El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 29)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

“Nadie sabe todo; pero entre todos sabemos algo”

Al llegar al cuarto año de mi mandato ya contábamos con un grupo de inteligencia (Sistema de Información Análisis Preventivo) dotado de personal altamente calificado. Técnica y científicamente superábamos al del gobierno federal. No eran espías. Interceptar mensajes, correos electrónicos o conversaciones telefónicas nunca fue prioridad. El trabajo se basó en analizar la información proveniente de los testigos o partícipes en los actos de la propia comunidad, en unos casos, y de las organizaciones no gubernamentales, en otros. Además de la criptografía o algoritmos comunes en ese tipo de programas informáticos, el método fue diseñado para funcionar con claves que catalogaran la información de acuerdo con el criterio de los analistas seleccionados mediante un sorteo matemático. Por ejemplo: terminada la jornada del día, Mary o su asistente cambiaban las contraseñas dividiéndolas en dos partes: una la transmitía al jefe de turno del día siguiente, y la otra era asignada a cualquiera de los empleados escogido al azar, mismo que se enteraba precisamente al encender su ordenador. Después cada cual operaba la parte que le correspondía compartiéndola con el otro “agraciado”. Ambos distribuían las órdenes de trabajo conforme lo indicaba otro de los programas informáticos. Cualquier falla o alteración de las instrucciones bloqueaba la computadora central. Y sólo Mary o el gobernador conocían el anagrama para quitar el atasco. Por ventura nunca tuve que intervenir; hacerlo me habría metido en un brete porque no entendía (y sigo sin entender) ese tipo de detalles técnicos que sería pan comido para cualquier analista de la NSA, en especial para Eduard Snowden, el héroe de los burócratas infidentes.

Todos los datos proveídos por el personal que laboraba en cada uno de los municipios del estado, caían en el programa cuyo método analítico permitía separar la información de los chismes, referencias éstas que por comunes era fácil identificar. Después le correspondía al equipo de confianza de María de la Hoz determinar lo que debería proceder: si el equipo de seguridad actuaba en consecuencia, o si se cruzaba la información para evitar los errores producto de un cabeceo, distracción e incluso alguna felonía.

La doctora fue, pues, la experta cuya eficiencia para administrar el SIAP nos permitió llegar a conocer el noventa por ciento de los movimientos sociales y criminales que se habían gestado dentro del seno de los grupos de presión y aquellos que promovieron personas relacionadas directa o indirectamente con la estructura del poder político.

Ya lo dije pero juzgo necesario reiterarlo: la idea nació desde que estábamos en campaña y se consolidó en el momento en que el personero del Arzobispo tuvo a bien difundir los rumores sobre mi supuesta masonería. Un año después había quedado listo el proyecto ejecutivo del Sistema basado en la secrecía y la clandestinidad. Iniciamos así la construcción del edificio inteligente, casi al mismo tiempo que el reclutamiento del personal operativo, individuos que conocieron la filosofía de su trabajo (pacto de confidencialidad) pero que nunca supieron si ellos servían al gobierno federal o al estatal, o si pertenecían a una empresa nacional contratada por alguna de las entidades del Estado. Fue difícil, empero, pese a ello, como siempre ocurre, el dinero resolvió las complicaciones que se presentaron. Después me enteré que la doctora se inspiró en la NSA gringa cuya funcionalidad, aunque parezca increíble, el gringo Dan Brown descubrió en su novela La fortaleza digital. Nosotros nos encargamos de darle el toque vernáculo, doméstico o, para ser modesto, tercermundista sí, pero muy eficaz.

La estructura piramidal del SIAP se apoyó en la información originada en los municipios. Los datos recabados se cruzaron con la investigación a cargo de las estructuras político-policiacas del territorio. En el primer caso participaron alrededor de medio millar de personas que sin conocerse eran conscientes de que su trabajo consistía en alimentar el programa cibernético que alguno de los colaboradores definió como “El camote poblano”. Dejé que fluyera la información policiaca sin alterar la costumbre para no inquietar o alertar a las pequeñas mafias que suelen operar este tipo de antecedentes basándose en “fraternidades” enfermizas, por no llamarlas alienadas.

Sólo cuatro personas de mi entorno supieron la ubicación y labor del “cerebro” instalado en el casco de la ex hacienda San Pedro Malinaltepec, un viejo inmueble ubicado en las faldas del volcán Iztaccihuatl. Ellos formaron mi cuadrilátero de talentos: el matemático experto en cibernética, el sociólogo especialista en comportamiento criminal, el politólogo versado en conductas desviadas (anomia social), y el doctor en políticas públicas y culturales, cada uno con su equipo. Los cuatro grupos coordinados por María de la Hoz.

Dimos a la fachada del centro de investigación y análisis político el aspecto de un sofisticado laboratorio de investigación agrícola y forestal, actividad que colateralmente se realizó para responder y aplacar la curiosidad de los lugareños y desde luego de la prensa. E incluimos un régimen de seguridad pensado en los atentados o invasiones suicidas que practican los grupos paramilitares.

Desde que el SIAP empezó a funcionar tuve en mi escritorio el equivalente a una bola de cristal. Las prospectivas resultaron precisas porque contenían los datos captados in situ, antes de que los conflictos se concatenaran para provocar las comunes respuestas populares cuyos impactos alteran el orden social. Lo único ajeno a la previsión, digamos que científica, acaeció con las reacciones y actos personales que suelen aparecer cuando ya es demasiado tarde, o sea en el momento en que lo anómalo surge de manera espontánea para hacer estallar conflictos de todo tipo.

Debilidades del espíritu

Alguna de las informaciones que recibí del SIAP pronosticó una borrasca política que ponía en riesgo la estabilidad del gobierno. Fue otro de los sustos. Mientras encontraba la solución ajena al uso de la fuerza policiaca estatal, hice una especie de acto de contrición y adopté como propio el quia absurdumde Tertuliano. Casi olvidé las exigencias que impone la razón para adoptar los designios místicos del Ser Supremo. El instinto me ubicó en la niñez, junto a mi madre que traía a flor de labio el “hay Dios dirá” o, lo que es lo mismo, lo repito, en el nivel del creo porque es absurdo.

Salía de ese estado de postración espiritual en el momento en que las presiones del mando me ubicaban en la realidad. Me ocurrió con frecuencia pero no puedo precisar el número de veces en que se repitió el fenómeno. Sólo recuerdo que, como un haz de intensa luz, llegaban a mí mente las actitudes de Sor Juana Inés de la Cruz, sobre todo aquella en que decidió aprovechar la influencia de Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, el obispo que entre sus confusiones sicológicas tuvo varias mutaciones intelectuales al convertirse en sor Filotea de la Cruz y quebrantar las leyes de la Iglesia Católica. Ya lo escribí pero a estas alturas es importante repetirlo: Fernández de Santa Cruz aprovechó su autoridad para, a través de la pluma de la monja, cobrar los agravios pastorales en su contra. Ello propició que Sor Juana se enfrentara al poder terrenal de Aguiar y Seixas, el arzobispo miope en todos sentidos. Fue esta casual combinación de recuerdos entre religiosos y fanáticos lo que puso en hibernación el talento de Sor Juana, el ser intelectual más brillante del siglo xvii, algo que sin duda somatizó Herminia de Ávila, origen de mi familia, los Cruz y Tlacuilo.

Bueno, debido a toda esa descarga de lo que parecían vacilaciones o desórdenes anímicos, movido por el presentimiento, inspiración o voluntad que percibí de aquellos destellos de la energía que por ahí se encuentra esperando un cerebro receptor, un día calmo y soleado decidí llamar al arzobispo Froylán del Río. Lo hice consciente de que él aportaría lo que le faltaba a mi proyecto de investigación política. Como si fuese un autómata marqué su número telefónico privado, dígitos que brotaron de mi “disco duro” como si estuviesen grabados. Sólo lo había escuchado una vez, el día en que el propio Arzobispo me lo confió.

—Sí, habla el arzobispo… Con quién tengo el gusto… —respondió Del Río.

—Soy yo, su amigo el gobernador —le reviré con el mismo ánimo místico—. Le llamo para que me invite un buen vino acompañado con un queso español de La Mancha y pan recién salido del horno —agregué sin usar el estilo retórico, preámbulo del barroquismo poblano.

—De acuerdo, señor Gobernador. ¿Le parece que nos reunamos mañana entre las cuatro y seis de la tarde, acá en su casa? —soltó a botepronto. Antes de escuchar mi respuesta el tipo se comprometió—: Ya veré qué hago para que el pan llegue calientito. No será el de los ángeles que refiere en su poesía fray Luis de León, pero con la ayuda de san Pascual Bailón y de san Lorenzo, otros buenos aliados, le aseguro que estará recién salido del horno. Ah, y para que se le haga agua la boca, le informo que el queso que degustará es uno de los que a finales del siglo xix relacionó El Practicón de Ángel Muro. Confíe en ello Gobernador —dijo proyectando en su voz la seguridad que genera el conocimiento del tema combinado con el ejercicio de las citas cuasi celestiales.

—Gracias por su benevolencia Arzobispo —respondí sorprendido por el estilo sibarita que combinó perfecto con el tono de su voz parroquial. Me aguanté las ganas de revelar que yo sabía que en su cocina trabajaban dos monjas panaderas o reposteras, una de ellas prima de la cocinera de Casa Puebla. Mejor dicho callé porque me tomó desprevenido su apostilla histórico-culinaria. Segundos después de recuperado mi poder de mando reviré con voz de gobernante—: A las cuatro en punto haré acto de presencia para robarle parte de su tiempo. Mientras llega la hora de vernos, le mando un abrazo y mi aprecio terrenal.

—Lo estaré esperando con el ánimo de reiterarle mi respeto y agradecimiento por su acuciosa labor civil—. Dijo el cabrón y enseguida ripostó—: Como siempre, reciba Usted mi bendición.

Como lo sentí demasiado amable se me ocurrió pensar en que me había puesto una trampa. Horas después me di cuenta que no, que sólo había conversado con Dios o tal vez su administrador le acababa de decir cuánto lana habían dejado las ovejas del Señor.

Mensaje de la tierra

Era lunes. Faltaban setenta y dos horas para mi cita con el Presidente de México. Esperaba los últimos datos que había trabajado Mary, información que definiría lo que habría de solicitar a Emmanuel Cordero. Fui claro y ella lo acató: no dejaríamos resquicios que fomentaran la sospecha o indujeran a una negativa que a esas alturas equivalía a la sentencia de muerte civil, veredicto exclusivo del Jefe Máximo de las instituciones nacionales.

—Hola Gobernador —dijo María de la Hoz antes de cerrar la puerta de mi despacho—. Ya tengo listo tu salvoconducto para que circules sin sobresaltos por el laberinto de la República.

Hice cara de monje célibe. Enseguida, contagiado por el optimismo que me produjo la presencia de la doctora, revisé los documentos. Parecían completos. Los leí con cuidado buscándoles cualquier intersticio por donde pudiera surgir la sospecha o alguna de las fallas que el tiempo y las circunstancias magnifican para convertirlas en delitos graves, no por su trascendencia, sino por las pendejadas que proliferan al calor de la improvisación. Los expedientes respaldaban las revelaciones, lo cual me indujo a sentirme seguro y confiado. A pesar de ello aún prevalecía el hueco en el estómago, sensación que se mantuvo como parte de los malos presagios. Lo notó Mary; de ahí que caminara hacia la ventana para expresarse con los ojos clavados en el más viejo de los laureles:

—Recuerda la sabiduría de Aristóteles, Herminio. Adóptala y no experimentarás temor alguno siempre y cuando estés seguro que nada malo te sucederá. Como dijo el sabio: sólo sienten miedo aquellos que juzgan probable que algo les pase. Los hombres no piensan así cuando se encuentran o creen hallarse en el centro de la prosperidad y, en consecuencia, suelen mostrarse insolentes, desdeñosos y temerarios. Pero si conocen la angustia de la incertidumbre, tiene que haber alguna esperanza de salvación, por exigua que ésta sea. Así que confía en ti mismo Gobernador, en la información que tienes y en el poder que ejerces como gobernante respetuoso del pacto social de la República.

Mi expresión de perro triste la comprometió a redactar la ficha correspondiente, misma que me hizo llegar al otro día. No le dije que había entendido la paráfrasis del pensamiento aristotélico y que mi cara se debía a mis sentimientos encontrados sobre nuestra relación laboral. Tampoco supo de mi urgencia en conversar con el Arzobispo para adquirir la confianza que me ayudaría a convencer al presidente Cordero. Sí percibió mi interés en tener como aliado a Monseñor, lo cual equivalía a contar con el apoyo moral del Clero católico mexicano. Ahora que pienso en ello me convenzo de que el crimen del amigo de Froylán, fue una desgracia que acercó a los representantes de los poderes civil y espiritual. Luego entonces el infortunio atrajo la fortuna para ambos pastores, el espiritual y el civil.

Olor a santidad

Llegué a la casa arzobispal cinco minutos antes de la hora de la cita. Había salido de la residencia oficial escondiéndome de los escoltas. Como quería escaparme en mi auto preferido, un Bentley GT, convencí a uno de los choferes de Casa Puebla. Lo nombré mi cómplice pues.

Al arribar a la casa de Froylán del Río vi que sus ayudantes pelaron los ojos: se sorprendieron al verme solo, sin el grupo de seguridad que solía acompañarme. Después supe que este detalle convenció al Arzobispo de mi buena fe, circunstancia que —si acaso las hubo— acabó con el desasosiego que pudo haber producido mi empeño en que no trascendiera nuestro pacto basado en la colaboración de los sacerdotes de la Arquidiócesis.

—Sea Usted bienvenido, amigo Gobernador —dijo Froylán al verme entrar a la enorme sala cuya arquitectura parecía diseñada para atemperar las toscas facciones del religioso. Enseguida agregó con entusiasmo juvenil—: Con mis rezos logré convencerlos —dijo y yo abrí mis pequeños ojos—. Me refiero a san Pascual Bailón y a san Lorenzo. Además de las rogativas acudí a la energía del fraile Luis de León. Así que, como se lo prometí ayer, Gobernador, degustaremos un pan esponjado, calientito recién salido del horno y acompañado del queso que me envió un santo varón residente en La Mancha. ¡Venga! ¡Acompáñeme! ¡Vamos a la biblioteca! —gritó entusiasta con el dejo de misterio que, supongo, usan los clérigos cuando hacen travesuras, excepto las sexuales donde los imagino inexpresivos y santiguándose.

—Gracias Arzobispo —respondí complacido—. Cuando entré a su casa pude percibir ese agradable olor a pan. No se imagina la emoción que me produjo la oportunidad de ser favorecido con su caballerosidad —solté inspirado por el aroma a hogaza calientita.

—No exagere, Gobernador. Sólo hemos consolidado una buena amistad —se defendió Del Río dándole pausas a las palabras: gobernador, consolidado y amistad—. Se trata de la venturosa relación compartida, aunque reconozco tener un déficit: he recibido más de lo que le he podido ofrecer. Así que por favor tómelo en cuenta para que si algo puedo hacer por Usted, me lo indique sin protocolo ni jerarquías de por medio, como amigos —prometió con un casual dejo de adivino, como si conociera mi intención—. Insisto: somos dos pastores con intereses muy parecidos ya que ambos buscamos el bien común.

Iniciamos así la conversación que se llevó a cabo en los términos amigables que el tiempo convirtió en laxos. Era nuestro segundo encuentro. Conocí su biblioteca, honor que pocos tenían debido a la discreción del prelado. Desde que entré llamaron mi atención los anaqueles llenos de libros que, me confió entonces, pertenecieron a Melchor Pérez de Soto, el bibliófilo civil más importante del siglo xvii. ¡Ah que aromas aquellos! Ahí, entre esos textos custodiados por la madera trabajada por expertos ebanistas, destacaba un grabado en ébano con incrustaciones de marfil, letras y frases que formaban el siguiente proverbio hindú escrito en español: “Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”. Pensé en los ríos de lágrimas que produjeron las piras exorcizantes de la Santa Inquisición, cuyas cabezas (por cierto con pocas neuronas) temían leer a los ilustrados.

Cuando esas descargas cultural e histórica estaban a punto de borrar la intención que me había llevado al lugar, se me ocurrió preguntar por Tití, el pequeño eslabón perdido. Intentaba romper el influjo de los libros para ingresar a lo mundano. Escuché azorado la noticia: el mico había muerto a consecuencia de la lactosa. Con un dejo de tristeza Froylán se lamentó que su mascota hubiera bebido, sin su permiso claro, el vaso de leche bronca que formaba parte de la dieta de alguno de los sacerdotes miembros de su ayudantía personal.

—El accidente indujo al médico de la curia a recapacitar sobre la utilidad de la nutriología —confesó festivo su Eminencia—. Además me hizo indagar sobre las consecuencias que produce la grasa y la lactosa —agregó docto—. Son asuntos que en apariencia carecen de importancia siempre y cuando el colesterol no dañe nuestro organismo.

Se impuso la necesidad de expresar la condolencia. Lo hice aguantándome las ganas de reír. Una vez superado lo que parecía la congoja pastoral por la desaparición de uno de los vestigios emparentados con el eslabón perdido, entré en materia y dije circunspecto pero contento por haber pensado en Darwin y la selección natural de las especies:

—Abuso de su benevolencia, Froylán. Necesito que, como en su tiempo lo consiguió el barón Alejandro de Humboldt, hoy me apoye Usted con la estructura que controla el Arzobispado…

Dejé que echara a volar su imaginación mientras yo sorbía un poco de vino. Retomé la conversación justo en el momento que, supuse, quería preguntar sobre lo que dio la Iglesia a Humboldt.

—Igual como lo hizo el barón, aunque sin pretender realizar un estudio tan amplio como su Ensayo político del virreinato de la Nueva España, obra que seguramente está en esos anaqueles —acoté con la mirada fija en los libros—, lo que mi gobierno necesita es que Usted instruya a sus sacerdotes para que se coordinen y me ayuden a obtener aquello que en el argot de gobierno se llama información preventiva.

Del Río puso la cara de duda que me obligó a precisar valiéndome de cierta dosis de verdad:

—Desde hace algunos años funciona mi programa de investigación preventiva —dije en voz baja, de confidencia—. Está enfocado a captar aquello que por su trascendencia pudiera poner en riesgo la estabilidad social. —La apertura de ojos de su Eminencia me obligó a precisar—. Para explicarme mejor, señor Arzobispo, usaré como ejemplo el compartimiento en el cual los sacerdotes se ubican para escuchar las faltas que comenten sus feligreses, religiosos que respetan el sacramento de confesión: haga Usted de cuenta que se trata de nuestro confesionario donde se concentran los pecados sociales, como pueden ser el exceso de dinero circulante; la incidencia de delitos que rompen los parámetros considerados normales; los conflictos entre grupos que se disputan el poder u otras posesiones; la extraña y a veces sorpresiva presencia de las bandas de delincuentes o las camarillas de personeros del diablo; en fin, todo aquello que altere o afecte la tranquilidad del pueblo, ciudad, ranchería o comunidad. El peligro que Emile Durkheim definió como anomia; la consecuencia que el Papa jesuita, y por ende negro, quiso evitar basándose en poner en práctica la justicia social.

— ¿Sugiere que rompamos nuestro secreto de confesión? —preguntó Froylán retador y medio atragantándose con la tapa de queso y jamón serrano que acababa de meterse en la boca.

Callé unos momentos mientras resolvía y corregía la trayectoria equivocada del alimento. Tosió varias veces hasta que tomó varios tragos de vino para recuperar la voz. Cuando lo vi calmado continué:

—No, Arzobispo, de ninguna manera me atrevería a pedir semejante transgresión a su código —aclaré enfático—. No. Lo que necesito es que compartamos información: sus sacerdotes nos comentarían las cosas excepcionales que ocurran en su área, a través de Usted, obvio. Y nosotros cooperamos con la Iglesia manteniéndola al tanto de los asuntos que pudieran alterar su trabajo pastoral; por ejemplo: la formación de sectas o el proselitismo que acostumbran llevar a cabo los extraños e insólitos credos dedicados a captar prosélitos. Inclusive, por qué no, reteniéndoles la autorización que permite su funcionamiento como asociaciones religiosas. Vaya, hasta podría ponerlo al tanto de la presencia de nuevos capitales que por la filiación religiosa de sus dueños estén dispuestos a emprender obras pías deducibles de impuestos. Ya sabe Usted: en vez de evadir al fisco, los millonarios encuentran figuras legales para asociarse con Hacienda; las fundaciones, por ejemplo.

Al escuchar las últimas palabras, Froylán del Río endulzó su expresión con una leve sonrisa de agrado. Quiero pensar que recordó las peticiones del encargado de las finanzas del Vaticano. Así lo percibí en su gesto. Era lo que él había estado buscando para frenar la fuga del dinero de la feligresía convocada por otras religiones con la misma esencia que la católica, fenómeno que se dio gracias a la reforma al artículo 130 de la Constitución que no reconocía personalidad jurídica a las iglesias, iniciativa del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari. Mientras asimilaba mi propuesta coloqué la copa de vino en mis labios. Sorbí un trago. Después tomé un pedazo de queso manchego cubierto con dos tapas de pan crujiente, calientito. Lo comí. Él hizo lo mismo y yo volví a saborear el vino dándole tiempo para que respondiera.

—Debo reconocerle una evidente habilidad para exponer sus argumentos dotándoles de interés compartido —lanzó mientras que acariciaba la cruz que colgaba de su cuello—. Coincido con Durkheim, sobre todo en lo que dice sobre las creencias y ritos religiosos que como representaciones colectivas reafirman los valores de la sociedad y favorecen la cohesión social —el tipo hizo una pausa para regodearse con su culto revire y continuó—. Podría decirle que lo voy a pensar; y haría lo procedente. Sin embargo, por lo que veo y percibo detrás de su propuesta, creo que si este es un asunto urgente para Usted también lo es para nuestro credo. En principio estoy de acuerdo, pero le pondría una condición, si se puede y el Gobernador la acepta.

—Soy todo oídos —respondí curioso e inquieto—. Tratándose de una condición de su parte, sin conocerla, de una vez le digo que ya está aceptada.

—Gracias por la confianza Herminio. El requisito a que me refiero es que sólo Usted y yo compartamos la información, la que haya que compartir. Sin intermediarios ni interlocutores. De manera directa y mirándonos a los ojitos ¿Qué le parece?

—Así lo supuse Froylán. Estoy de acuerdo —Respondí pensando en su estrabismo que complicaría eso de mirarnos a los ojitos. Sonreí por dentro. Serio le mostré la mano que de inmediato él me tomó aplicándole una presión que nunca había sentido de su parte. La mantuvo asida y miró hacia el cielo como si buscara la energía de Dios para escucharlo verter su opinión sobre nuestro acuerdo. Al regresar la vista “gran angular” a la tierra, dijo con el estilo pastoral y carismático que escuchaban con arrobo los miembros de su gremio, algunos de ellos sus promotores en la Curia romana:

—Creo que Nicodemo será nuestro testigo íntimo. —dijo y en seguida aclaró—. Él fue un santo que tuvo conversaciones profundas con Jesús de Nazaret. Un judío que reconoció a Jesús como el Mesías. Un hombre muy bien informado y en algunos momentos consejero político e intermediario, primero en los asuntos terrenales y, pasado el tiempo, en los celestiales. Además, cuando mortal, fue un pudiente cuya vida recuerda la historia de los judíos, como los Rothschild, por nombrar a una de las poderosas familias que manejan el sistema financiero de Wall Sreett. Seguramente está enterado de que tradición proviene desde las rústicas e incipientes finanzas y dinero del Medioevo —acotó amable.

—A ese santo tendré que encomendarme —advertí dándole a mi voz la seriedad combinada con el sentido del humor que hace menos tirantes este tipo de encuentros. Quise referir los motivos financieros y religiosos que produjeron la expulsión de los judíos de España (Edicto de Granada, 1492), pero decidí callar para evitar que se desviara la atención y perdiéramos de vista el objetivo.

—Que Dios nos ilumine y ayude —replicó el Arzobispo—. Todo sea por nuestros semejantes.

Nos dimos la mano por tercera ocasión. Fue el sello de nuestro compromiso. Con el sabor de las tapas y la satisfacción en mi mente abandoné la casa del prelado. Lo hice mucho más optimista que en la visita anterior y desde luego sin el tufo del mico que cometió el pecado de la gula. En poco menos de dos horas había conseguido medio millar de informantes de primera mano, los mismos que encontrarían la forma de decir, sugerir o compartir los problemas que pusieran en peligro la tranquilidad social de mi estado. Era el mismo engranaje que dos centurias antes había servido a Humboldt cuyo libro condujo la política expansionista de Estados Unidos, entonces como ahora un gobierno interesado en los recursos naturales de México, riqueza prácticamente metida en sus carteras después del tsunami de reformas constitucionales impulsadas por Enrique Peña Nieto. También medité sobre la capacidad bélica del Tío Sam y las debilidades de nuestros gobernantes y líderes políticos azorados por el dinero. Sólo faltaba redactar la confidencial minuta-guía de trabajo basada en nuestra conversación así como coordinar las acciones de esa gran estructura de información y prevención.

Alejandro C. Manjarrez