia cuya prosa pudo haber roto la armonía de las “buenas conciencias”:
Nos volvemos a ver. Año tras año
soñé con encontrarte en mi camino.
¡Sol de mis ojos, luz de mi destino!
¿No quisieras, mi bien, tomar un baño?
Nos encontramos uno al otro extraño:
Gordo tú, flaco yo — ¡mundo mezquino!
Y me complace ver — ¡oh, desatino!
que hay cosas que no cambian de tamaño.
Te quiero como antaño te quería:
con pasión, con dolor, con amargura,
cual si este siglo hubiese sido un día.
Quiero corresponder a tu ternura:
Levanta tu barriga, vida mía,
que me voy a quitar —la dentadura.
Para resumir el mandato de este gobernador, diré que el bien vibre fue su sello sexenal.
Manuel Bartlett Díaz
Es poblano por dos razones. Una de ellas: la ubicación laboral de su padre que había sido nombrado juez de Distrito en Puebla, después de haber sido diputado local de Tabasco y antes de llegar a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La segunda: porque el propio Manuel Bartlett decidió no reclamar el ius sanguinis tabasqueño, o el veracruzano de su madre, sobrina nieta de Salvador Díaz Mirón.
Hete aquí pues las cartas de recomendación que traía consigo cuando llegó a tratar de conquistar a los poblanos:
Nació en la ciudad de Puebla el 23 de febrero de 1936.
Veintitrés años antes, en 1913, su padre, Manuel Bartlett Bautista, fue perseguido por protestar contra el gobierno del usurpador Victoriano Huerta. Ya sabe usted: con el apoyo de Henry Lane Wilson, embajador de Estados Unidos, el chacal (como lo llamaron) asesinó a Francisco I. Madero y a José María Pino Suárez. Por manifestar su repudio contra Victoriano, Bartlett padre se ganó el destierro.
Ya como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el abogado tabasqueño alcanzó la fama pública gracias al fallo que determinó en contra de las empresas petroleras que se ampararon contra la expropiación decretada por el presidente Lázaro Cárdenas (1938).
La madre de Bartlett Díaz fue Isabel Díaz González de Castilla, hermana de los integrantes del dueto Hermanos Castilla y sobrina nieta de Salvador Díaz Mirón.
Con esos antecedentes escritos a vuelapluma resulta fácil entender parte de las actitudes del ex secretario de Gobernación; por ejemplo: su defensa a ultranza de la propiedad del petróleo mexicano y también su talante frontal contra lo que considera injusto. En este último caso podría parecerse a su bisabuelo, el poeta Díaz Mirón, quien nunca toleró la ofensa ni los atentados contra su intelecto. El vate fue famoso por los duelos a muerte que protagonizó para lavar el honor (ahora se llaman demandas por daño moral, incruentas por ventura).
El ex gobernador poblano obtuvo su título de abogado en la UNAM (1954-1959). Después realizó cursos de postgrado en la ciudad de París, Francia (1959-1961). Fue becado por el Gobierno francés para continuar sus estudios en la Universidad de Estramburgo, Francia (1963 y 1964). El Colegio Británico le dio una beca para estudiar ciencias políticas en la Universidad Victoria de Manchester, Inglaterra (1968-1969). También se preparó en las ramas del derecho y política en diversos centros educativos de Europa y Estados Unidos. Concluyó su doctorado en Ciencias Políticas, empero, nunca presentó su tesis doctoral.
Menciono lo anterior porque hasta la fecha de la publicación de este libro, Bartlett Díaz ostentaba el mejor perfil académico y político de los últimos veinte gobernantes del estado de Puebla. Y lo ostentará hasta que los poblanos elijan a un gobernador que resulte una “chucha cuerera” en los asuntos culturales, políticos, científicos y literarios, no nada más en los electoreros.
Una vez ubicado en la administración pública, Manuel Bartlett Díaz fungió como asesor de la Dirección de Estudios Hacendarios (1962-1964) cuando el titular era Miguel de la Madrid Hurtado. Después se integró al equipo de Luis Echeverría Álvarez como secretario auxiliar del Secretario de Gobernación (1969-1970). Cuando Echeverría deja la dependencia para iniciar su campaña política, Mario Moya nombra a Bartlett subdirector General de Gobierno de la propia Secretaría (1970). Fue asimismo secretario técnico de la Comisión Federal Electoral. Al convertirse en secretario de Gobernación, Moya Palencia lo designa director general de Gobierno, bajo las órdenes de Fernando Gutiérrez Barrios, precisamente, el personaje de la política mexicana que más tarde se convertiría en su enemigo personal.
También fue director en jefe de Asuntos Políticos Bilaterales de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1977-1979); entonces el titular del ramo era Santiago Roel. Manuel tuvo que apechugar que su jefe se opusiera al populismo y a las camarillas de izquierda que empezaban a circular por la administración pública. Por ello ambos tuvieron que dejar la Secretaría.
Poco tiempo después se integró como operador y asesor político en el equipo del secretario de Programación y Presupuesto, Miguel de la Madrid Hurtado (1979-1981). Cuando éste es designado candidato presidencial, Bartlett se convierte en el coordinador general de la campaña presidencial y también secretario general del CEN del PRI.
De 1982 hasta 1988 se desempeñó como secretario de Gobernación.
De 1988 a 1992 fungió como Secretario de Educación Pública. Dejó la Secretaría a Ernesto Zedillo y se puso a trabajar la candidatura para gobernar el estado de Puebla, posición que logró una vez que fue designado delegado especial del Gobierno Federal de Pronasol en Puebla, puesto que le sirvió para acercarse a los poblanos.
Esas son las digamos que credenciales del ex gobernador. Ahora resumo los datos negros que también superan a los historiales con los que arribaron al poder los gobernadores que le antecedieron[1]:
En 1990 la DEA lo inculpó en el caso de su agente Enrique Camarena, mencionándolo en la misma lista donde aparecieron el ex procurador Enrique Álvarez del Castillo y el general Juan Arévalo Gardoqui.
(En el subtítulo Off the record comento la versión que me dijo Manuel Bartlett para explicar este gran escándalo político-policiaco)
Según algunos analistas, la publicación de esta información fue promovida por Carlos Salinas de Gortari a través de una filtración que realizó la dea, organismo al que Bartlett demandó ganándole un juicio civil para enseguida entablar uno penal contra el ex director de la Agencia de marras. Sin referirse al hecho, Carlos Salinas desmintió esta versión en su libro Un paso difícil a la modernidad, obra en la cual publica los pormenores del affaire diplomático entre su gobierno y el de Estados Unidos.
Un testimonio certificado por la Notaría Pública del condado de Los Ángeles, mismo que se utilizó para reabrir el caso Camarena ante el Gran Jurado de California en 1998, reveló que el grupo especial de agentes de la DEA encargado de la Operación Leyenda, decidió destruir al entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz, porque éste tenía mucha influencia política en México. Su interés: evitar que llegara a la Presidencia.
En octubre del 2013 la prensa estadounidense publicó que la CIA había planeado y mandado ejecutar el crimen de Kiki Camarena, agente de la dirección Federal Antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés). Se dijo que la agencia quiso cubrir las huellas de sus acciones contra la guerrilla centroamericana, actos financiados con dinero del narcotráfico.
En su declaración notarial número 1075901, Héctor Manuel Cervantes Santos, testigo estrella del juicio que se desarrolló en Los Ángeles (agosto de 1991 a septiembre de 1992) para identificar a los culpables del asesinato de Enrique Camarena, narra el cómo fue preparado por la dea para involucrar a Bartlett Díaz y al secretario de la Defensa, Juan Arévalo Gardoqui. Los señaló como narcotraficantes y por ser parte de la conspiración criminal, declaración que dio a la justicia estadounidense los elementos claves para poder detenerlos y enjuiciarlos. Cervantes Santos, ex policía y guardaespaldas del narcotraficante Javier Barba Hernández, relató la presión usada por los agentes de la dea Antonio Gárate y Héctor Berréllez, así como el fiscal Manuel Medrano. En 1995 Berréllez confirmó a su testigo que recibiría un total de 200 mil dólares, pero en dos pagos, más seis mil dólares mensuales como pensión. Y en efecto, en septiembre de 1995, David Devore de la dea entregó a Cervantes antes un cheque por 100 mil dólares; empero, nunca completaron la suma de los 200 mil ofrecidos y eso fue lo que convenció al testigo estrella de la dea para “desenmascarar a sus antiguos patrones”.
En el proceso de selección de candidato a la Presidencia de la República, Manuel Bartlett logró apoyos importantes al interior de la clase política. Para captar recursos del Grupo Atlacomulco recibió el apoyo de Gustavo Baz; también logró el soporte incondicional de Rodolfo González Guevara, promotor de la Corriente Democrática que se convirtió en la mayor escisión priista y más tarde en la base del Frente Democrático Nacional.
Su proyecto político:
Durante la contienda que en 1987 se llevó a cabo para seleccionar candidato presidencial, Manuel Bartlett dijo que él era la mejor opción. Más tarde se inclinó por la crítica abierta hacia la política neoliberal seguida desde la administración de Salinas. Basó sus señalamientos en la defensa de los conceptos básicos del pri (Nacionalismo Revolucionario). Señaló que en las raíces de ese partido se encontraba su fortaleza. El sentido de libertad, más su inteligencia, lo indujeron a convertirse en un crítico brutal de la derecha conservadora que, dijo, se había incrustado en las entrañas del pan.
Como ya lo mencioné, Manuel Bartlett llegó a Puebla con la idea de proyectarse —por segunda vez— para ser el candidato a la presidencia de México, oportunidad que De la Madrid le había negado debido a que Carlos Salinas de Gortari (a través de su cómplice Emilio Gamboa Patrón, secretario y confidente presidencial) le lavó el cerebro con la intención de ponerlo en contra del titular de la Secretaría de Gobernación.
Cosas de la vida: lustros después, ambos, Emilio y Manuel, se encontraron en el Senado de la República, el primero como coordinador de los patricios priistas, y el segundo encabezando la fracción parlamentaria del PT.
La fama que le fabricaron combinada con su “mano dura” e intransigencia ideológica, le obligaron a cambiar de actitud. Tenía que conquistar a quienes habría de gobernar. Necesitaba que los poblanos lo vieran como el hombre que recuperaría la grandeza de Puebla. Por ello se rodeó de asesores de primer nivel (no así de funcionarios) y adoptó una actitud bonachona y amable. (Le resultó bien la fama de “mano dura” que le endilgaron sus enemigos personales. Esto porque De la Madrid se fijó en él cuando los líderes empresariales le dijeron que la Secretaría de Gobernación necesitaba un hombre de mano dura, precisamente). Con esa referencia le fue fácil meter orden entre la clase política poblana y aislar, por mencionar a un grupo, a quienes habían auspiciado la circulación clandestina del “expediente negro” que contenía y tergiversó datos como los que mencioné en párrafos anteriores.
¿Quiénes fueron ésos los enemigos malévolos de Bartlett?
Sin duda él los identificó para, supongo, decretarles la muerte civil y aislarlos de la política poblana e incluso de posiciones burocráticas modestas.
Lo curioso de este político que ha ocupado los cargos públicos más importantes —excepto el de presidente de México, obvio—, es que concluirá su gestión pública con la fama de haber sido uno de los pocos mexicanos cuyo archivo personal certifica que, en efecto, la información es poder.
Melquiades Morales Flores
De haber sido cura supongo que se hubiese arremangado la sotana para cometer infinidad de “pecados naturales”. Bueno, también pudo haber sido poeta; sin embargo, el ambiente campesino no le fue propicio a pesar de haber aspirado el enervante aroma de los amores juveniles entreverados con el olor de las flores del campo, mezcla olfativa que aminora el nocivo efecto de la pobreza. En vez de seguir el camino de los jurisconsultos que escogió como profesión, cayó seducido por los beneficios del poder, ámbito donde su extraordinaria capacidad retentiva le permitió ubicarse en los primeros planos de la actividad pública.
Esa llamémosle facultad a la que Einstein definió como la “inteligencia de los tontos” (se refería a quienes recodaban fórmulas pero no las discernían), permite que el ser humano rememore y transmita con éxito sus recuerdos. Melquiades, que por cierto no encaja en la definición referida, la de los memoriosos tontos, así lo hizo antes, durante y después de ostentar el máximo cargo público estatal. Uno de esos recuerdos es el de la tía cuya fuerza de voluntad la ayudó a controlar a la familia Morales: la señora obligaba a los parientes consanguíneos a impulsar a sus hijos (Melquiades entre éstos) para asistir a la escuela y prepararse. En esos entonces, Santa Catarina de los Reyes, la tierra de los Morales, era una población polvorienta y marginada parecida al Comala de Pedro Páramo, novela que como el lector sabe dio pie al realismo mágico mexicano creado por Juan Rulfo. La diferencia está en que Santa Catarina de los Reyes nunca fue un pueblo de muertos sino de vivos (en el buen sentido) y además lleno de ruidos como el del camión que la tía compró con sus ahorros de años: quiso que la gente tuviera el transporte que les permitiese llegar a tiempo a su trabajo o a la escuela. Gracias a esa visión combinada con la costumbre matriarcal, los Morales Flores pudieron ser profesionistas, Melquiades y su hermano Jesús metidos en la esfera política.
Antes de recibirse de abogado, Melquiades fue líder estudiantil y maestro en la preparatoria de su alma máter, la Universidad Autónoma de Puebla (hoy es presidente de la fundación de la BUAP). De ahí su experiencia que combinada con su origen le hizo un hombre práctico, sencillo y previsor, actitudes que le permitieron avanzar, primero mimetizándose en el ámbito del poder, y después colocándose como intermediario en la solución de los problemas políticos.
¿Qué tuvo Melquiades para llegar hasta donde llegó?
Para no meterme en las honduras donde hurgan los psicólogos, trascribo parte de lo que él dijo a Blanca Lilia Ibarra (Op. cit.), entrevista en la que bosqueja su forma de ser y alguno de lo que hizo para sobrevivir y tener éxito en el ambiente político “lleno de falsedades y sin valores”, como lo definió la propia Blanca Lilia:
Yo creo que si nosotros privilegiamos la ética sobre la política, avanzamos muchísimo. Alguien pensando en Maquiavelo o poniendo como maestro a Nicolás Fouquet, que se acomodaba en todos los regímenes, piensa que “el fin justifica los medios”, que hay que llegar a como dé lugar, que hay que avasallar y arrastrar a quien sea, con el ánimo de alcanzar su objetivo, y yo creo que no. La sociedad lo va entendiendo, a lo mejor van a pesar que es una utopía o que uno va a navegar con la bandera de la ética, como querer arar en el mar. Pero yo creo que sí se puede, yo creo que la sociedad lo va percibiendo poco a poco.
Después expresa su criterio sobre la política:
Hay muchas definiciones, pero me gusta la de un poblano que la definió con exactitud: don Gustavo Díaz Ordaz afirmó que “La política es el arte de servir a los demás con desinterés”. Para mí, la política no puede concebirse para sentirse superior a los demás, tampoco para que cuando se tenga el poder se sirva de él para avasallar a los otros, no debe utilizarse para venganzas o para enriquecerse…
De no ser por su fama pública, después de escuchar cómo se describe, debemos suponer que Melquiades Morales Flores es uno de los herederos de la ternura de su paisano, el poeta Manuel M. Flores. En este caso por la veta romántica con la que describe la praxis política. Y aquí me aventuro al incluir en este libro parte del prólogo que Ignacio Manuel Altamirano redactó para el poemario Pasionarias del poeta poblano nacido en 1840 en Chalchicomula de Sesma, hoy Ciudad Serdán, Puebla. La intención está en el contexto:
Cuando Flores imita o traduce, lo expresa. Horacio, Dante, Shakespeare, Lessing, Víctor Hugo, Quinet, Alfredo de Musset, son extranjeros para nuestra lengua, pero Campoamor no; y cuando Flores quiere, por descanso o por capricho, imitar una manera extraña y aplaudida como la Dolora, lo dice. Por lo demás, como traductor, es fiel, elegante, y en sus manos, la piedra preciosa de que hablamos antes, adquiere mayor brillo. Las traducciones solas bastarían para darle un nombre, si el título primero para conquistarlo no consistiera en su propio talento. Como sus hermanos los americanos del Sur, también ha hecho su manera de hablar. Le reprochan dulcemente unos críticos, y son los más autorizados, y magistralmente otros, y son los menos literatos, algunos defectos de prosodia. Enhorabuena. Manuel Flores los comete también de propósito, porque consistiendo en la manera de computar los diptongos, no se necesita de mucha ciencia prosódica para conocerlos y para evitarlos. Pero el poeta quiere hablar la lengua de México, y lo singular del caso es que los mexicanos leen sus versos como él quiere, y el ritmo y la cadencia suenan bien. Yo no justifico estos defectos, y siento que Flores se obstine en ellos. ¡Líbreme el cielo, además, de incurrir en la cólera de los puristas! Pero no me indigno ante pequeñeces pueriles, y sobre todo, me agrada más la grandeza virgen de las selvas y de las montañas, que la simetría recortada de los jardincillos ingleses y que la figura grotesca de los montículos artificiales. La belleza poética hace olvidar el defecto prosódico. ¡Quién sabe si fue puro el hebreo del Cantar De Los Cantares! El exegeta Kuenen ha probado que las profecías de Daniel estaban inficionadas de caldaico; el Dante corrompió el italiano para crear la lengua poética, como Lutero el alemán para traducir la Biblia; la aljamía endulzó los primeros versos castellanos, como el dialecto bajo hizo enérgicas las expresiones de Shakespeare y armoniosas las frases de Cervantes. Los cantos de Netzahualcóyotl tenían seguramente las inflexiones tetzcocanas, que eran impurezas en la lengua de los mexicas. ¿Quién pide ortografía a los Eddas, la medida italiana a las baladas del Norte y el ritmo latino a las coplas de Jorge Manrique?
Además de un estilo sui generis para hacer política, talante que incluye la herencia de los clásicos (estudió derecho) y la retórica tradicional que suele recorrer el martirologio de la República, Melquiades cuenta con la “buena estrella”, el fario que requieren los servidores públicos cuyo deseo es ascender al piso de cristal que los comunes observamos desde un plano inferior. Esa buena suerte, más sus facultades miméticas, su actitud fraternal y la sencillez que le distingue, le permitieron alcanzar el éxito político antes reservado para los elegidos de la diosa fortuna.
Pero le quedó a deber a sus gobernados que esperaban que su pregonada honestidad la trasmitiera al grupo de colaboradores y amigos, los mismos que terminaron el mandato con importantes fortunas personales. Y eso que, como diría Antonio Garci[2], no tuvieron tiempo para construir y vender el gran cenicero para las cenizas del Popocatépetl y el despertador gigante que despertaría a la Mujer Dormida, o sea el Iztaccíhuatl.
Mario Plutarco Marín Torres
Mario es uno de los fenómenos burocráticos más interesantes de la política poblana. Formó parte de una numerosa familia que, igual que la de Piña Olaya, tuvo que huir de la pobreza mixteca pero, en su caso, para ubicarse en la capital del estado. Puede decirse que su desarrollo educativo se lo debe al matriarcado que primero ejerció su madre y después su hermana mayor, combinación doméstica y fraternal que trabajó para obligarlo a concluir sus estudios en cada una de sus fases. Lo malo es que en la última, la universitaria, Mario no descubrió a Marx ni a Rousseau ni a Weber ni a ningún otro pensador o filósofo debido a que le tocaron los tiempos difíciles de la universidad, cuando cualquier alumno podía ser maestro. Si hubiese ocurrido ese tipo de encuentro cultural, posiblemente habría seguido los pasos de, por ejemplo, Mao Zedong, el presidente y fundador de la República Popular China e hijo de campesinos que por serlo se preocupó por ellos.
En la Universidad Autónoma de Puebla, se integró al grupo con el cual llegaría a gobernar. La que sigue es parte de la historia publicada en Síntesis por el que esto escribe (26 de noviembre de 2008). La intitulé:
El venturoso útero
El “vocho” más famoso de la Facultad de Derecho de la entonces UAP, era el de Mario Montero Serrano. Dentro de ese automóvil se concibieron desde ideas hasta buenas intenciones. Alguno de los muchachos del grupo, el más leído, dijo que así como el auto servía de tálamo para las relaciones amorosas, también hacía las veces de transporte colectivo. “Apretaditos nos conocimos mejor”, dijo aquel amigo del grupo como si con la mirada hurgara entre los recuerdos de los años mozos.
El vochito fue el “vientre” que procreó ilusiones y el “útero” por el cual todos los días salían los jóvenes que años después, ya maduros, ya hechos y derechos pues, gobernarían primero a la ciudad capital y después al estado...
El Ayuntamiento de Puebla se transformó en la sede laboral de los amigos de la universidad. Y Mario Montero en el jefe que hizo notificador a su tocayo Mario Marín.
Del “vocho” habían pasado a las oficinas públicas del municipio. Cambiaron de vientre y de útero (continuaba su formación) no así de propósitos ni de sueños.
La amistad siguió dándose todos los días y rubricándose las tardes de los viernes, momentos que servían al grupo para hacer la recapitulación semanal, la sinopsis que incluía buenas viandas, buenos vinos y, de vez en cuando, la rifa de una buena hembra.
La modestia económica pasó a ser sólo un referente del pasado inmediato. La influencia política se convirtió en una realidad contante y sonante, factor que combinado con el peso burocrático de algunos miembros del grupo, allanó a Mario Marín el camino hacia el poder.”
El vocho se mutó.
Y los pasajeros se independizaron.
Y las ilusiones se consolidaron.
Y el “utero político” parió en exceso…
Se me ocurrió incluir lo que acaba usted de leer porque gracias a esa, llamémosle cofradía, Mario Plutarco recibió las oportunidades para entrar y desarrollarse en la administración pública. Su tocayo Montero fue quien le ayudó valiéndose de la influencia periodística de su padre, don Enrique Montero Ponce. Juntos, los dos Mario, ingresaron a las “fuerzas básicas” del Ayuntamiento de Puebla y también a las del pri. Marín con la desventaja (que después se convirtió en plus) de ser el operador laboral de Montero, posición que sirvió al joven abogado para que los jefes que les rodearon lo utilizaran como ayudante y, pasados los años, como secretario particular. Había aprendido a ser útil, eficaz, cómplice, omiso, celestino, chivo expiatorio, tapia, colaborador confiable y, desde luego, tan responsable que sus valedores nunca tuvieron empacho en ayudarlo e impulsarlo.
Ese recorrido por los pasillos del ayuntamiento le develó las incógnitas de la burocracia: escuchó confidencias; se hizo de la vista gorda cuando sus jefes cometieron “pecados” o fomentaron corruptelas; conoció los entresijos de la administración pública; y se ganó la confianza de quienes habrían de ayudarlo en su ascenso, los mismos que después lo protegieron de la ira del, a la sazón, gobernador Mariano Piña Olaya: éste decidió quitarle la chamba de juez de lo familiar porque dos años antes de llegar al poder, Marín lo había hecho enojar: Marín conoció del juicio de divorcio y falló en contra de uno de los clientes de Piña Olaya. Meses después de la purga fue rescatado por Guillermo Pacheco Pulido, entonces presidente municipal de Puebla, para llevárselo como secretario particular. Y de esa posición lo sacó Alberto Jiménez Morales, el influyente asesor del mandatario Piña. La intención: ubicarlo en una de las subsecretarias de Gobernación, lugar del cual salió para coordinar el voto que habría de convertir en gobernador a Manuel Bartlett Díaz.
Nótese la influencia de Alberto Jiménez Morales quien, a mi juicio, captó y se rodeó de aquellas personas que le pudieran agradecer el espaldarazo, lealtades que trascendieron al siguiente sexenio. Los hizo peones de sus dos tableros, el político y el económico.
Ya como mandatario, Bartlett designó a Mario Marín sub secretario de Gobernación; meses más tarde lo nombró titular de la Secretaría. De esta forma Mario Plutarco adquiriría otra dosis del nutriente que le permitió hacerse de la presidencia del PRI estatal, de la primera regiduría municipal y finalmente del gobierno del estado. Me refiero a la información privilegiada que incluye desde los actos heterodoxos del Jefe, hasta los hechos que por su trascendencia extra jurídica deben manejarse con la secrecía que obliga el poder cuando éste rebasa los límites de la ley.
Lo curioso o paradójico fue que en esos niveles Mario Marín guardó la compostura financiera que lo presentó como un producto de la cultura del esfuerzo. Con este sello llegó a ser presidente municipal, periodo que aprovechó para preparar (mediática y económicamente) su candidatura a gobernador. Nadie imaginó que este “chimuelo” resultaría un eficaz “masca tuercas”.
Así ocurrió. Y aquel niño pobre de origen mixteco, hijo de padres cuyo sino fue codearse con la miseria, se transformó en uno de los poblanos más ricos, controvertidos y tristemente célebres, fama que compartió su equipo, varios de ellos compañeros de viaje y aventuras en aquel viejo, olvidado y ruinoso vocho.
Mientras que un grupo de marinistas dijo que la Revolución les había hecho justicia, otros del mismo cuño se regodeaban con el supuesto de que la diosa fortuna los premió poniéndolos donde había para que ellos se encargaran del resto: “Nos tocó vivir la época de las vacas gordas”, fue el estribillo cantado por el coro de aquella burbuja de poder.
[1] Datos obtenidos de diferentes documentos y notas periodísticas publicadas en Internet.
[2] Garci, Antonio. Más pendejadas célebres en la historia de México. Ed. Planeta Mexicana, sa de cv, 2011