La Puebla variopinta, conspiración del poder (Capítulo 10) Feos, buenos, malos y preciosos

Réplica y Contrarréplica
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El que no se atreve a ser

inteligente, se hace político.

Enrique Jardiel Poncela

 

Antes de abundar sobre la personalidad pública de los últimos gobernantes de Puebla, los que prepararon el terreno que hoy pisamos, tomo del libro: Puebla, el rostro olvidado,[1] el siguiente texto que he actualizado y corregido haciéndole las modificaciones del caso (nadie es perfecto). A lo mejor resulta útil para entender lo que hicimos o dejamos de hacer con vista al futuro inmediato, el de la Puebla variopinta, matices que formaron parte de la conspiración a cargo del poder político.

De los años treinta a los setenta del siglo pasado la entidad poblana sufrió la presencia del fantasma de la inestabilidad política. Esta contingencia se debió a la irresponsabilidad o mediocridad de algunos gobernantes que olvidaron el compromiso social implícito en un cargo de elección popular o de servicio público.

Antonio Nava Castillo, que gobernó entre 1963 y 1965, tuvo que abandonar la gubernatura cuando el pueblo descubrió su interés por controlar para sí la producción de leche: se rebelaron estudiantes y sociedad civil. Gonzalo Bautista O’Farril (1972-1973), hijo del gobernante que sucedió a Maximino Ávila Camacho —muy identificado con la clase patronal—, fue destituido como gobernador interino por la misma razón que dimitió su antecesor Rafael Moreno Valle (según dicho de su familia, aclaración que incluyo más adelante, el general y doctor tuvo que abandonar el gobierno debido a una enfermedad): Bautista O’Farril no entendió el despertar de los jóvenes y su gestión resultó ensangrentada

En cada caso la influencia de la reacción poblana resultó determinante: mientras la Universidad Autónoma de Puebla se defendía de los embates de la derecha y el Clero político buscaba incrementar su influencia en todos los ámbitos sociales, incluida la educación superior, las ovejas bendecidas por la diosa fortuna ejercían su poder económico con la deliberada intención de manipular al poder político.

En ese torbellino de intereses y pasiones humanas, ocurrió el relevo generacional de la clase empresarial estrechamente vinculada con los grupos de derecha y, por ende, punta de lanza para sus acciones, algunas de ellas anti gobiernistas en la medida de su simpatía o apego a la ideología del Partido Acción Nacional.

Los prestigiados hombres de negocios y sus herederos, enriquecidos bajo la tutela o complicidad de la clase política, principalmente durante el mandato de Maximino Ávila Camacho, empezaron a quitar abrojos del camino con la intención de obtener el poder político. Fue la personalidad del controvertido, apasionado y fanático arzobispo Octaviano Márquez y Toriz, quien los indujo a no contravenir su prerrogativa de mandar, imponer designios y dar órdenes a la sociedad políticamente organizada. El carácter y la pasión del arzobispo, que a capa y espada defendió el predominio de la religión sobre el poder civil, les aclaró las dudas surgidas del choque entre el raciocinio científico y la imposición dogmática, induciéndolos a sustentar sus ideales comunitarios en el pensamiento mágico, o sea en la religión.

El frenesí del flamígero Arzobispo logró confundir a los buscadores de la equidad social; produjo además una nueva estirpe que adoptó el anatema, la satanización y la persecución como respuesta a la inteligencia popular. Así, la semilla del anti gobierno quedó esparcida en las fértiles parcelas religiosas de un importante sector de la iniciativa privada poblana.

Después de los tropiezos de tres gobernadores (dos de ellos elegidos por el voto y uno interino), ascendió al poder Alfredo Toxqui Fernández de Lara (1975-1981). Su prudencia y vocación social —distintivo de este político— le permitieron navegar por las turbulentas aguas aún con olor a incienso: propició el retorno de la calma y rescató el prestigio republicano. La mano del Estado laico retomó el timón abandonado por la confusión religiosa, el temor al averno y las indulgencias compradas con dinero del pueblo. Finalmente el gobierno poblano pudo reconciliarse con la historia de una nación que durante siglos ha tratado de sacudirse la polilla de la sotana simoníaca y los estigmas del clero político. Si alguien hubiese tenido la ocurrencia de musicalizar este cambio, sin duda lo habría hecho con la obra de Mozart, en especial “La flauta mágica”.

En el sexenio toxquista empresarios y Clero quedaron desplazados de las decisiones gubernamentales. La ortodoxia política evitó la influencia religiosa y excluyó del quehacer público el maridaje entre gobierno e intermediarios de la Iglesia Católica; no obstante las intromisiones extralegales, todos recibieron el trato jurídico que establece nuestro sistema de derecho. De ahí que cesaran los gritos que exigían cuotas de poder, espacios concesionados al sector privado entre 1940 y 1975. Ningún destacado miembro del sector patronal fungió como legislador o funcionario público pese a su reclamo directo ante José López Portillo, candidato del pri a la Presidencia de México (20 de diciembre de 1975[2]); no se abrió el espacio para que —como lo acostumbraban— pudieran influir en las decisiones exclusivas del Estado.

Durante sus seis años de gobierno, Alfredo Toxqui Fernández de Lara impulsó a muchos jóvenes profesionistas de extracción popular. Se creó una sinergia entre el mandatario (descendiente de indígenas, por cierto) y la muchachada cuyo origen social era parecido. Aunque algunos de ellos fueron víctimas del revanchismo que aparece en los relevos sexenales, otros —los menos— lograron sortear el vendaval burocrático para reubicarse en el ambiente político. Un ejemplo de ello es Melquiades Morales Flores, quien dos décadas después pudo ser gobernador para seguir los pasos de sus paradigmas, el general Rafael Moreno Valle y el doctor Alfredo Toxqui.

¿Quién era Alfredo Toxqui Fernández de Lara?

Fue médico de profesión, gobernante concertador, analista de la conducta humana, lector inteligente, conversador culto y político sensible. Siendo senador de la República el presidente de México (Luis Echeverría) se fijó en él para designarlo candidato al gobierno de Puebla, la entidad que por aquellos entonces llevaba el sello de “manéjese con cuidado”. En los seis años que antecedieron a su llegada a la titularidad del poder Ejecutivo del estado de Puebla, habían actuado cuatro gobernadores, dos de ellos derrocados por la sociedad y el gobierno de México (Moreno Valle y su relevo Bautista O’Farril), y el otro par emergentes designados por el Congreso local (Mario Mellado García y Guillermo Morales Blúmenkron), uno interino y el último sustituto.

Toxqui heredó de su padre abogado una importante biblioteca y el interés por la lectura. Por ello desde muy joven se involucró con los clásicos y los impulsores de la Ilustración: los leyó en español, francés e incluso en inglés. Y lo más importante: abrevó de ellos el conocimiento que, entre otras cosas, le permitió practicar con éxito los métodos pacíficos para poner orden en la entidad donde la tranquilidad social dependía de los grupos radicales que se habían incrustado en las áreas estratégicas de la política universitaria y burocrática.

Víctor Hugo fue uno de sus paradigmas. Tal vez por la admiración que tuvo por Benito Juárez (otro de sus ejemplos), su gobierno hizo un homenaje al escritor francés: entre otras acciones que reconocieron al autor de Los miserables, se construyó un monumento en la capital del estado, donde quedó grabado el mensaje que Víctor Hugo envió a Juárez: “México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República; el hombre sois vos”.

Para validar su propia definición, Toxqui fue un “poblano de Puebla”. Además de la oriundez defendida por él como patrimonio político, se distinguió debido a su conocimiento de la historia de Puebla, así como por ser un entusiasta promotor de la cultura en todas sus variantes y manifestaciones. Varios jóvenes políticos trataron de seguir su ejemplo; sin embargo, ninguno de ellos pudo superarlo en sensibilidad social y el trato con sus gobernados a quienes siempre atendió y escuchó sin importar su condición social o tendencia política. Don Alfredo hizo a un lado la alharaca propagandística y se dedicó a cumplir su deber republicano, así como sus obligaciones de mandatario.

Después de haber sido gobernador y ocupar cargos en los diversos ámbitos públicos, incluido el del servicio diplomático (fue embajador en Turquía), un día de tantos escuchó del candidato a gobernador Manuel Bartlett la sugerencia que para él fue una orden parecida a las palabras mayores que inmortalizara el novelista Luis Spota dándole a la frase un sentido diferente al de la novela cervantina[3]: “Debería ser presidente municipal de Cholula”, le dijo Bartlett a Toxqui. Sorprendido y a la vez preocupado por atender la petición de quien había conocido como funcionario federal, don Alfredo no encontró ninguna salida y tuvo que aceptar la sugerencia para contender por la primera regiduría de su terruño.

Un año y meses después le pregunté cómo había encontrado el ayuntamiento de la única ciudad prehispánica habitada, viva y pujante. Me respondió con su voz pausada, cansina: “Nunca imaginé que el trabajo de alcalde fuera mucho más complicado y desgastante que el cargo de gobernador”. Se refería a que los presidentes municipales tienen que conciliar intereses diversos, incluidos los del mandatario en funciones cuyo trabajo es ordenar o reprender, depende la eficacia de sus colaboradores. Y a veces, como ocurrió años más tarde, defenderse de las instancias y poderes que eludieron su obligación constitucional para obedecer y ejecutar las órdenes del gobernador.

Tiempos de cambio

El general Miguel Ángel Godínez, jefe del Estado Mayor de José López Portillo, argumentó ante el Presidente: “Quiero tener el honor de concluir mi gestión junto con su gobierno”. Su jefe le había propuesto la gubernatura de Puebla.

Aquella venturosa circunstancia animó al gobernador Alfredo Toxqui a pedir a su amigo, el profesor Enrique Olivares Santana, secretario de Gobernación, que apoyara la postulación de Marco Antonio Rojas Flores, ahijado político del primero. El proyecto marchó bien hasta que se enteró Gustavo Carvajal Moreno, presidente del cen del pri. Y más pronto que rápido llamó a dos diputados federales informándoles que tendrían que ayudarle para que Guillermo Jiménez Morales, su compañero y amigo, fuera el sucesor de Alfredo Toxqui.

Los legisladores convocados y el líder del pri acudieron al despacho de Bucareli con la intención de hablar con su titular, el profesor Olivares Santana. La conversación que repito de memoria se llevó a cabo en los términos que uno de los presentes me comentó:

—Señor Secretario —dijo Carvajal—, me acompañan los diputados Alfonso Zegbe Sanen y Victoriano Álvarez García. Queríamos informarle que tanto en Puebla como en el PRI existe preocupación por la posibilidad de que el licenciado Rojas, secretario de Finanzas del doctor Toxqui, sea el candidato a gobernador.

—Rojas es un buen político y administrador con una excelente carrera en Puebla —atajó Olivares con la intención de evadir cualquier reproche—. Es un asunto concluido, estimado Presidente. Está decidido: el candidato será Rojas.

Se hizo un pesado silencio. Las miradas de los dos diputados y el líder priista se cruzaron. Zegbe y Álvarez exigiéndole con gestos a su amigo Gustavo que fuera más enjundioso en su exposición. Pero éste no dijo nada. En ese momento Victoriano alzó la voz y lanzó la amenaza que en aquellos días equivalía a un pecado político capital:

— Si queda Rojas, los diputados federales de Puebla denunciaremos al gobernador porque su gobierno ha sido el más corrupto en la historia de mi estado —mintió Victoriano.

—Además publicaremos todos los actos de corrupción del gobierno de Puebla —secundó Alfonso en el mismo tono.

Olivares Santana peló los ojos asustado pero todavía tranquilo. Quizá esperaba semejante reacción debido a que el propio Toxqui, su amigo y cómplice político, lo había preparado. Carvajal percibió que ya estaba hecho el tamal. Se armó de valor y mostrándose amenazante terció tartamudeando:

—No sólo la diputación federal poblana, señor Secretario, todos los legisladores del PRI se adicionarán a la denuncia.

A Olivares Santana se le hicieron bolas las tripas por el alebreste de los políticos que supuestamente él controlaba. Los vio tan decididos que pidió unos minutos para consultarlo con el presidente López Portillo. Se metió en un pequeño privado desde el cual supuestamente hizo la llamada por el “teléfono rojo”. Cinco minutos después reapareció ante el trío de rebeldes a quienes se les notaba la preocupación en sus rostros sudorosos, expectantes.

—Está bien diputados, Gustavo. He recibido indicaciones para que se lleve a cabo una consulta entre los priistas poblanos. Con este método ellos serán los que decidan quién es el candidato, si Marco Antonio Rojas o Guillermo Jiménez Morales. Sólo les pido que este ejercicio democrático sea limpio, sin manipulaciones o sesgos políticos…

Ahí acabó la reunión. Se acató la orden del Secretario y se hizo la consulta entre los sectores del pri previamente “sensibilizados” para que su voto corporativo fuese a favor del entonces diputado federal Guillermo Jiménez Morales. En la reunión que organizó la dirigencia estatal y el delegado general para escuchar a los dirigentes sectoriales, surgió una voz disidente, la de Blas Chumacero Sánchez, líder obrero. Cuando le tocó el turno, el temido y respetado don Blas respondió enérgico con las siguientes palabras que acompañó con un vigoroso manoteo:

— ¡Que quede constancia: el candidato de la ctm es el licenciado Marco Antonio Rojas Flores! —Enseguida remachó con un tono de voz un poco más amigable—: No obstante, por disciplina institucional, el sector obrero que represento se adiciona a la instrucción del cen del pri que, supongo, responde a las indicaciones del señor presidente López Portillo.

Alfredo Toxqui fue derrotado y tanto él como Marco Antonio Rojas apechugaron la decisión que una vez tomada tuvo que disfrazarse de consulta democrática.

Que me digan Señor Gobernador

Cuando Guillermo Jiménez Morales (1981-1987) protestó cumplir con el mandato del pueblo, encontró la mesa puesta con lujo republicano. Le precedían seis años de estabilidad y de oficio político. Ni siquiera el desgaste que provocan las luchas por el poder (se había librado de Horacio Labastida con métodos poco ortodoxos), menoscabaron la herencia que recibía. Fue tan sólido el legado político a su gobierno, que en nada le afectó el crimen de Pantepec perpetrado por sus amigos y clientes (les vendió un predio en la región ganadera más rica de Puebla): en un alarde de estupidez los nuevos ganaderos asesinaron a 26 campesinos veracruzanos. Se ocultó el número real de muertos, entre 60 y 70. En otras condiciones la indignación habría sido mayor a la que en diciembre de 1997 produjo el crimen de 45 indígenas chiapanecos (Acteal) cuyas repercusiones llegaron hasta la Casa Blanca: en el 2012 el gobierno estadounidense intervino para evitar se juzgara a Ernesto Zedillo, el expresidente señalado como autor intelectual de ese terrible crimen (“Prefiero pasar a la historia como un represor antes que cumplir los acuerdos con el ezln”, había dicho Ernesto). Cosas de la moda política.

Los primeros días del mandato jimenista también sirvieron para bosquejar su estancia sexenal en Puebla: un gobierno apegado a un esquema propagandístico diseñado para proyectar la personalidad del hombre cuyo objetivo principal fue terminar sin raspones ni enmendaduras. En última instancia la propaganda oficial pudo resanar los magullones aparecidos durante el tráfago gubernamental.

Esta es la anécdota:

Después de rendir su protesta como gobernador, Guillermo se instaló en la suite 901 del hotel Mesón del Ángel donde recibiría los parabienes de la clase política y de su familia. Sabía que su triunfo personal era motivo de satisfacción para amigos y familiares. Pero esto más que alentarlo le preocupó ya que sus allegados festinaban lo que, según ellos, sería su consolidación económica: hermanos, cuñados, sobrinos y primos querían abrazarlo; compartir con él la alegría y también sus inquietudes basadas en “antes fue por ti ahora será por nosotros”.

Guillermo hurgó tarjetas de audiencia y encontró los nombres de toda la parentela que esperaba en la antesala del improvisado despacho. Mientras jugaba con ellas instruyó a su ayudante personal: “Dile a mis tíos, primos, hermanos y sobrinos que pasen. Pero antes adviérteles que se dirijan a mí como Señor Gobernador. Que no me vayan a tutear. Lo mismo le dices al resto de mis parientes”.

La indicación llevaba jiribilla. Con ella puso la primera barrera a lo que en esos años era el criticado nepotismo. No quiso que el presidente López Portillo pensara en que el gobernador de Puebla se aprovechaba del ejemplo y “privilegio” presidenciales para incorporar al gobierno a los familiares, que en su caso eran muchos. Y precisamente ese respeto a las jerarquías que debe haberle inculcado su padre, hizo que Guillermo acatara como orden presidencial lo que fue una petición personal de Carvajal Moreno; me refiero a la ya comentada designación de Bolaños como presidente del pri estatal.

La otra decisión que tomó Jiménez Morales estuvo basada la lógica política: armó su gabinete con poblanos de todos los sectores sociales y políticos. Cuando Efraín Trujeque, su secretario particular, le preguntó la razón de la presencia en su gobierno de tan disímbolas personalidades, Guillermo le respondió: “Si un político se rodea de amigos para gobernar se expone a fracasar en su encargo”.

Entre otro de los recuerdos amargos que podría tener Jiménez Morales, está la matazón que durante meses ocurrió en el municipio de Huitzilan de Serdán. Esta violencia abrió las páginas de la historia política de Puebla a Antorcha Campesina, organización que años después Manuel Bartlett definiera como el hijo incómodo del pri. Un testigo presencial me confió lo que podría ser el banderazo de la carrera que emprendió Aquiles Córdova Morán, dirigente antorchista. Aquí la confidencia:

Palabras más, palabras menos, en una de las reuniones de seguridad se trató el conflicto que había causado dos centenas de muertes:

—Hay que enviar a la policía —instruyó Guillermo a uno de los jefes policiacos después de enterarse del conflicto que llevaba meses—. ¿O tú qué opinas? —preguntó a Gustavo Abel Hernández, su coordinador de asesores.

—Con todo respeto, Señor —respondió Gustavo—, cualquier enfrentamiento que ocurra las víctimas culparían al gobierno y la prensa lo señalaría a Usted como un gobernador represor. Ya llevan más de doscientos muertos, Gobernador, entre ellos muchos niños y mujeres; todos enterrados de manera clandestina.

— ¡Ah cabrón! ¿Y entonces qué sugieres? —insistió preocupado el mandatario.

—Si Usted me autoriza le pido al grupo Antorcha Campesina que nos eche la mano…

—A ver a ver; explícame el motivo de tu propuesta —exigió Jiménez—. Según tú el grupo de Aquiles está de nuestra parte pero en serio ¿confías en ellos?

El asesor respondió que sí y aprovechó para explayarse: hizo una prospectiva imaginaria en la cual el pueblo podría pacificarse con la intervención de Antorcha Campesina, entonces en proceso de expansión y crecimiento. La población estaba dividida por lo que fue un conflicto de tierras que inició una familia y terminó formando parte de los intereses de dos grupos políticos campesinos: la Unión Campesina Independiente (u.c,i) y la Confederación Nacional Campesina Independiente (cci).

—Los antorchos —dijo— impulsarán la economía de la región y desde luego la paz social.

Convencido con los argumentos, el gobernador dio su venia para, sin imaginarlo, convertirse en impulsor oficial de la organización de Aquiles Córdova. Según trascendió, la estrategia produjo otro tanto de víctimas mortales pero el gobierno del estado no sufrió la mella o deterioro político que provocan los actos de represión, aunque éstos se sustenten o estén protegidos por la ley.

Antes de seguir con la historia del gobierno jimenista, permítame el lector hacer un paréntesis para bosquejar el origen serrano del perfil de Guillermo.

Si Gabriel García Márquez hubiese nacido en México, supongo que Huauchinango habría sido sin duda el pueblo ficticio que el escritor convirtió en el Macondo de su novela Cien años de soledad. Y tal vez, por qué no, la familia Jiménez la fuente de inspiración de la cual surgieron los Buendía.

Con todas las proporciones literarias guardadas, hago la semejanza con los Buendía porque veo en Guillermo al político cuyo desarrollo intelectual fue producto del medio ambiente y la genética. De ahí que su memoria, razonamiento, ortodoxia, lenguaje, disciplina, institucionalidad, constancia, terquedad e intuición política, le hayan permitido permanecer activo, prácticamente tres generaciones. Vea usted por qué lo digo:

Formó parte de la tercera división cuando el profesor de Atlacomulco era regente de la Ciudad. De esas aulas, o sea de la “cultura Hank”, pasó a la política partidista para enseguida brincar al poder Legislativo y de ahí meterse a las ligas mayores. Una vez dentro le resultó fácil mimetizarse, destacar, bajar su perfil, subir el tono de sus discursos, callar, mostrarse obsequioso y festivo, hacer como que la virgen le hablaba, seducir a los poderosos, sonreír, emocionarse, ser incluyente, restar, sumar, nunca rechistar, convivir, mirar sin ver, ver sin ser visto, hacerse notar, proponer, aceptar, negociar, consensuar, rezar, convenir, memorizar y firmar pactos de a bigote. Todo ello como parte de la cultura política que aprendió en la tierra pródiga y hasta en los páramos desolados del quehacer público nacional.

Me contó uno de sus asesores, el que inició con él la escuela de los tink thanks aztecas, que para acercarse a Mario Moya Palencia a la sazón secretario de Gobernación Guillermo le obsequió un ejemplar original de la Constitución de 1857 primero, y después su retrato con la banda presidencial cruzada en el pecho (de acuerdo con el estilo de Jiménez Morales, es creíble la versión del asesor). Lo menos que pudo hacer Mario Moya Palencia para manifestar su agradecimiento, fue palomearlo cuando apareció en la lista de candidatos a diputado federal (a lo mejor hasta lo incluyó). Ah, y escondió el retrato.

El éxito de Guillermo Jiménez Morales se debe a la genética: su padre también fue diputado al Congreso de la Unión y además “líder natural” de la Sierra Norte de Puebla. Inclusive hubo una época en que en su región no se movía nada si la acción no había tenido el visto bueno de don Alberto Jiménez Valderrábano. A él, su progenitor, Guillermo le aprendió cómo usar la mano izquierda, la forma de modular sus palabras y el estilo de verter sus ideas cuidándose para que nada se le revirtiera o lo comprometiera. Asimismo, de esa fuente abrevó el respeto a las jerarquías y la necesidad de adivinar los deseos de quienes ostentan el poder, estilo este último matizado con su peculiar sello personal plagado de sinónimos que no redundan porque afianzan cualquiera de sus ideas que, supongo, antes de manifestarlas, las medita con la intención de impactar al destinatario, sea éste político, jerarca pastoral, profesionista, ciudadano común, joven con aspiraciones, comunicador o mujer con deseos de superación.

A lo expuesto debo agregar su capacidad para descubrir la noria que aplaca la sed de poder, así como su facultad de anticiparse al triunfo de las personas que convirtió en amigos, consejeros o aliados antes de que el éxito los volviera inalcanzables, presuntuosos.

Ya que usé y abusé de la analogía al referir la novela de Gabriel García Márquez, debo aclarar que la diferencia entre los Jiménez y los Buendía, está en que en el ámbito de los primeros no hubo soledad y menos aun fantasmas que les quitaran el sueño. Son y fueron tan reales que lograron superar a la ficción.

El realismo mágico poblano

Guillermo tuvo el privilegio de ser el primer embajador en el Vaticano, después de que Carlos Salinas de Gortari modificara la Constitución para que, como ya quedó asentado, en México las iglesias tuvieran personalidad jurídica. Antes había sido líder de la Cámara de Diputados, miembro del gabinete salinista y uno de los gobernadores en cuyo ejercicio ocurrieron hechos significativos que a cualquier otro mandatario le habría costado la chamba. El ya referido caso de Pantepec, uno de ellos. Otro: el controvertido triunfo del pri en la presidencia municipal de la capital, elección impugnada vía manifestaciones del pan cuyo candidato (Ricardo Villa Escalera) protestó por el fraude electoral cometido por el partido en el poder para, obvio, cambiar los resultados que no le favorecían. Uno más: el silencio sobre el crimen en Casa Puebla, donde el jefe de ayudantes del gobernador mató al jefe de ayudantes de la esposa del gobernador. El último de esta lista: la violencia en Huitzilan de Serdán la cual, como quedó asentado arriba, cobró dos centenas de vidas e igual número de sepultados clandestinamente.

No sé cómo pero Guillermo pudo sortear esos y otros problemas. Tal vez se debió a su olfato político, sentido que en él funciona igual o parecido al de los machos que perciben el aroma de las feromonas. Esta llamémosle cualidad le sirvió para convertirse en el primer gobernador que visitó la Universidad Autónoma de Puebla después de varios lustros de que la institución mantuvo cerradas las puertas a los priistas, en especial a los gobernadores. Él mismo relata este hecho con las siguientes palabras.[4]

En el inicio de mi gobierno… estaban rotas las relaciones entre la Universidad y el gobierno de Puebla. No había comunicación, entonces, el primer día tuve un desayuno en la Casa de la Cultura con el rector y, al término del desayuno, yo le dije: “Ahora, vámonos caminando a la Universidad sin elementos de seguridad ni nada”, y así llegamos, ante el asombro de los estudiantes… Caminé por los patios con él y subí hasta su oficina y ahí lo dejé. Cuando se quedó en su oficina me dijo: ‘Ahora permítame, yo lo acompaño a su coche”, y le dije: “No, señor, usted se queda aquí y yo me voy solo a tomar mi vehículo y, desde este momento, las puertas del gobierno de Puebla están abiertas para la Universidad, para los profesores y sus alumnos, porque para mí la Universidad y la cultura son de fundamental importancia”. De ahí me fui al Palacio de Gobierno y, ante todos los medios de comunicación, difundí y les di posesión a los miembros de mi gabinete y repartí a todos los medios mi declaración patrimonial de bienes que llevaba el sello de la Procuraduría General de la República del día anterior.

He aquí lo que sobre este pasaje de su vida le dijo Jiménez Morales a Blanca Lilia Ibarra cuando la periodista lo entrevistó preguntándole sobre el tema y la supuesta amistad que tuvo con el presidente López Portillo (libro citado).

En esa época, el presidente López Portillo tenía grandes amigos. Uno de ellos era Horacio Labastida, quien era rector de la uap y un hombre inteligente y pensante. Pero, según dicen en los corrillos, no me consta, las fuerzas de derecha se opusieron porque, según ellos, era un hombre de izquierda. También había algunos generales destacados que, sin embargo, dicen que la gente tampoco los aceptaba. Así que cuando se hicieron estudios para saber el grado de popularidad, arraigo y simpatía que tiene un candidato para determinado lugar y posición, salió mi nombre en una forma muy natural.

A propósito de Labastida, basándome en el “se dice” que utiliza Jiménez Morales, hubo una campaña emprendida por los empresarios motivados por la gente de Guillermo. Usaron la temible práctica del rumor para desprestigiarlo mediante el contraste de su filiación comunista con la ideología de los caballeros de Colón. Dijeron que de ser gobernador atentaría contra la religión y pondría en peligro a las escuelas confesionales que, con él al frente del gobierno, dejarían de serlo. Esto además de las otras variables producto del fanatismo religioso. Y como Puebla era como la cabeza de playa de las damas y los caballeros de la vela perpetua…

El relumbrón

Datos curiosos: durante el mandato jimenista nació la monumental Banda Campesina integrada por cinco mil filarmónicos de pueblo. Con ese macro grupo organizó sendas tocadas para impresionar a los presidentes José López Portillo y Miguel de la Madrid: los estudiantes de los centros escolares festejaron en sus mosaicos multicolores a los familiares del presidente de la República en turno. Puebla se convirtió así en sede de fenomenales actos nacionales como la reunión de los entonces dos mil 377 alcaldes mexicanos organizada para homenajear al presidente José López Portillo (octubre de 1983). A la hermana del presidente López Portillo (Margarita) se le declaró Benefactora de Puebla en un acto que parecía organizado para reciprocar los oficios esotéricos y por ende la influencia política de la señora. En fin, Puebla no escapó a la moda sexenal y el gobierno jimenista puso en práctica las inquietudes administrativas y moralistas de Miguel de la Madrid.

En la imitación de modas políticas nos llevamos el primer lugar. El 2 de febrero de 1984 se constituyó, previa modificación a la ley respectiva, la Secretaría de la Contraloría. También le entramos a la moral revolucionaria, a la consulta popular y a otras ideas presidenciales. De la noche a la mañana los funcionarios del gobierno se convirtieron en servidores públicos honestos después, claro, del clásico borrón y cuenta nueva en la página que, pasado el tiempo, volvieron a rayar.

Otro paréntesis:

Desde el inicio del mandato de Guillermo Jiménez Morales, varios de sus colaboradores fueron reubicados, en algunos casos de acuerdo a su especialidad y en otros conforme a su capacidad mimética. Marco Antonio Rojas Flores y Miguel Quirós Pérez, por ejemplo, sufrieron una purga disfrazada de promoción política. Los dos que habían sido contendientes de Jiménez Morales en la lucha por la postulación a la gubernatura, fueron removidos de sus puestos (6 de marzo de 1984) y enviados a “chambear” a los comités distritales municipales del Partido Revolucionario Institucional. Más tarde ambos recuperaron algo de lo perdido: Rojas fue alcalde de Puebla y Quirós (que ya había sido presidente municipal) llegó hasta la Judicatura Federal gracias a los buenos oficios del senador de la República (la primera vez) Manuel Bartlett: éste le dio el espaldarazo en reciprocidad a la lealtad de Quirós, líder del Congreso local durante su mandato.

La magia electoral

Como candidato presidencial, Miguel de la Madrid (el político más desinformado de este país) se congratuló por la copiosa votación de Puebla, proceso en el que —según declaraciones del propio gobernador Jiménez— se mató al temido abstencionismo. En aquella elección forjaron su prestigio varios mapaches, los mismos que después se incorporaron a la administración pública, algunos de ellos para brincar hasta el Congreso de la Unión.

Después de once meses de iniciado el mandato delamadridista, Puebla se vio inmersa en el relevo de 217 alcaldes y sus, a la sazón, 28 diputados locales. En la capital del estado, como lo apunté líneas atrás, el Partido Acción Nacional (pan) reclamó la alcaldía para su candidato Ricardo Villa Escalera: cientos de panistas lo acompañaron para manifestarse y rodear Casa Puebla, la residencia oficial del gobernador. La intención: protestar por lo que Ricardo llamó el más escandaloso fraude electoral.[5] El hecho cimbró la estructura anímica del gobernador; no obstante, Guillermo salió avante gracias a su capacidad de negociación: logró impedir la toma del inmueble y aprovechó la coyuntura para mejorar su imagen ante la opinión de los panistas y los empresarios poblanos, igual panistas.

A final de cuentas el triunfador en las elecciones para alcalde de la capital poblana fue el priista Jorge Murad Macluf. Esto aun en contra del panismo que festinó su victoria por tres votos contra uno del priista. Lo que según los críticos de la izquierda y derecha poblana había sido un terrible despojo electoral, obligó al gobierno a negociar la inclusión de la derecha en las administraciones estatal y municipal dándoles así una piscacha de poder político-económico; verbigracia: en un acto de “simonía empresarial”, varios proveedores del gobierno pasaron a ser miembros del comité de compras del mismo gobierno, o sea la Iglesia en manos de Lutero.

Fue tan evidente el acuerdo entre panistas y gobernador, que el rector de la Universidad Autónoma de Puebla (todavía no era Benemérita), Alfonso Vélez Pliego —entonces respetado por la burocracia debido al peso político de sus opiniones—, hizo un reclamo airado al gobierno del estado señalándole sus inclinaciones empresariales. El rector aprovechó la información oficial respecto al posible abanderamiento de las escuelas particulares del país reunidas en pleno en Puebla, y declaró a Excélsior (23 de marzo de 1984):

Las recientes concesiones a la derecha poblana pueden desencadenar un conflicto de igual magnitud como lo ocurrido en la década de los setenta, cuando se intentó desarticular el movimiento democrático universitario. Existe la posibilidad de que la universidad poblana se enfrente a las corrientes retardatarias que actúan dentro y fuera del gobierno. Las posiciones que se le han otorgado en la burocracia estatal (y) municipal, son para acallar su inconformidad por el resultado de las recientes elecciones.

Alfonso Vélez Pliego percibió que la reactivación y reagrupamiento de la derecha estaba destinada a influir en la vida política del estado y del país. Entre otras de sus declaraciones dijo que para ello la derecha había designado a Alfredo Sandoval González como presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana. Y éste pareció confirmar la sospecha de Vélez cuando aseguró: “los mejores tiempos para la Coparmex están por venir”. En esos días, la universidad pública poblana todavía conservaba su presencia crítica razonada. Esto a pesar de la sorpresiva visita que hizo Jiménez a la Universidad Autónoma de Puebla.

Suerte te dé Dios

La violencia en el campo difundida ampliamente por la prensa, obligó al equipo de asesores del gobernador a poner en práctica una estrategia destinada a limpiar y promocionar la imagen de su jefe. Como ya lo apunté, la organización Antorcha Campesina recibió la oportunidad de vigorizar y organizar su crecimiento.

No obstante, la información oficial fue mínima y bien tamizada para evitar el desgaste del gobernante poblano. Todos los burócratas de altos vuelos se dieron a la tarea de quitar los escollos de la ruta que Jiménez Morales había trazado para llegar a ocupar uno de los cardenalatos y desde ahí otear la Presidencia de México.

En apariencia todo marchaba muy bien; incluso, valiéndose de sus dotes paranormales, la influyente Margarita López Portillo detectó que el mandatario poblano poseía una extraordinaria estrella política. Este detalle más el incienso de sus colaboradores y su propio carisma, produjeron en el serrano la confianza que cualquier político mexicano requiere para ir en búsqueda del poder.

La segunda mitad del sexenio jimenista se destacó por la abundante derrama económica a favor del Ayuntamiento de la ciudad de Puebla: se remodeló el centro histórico y se construyeron diversos mercados para ubicar a los vendedores ambulantes. La inversión fue hecha con fondos federales y estatales así como con las aportaciones de la Fundación Mary Street Jenkins. Existieron dos razones fundamentales para afrontar lo que por el abandono de años se había convertido en un difícil reto urbanístico. Una de ellas: la posibilidad de que Puebla recibiera la distinción de Patrimonio Cultural de la Humanidad, para lo cual era indispensable cumplir con los requisitos internacionales. La otra buscaba allanarle el camino a quien, según el gobernador, sería su sucesor.

No debo omitir que las aportaciones de la fundación de Manuel Espinosa Yglesias, estaban etiquetadas. De ahí que las obras fueran asignadas a las empresas que propuso el benefactor de Puebla, quien alguna vez me lo dijo, en vez de evadir el fisco, se asociaba con él.

El apoyo del gobierno estatal a la administración municipal se hizo patente por la entrañable amistad del gobernador con el munícipe Jorge Murad Macluf, un hombre decidido a ser el mejor alcalde de la Angelópolis. El trabajo realizado por el munícipe llegó a convertirlo en un candidato natural a la gubernatura. Empero, pese a la simpatía que le profesaba Jiménez Morales quien hizo todo lo posible para lograr influir en su designación como sucesor, Murad nunca pudo figurar en la supuesta lista enviada por Manuel Bartlett a la residencia presidencial. A los pocos días del destape a favor de Mariano Piña Olaya, el alcalde de Puebla pereció a consecuencia de un accidente automovilístico. Meses después (1988) la Unesco otorgaba el reconocimiento a Puebla de Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Poco antes de que llegara a su término el mandato de Jiménez Morales, Manuel Espinosa Yglesias fue homenajeado por los empresarios de Puebla, mismos que, encabezados por el propio gobernador, le ofrecieron un aplauso de larga duración. Los dueños del dinero y acaparadores de los créditos blandos y también de los duros, peculio que años después formó parte de Fobaproa, se habían dado cita en el Centro Cultural Poblano para ser testigos de la entrega de la medalla Ignacio Zaragoza, que en esa ocasión el Congreso del estado le otorgó al ex banquero.

Emocionado, a punto de las lágrimas, don Manuel le preguntó al gobernante: “¿Y cuánto me costará esto?”. El rostro de Jiménez Morales adquirió el color de la vergüenza que surge cuando alguien descubre lo que el apenado no quiere que se sepa. Guillermo respondió sonriente, nervioso: “Nada señor, Usted ya nos ha dado mucho.”

Espinosa Yglesias no encontraba la forma de mostrar su agradecimiento ya que la medalla de marras “no le costaría nada”. De acuerdo con la costumbre y experiencia del millonario que forjó parte de su fortuna en su tierra (la lana de William Jenkins pues), la vida y el prestigio del héroe de Puebla deberían tener un alto costo tomando en cuenta su lugar en la historia. Así que sin pensarlo más se quitó de la muñeca el Patek Philippe de colección para obsequiárselo al hombre que vivía sus últimos meses como mandatario. “Tenga usted, gobernador le dijo con un nudo en la garganta, es un modesto presente de su amigo para que me recuerde y comparta conmigo estos gratos e importantes minutos”.

Aparte del oro y el mecanismo perfecto del Patek, pasadas las semanas, Espinosa Yglesias tuvo que ponerse con otro “cuerno” igual de millonario que las anteriores “donaciones” (el Parque Ecológico, el Mercado la Victoria, el campos de la UAP, la hoy controvertida UDLA). Visto el hecho con los ojos del optimismo, podemos decir que una vez más Zaragoza derrotó a las fuerzas invasoras, en este caso las que representaban a quienes en su época (1862) simpatizaron con los franceses traicionando a la República.[6]

Alianza y presiones

Inusitadamente los grupos de presión se fortalecieron durante el mandato de Guillermo Jiménez Morales. Entre otras cosas por el deterioro económico de la nación, pero en especial porque el gobierno local cooptó y/o contrató a sus dirigentes. Esa fue una razón para que resultara aplazada la solución de la mayoría de los problemas que abanderaron los diferentes grupos o membretes políticos. La estrategia para llevar la fiesta en paz con los empresarios, consistió en soslayar los reclamos sociales, actitud que propició la prevalencia de los conflictos que habría de encontrar la siguiente administración.

El titular del Poder Ejecutivo terminó su gestión casi inmaculadamente. Los únicos escollos de importancia surgidos al final del gobierno, fueron los propiciados por la agrupación de ambulantes “28 de Octubre”. La presión al ayuntamiento hizo que el alcalde Murad sacara la casta para formalizar diversos compromisos. Entre paros y plantones frente al palacio municipal, se firmaron convenios para que los ambulantes recibieran espacios en los diferentes mercados construidos ex profeso por el ayuntamiento (algunos inconclusos). Pero ni este compromiso ni los anteriores fueron respetados. Las calles de la ciudad continuaron ocupadas por las manifestaciones. A unos días de finalizar el sexenio, el ayuntamiento poblano signó el último compromiso que debería cumplir la siguiente administración: proporcionar la infraestructura necesaria para la construcción de otros mercados donde supuestamente se ubicarían los vendedores ambulantes.

El proceso de renovación de rector de la uap se realizó sin complicaciones. A pesar de que metieron la mano los alquimistas oficiales, Alfonso Vélez Pliego renovó su rectorado por una apretada diferencia en la votación.

Antorcha Campesina recibió apoyo de la administración jimenista con una ventaja: varias instituciones federales y el gobierno estatal le permitieron manejar o inducir algunas partidas presupuestales. Aunque la derrama económica en favor de esta organización no respondió a los programas sociales del gobierno, se cuidó que las inversiones estuvieran ceñidas al proyecto ideológico del Estado mexicano. Coincidentemente también se formalizó la alianza entre el mandatario poblano y en aquel tiempo líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”: la benevolencia del dirigente sindical quedó manifiesta con un obsequio de varios millones de pesos, dinero que debería estimular la producción agrícola de la entidad.

El Clero político y las cúpulas empresariales volvieron por sus fueros. Algunos representantes de la iniciativa privada local fueron contratados para llenar los puestos en la burocracia estatal. Otros buscaron la postulación para cargos de elección popular. Y la relación del gobernador con Rosendo Huesca y Pacheco, máximo jerarca eclesiástico de la arquidiócesis poblana, transitó sin tropiezos por los floridos y ocultos senderos que entonces usaban los dignatarios católicos para concertar sus negociaciones con los políticos con ánimo conciliador.

Al final de su mandato, Jiménez Morales estableció un récord que debería figurar en el libro de Guinnes: en un día nombró medio centenar de notarios públicos, entre los cuales destacaron varios profesionistas que le fueron leales hasta el último minuto, algunos con efectividad y otros por su mansedumbre. En algunos casos el mérito para recibir la patente notarial consistió en de ser hijos de los más cercanos colaboradores o amigos del mandatario estatal. En general, según declaró el notario Horacio Hidalgo Mendoza, miembro de número del notariado nacional, la designación de esta pléyade de jóvenes profesionistas incumplió con los requisitos establecidos en la Ley correspondiente.

Es destacable que su disciplina, confiabilidad y ortodoxia fueron determinantes para trascender a la política nacional, primero como líder de la Cámara de Diputados federal, después secretario de Pesca, y más tarde con el cargo que le llegó del “cielo”: lo designaron embajador de México en El Vaticano. Esto le permitió ser el conducto oficial para reinaugurar la relación del Estado mexicano con la Iglesia de Roma. El cargo fue algo así como el premio al respeto que había demostrado a los titulares de las distintas jerarquías del poder, incluida la Iglesia católica.

Y la mata siguió dando

El mandatario más heterodoxo de esa etapa fue sin duda Mariano Piña Olaya, sucesor de Jiménez Morales.

Piña adquirió fama debido a su desarraigo y por haber cedido el manejo político al único asesor de su gobierno: Alberto Jiménez Morales. Don Alberto, como le decían sus allegados, se ganó la confianza porque apapachó a Mariano desde antes de que éste fuera diputado federal por Huauchinango. En el ínterin, Alberto se enteró de la amistad de Mariano con el presidente Miguel de la Madrid Hurtado, cercanía que lo presentaba como el candidato natural a la gubernatura. De ahí que cuando se consolidó el proyecto De la Madrid-Piña, Alberto Jiménez Morales pudiera despacharse con la cuchara grande, además de manejar al pri poblano. Todo ello desde su lóbrega oficina del Palacio de Gobierno, inmueble que antes de ser la sede del poder Ejecutivo, había servido de bodega a una empresa cervecera.

Melquiades Morales Flores también estuvo bajo la férula del reconocido por la canalla burocrática como el “Gran Asesor”. Digamos que por ello tuvo que omitir las instrucciones de Luis Donaldo Colosio Murrieta, cuando éste lo designó presidente del Comité Directivo Estatal del PRI. El nombramiento animó a los miembros de la clase política porque, dijeron, “Melquiades garantizaba una buena interlocución con el poder”. Empero, hubo quienes al constatar su incontrovertible disciplina institucional menospreciaron a Morales Flores para arraigar la idea de que cualquiera podría ser dirigente del PRI, apreciación que una década después se afianzó en el círculo político cuando Mario Plutarco Marín Torres resultó designado presidente estatal de ese partido.

Las diferentes versiones sobre la debacle ocurrida cuando el PRI perdió el poder Ejecutivo del estado de Puebla, coinciden en que el Precioso lo llevó a la derrota por dos rutas, una casual y la otra preconcebida; a saber: el desprestigio de su gobierno y los tratos que hizo con el pan (Manuel Espino, dixit) e incluso con Rafael Moreno Valle Rosas. Su meta: lograr el retiro millonario, gozoso, tranquilo y con la patente de impunidad.

De haber sido el Partido Revolucionario Institucional un organismo político impulsor de la democracia (recordemos sus iniciativas para integrar a las minorías políticas al Congreso de la Unión), además de buscador de talentos y soluciones sociales de acuerdo con su plan de acción, al final del día se convirtió en una oficialía de partes que, como quedó asentado, tuvo momentos luminosos sí, pero enturbiados por las costumbres que encajan en lo que dijo Bernard Mandeville (La fábula de las abejas): “Los vicios privados hacen la prosperidad pública”.

Por todo ello el PRI representó la otra versión de la metamorfosis: podemos decir que se transformó en una cosa con la panza abombada, llena de patas y protuberancias que asustó a propios y extraños; conversión que produjo la felicidad del Partido Acción Nacional cuyos directivos supieron aprovechar la oportunidad para presentar a su partido ante la sociedad como la única alternativa de gobierno.

Surgieron así los buenos y malos augurios.

El relevo

Como ya dije, la designación de Jiménez Morales como candidato a la gubernatura es una de las excepciones que ha roto la regla presidencial. A diferencia de otros mandatarios estatales, Jiménez ganó la postulación gracias a la amistad y ayuda de Gustavo Carbajal Moreno, entonces presidente del Comité Ejecutivo Nacional del pri. Por el contrario, la designación de Mariano Piña Olaya obedeció a la tradición presidencialista dado que Piña había sido compañero de banca del presidente Miguel de la Madrid. Esta relación de cuates lo llevó a ocupar el gobierno de Puebla con el siguiente prolegómeno:

Al ser elegido para presidir la Cámara de Diputados en el periodo de sesiones que incluye la toma de posesión del presidente de México, muchos adivinaron el futuro de Piña Olaya y no pocos lo vieron como el enemigo a vencer. La artillería política desplazada contra el entonces diputado se topó con los afectos presidenciales que obligaron al secretario de Gobernación Manuel Bartlett Díaz a intervenir para sacar adelante la candidatura del amigo del Jefe y su colaborador en la Comisión Federal Electoral. De ahí que se toparan con hueso los denuestos contra del influyente diputado poblano. Y que Jiménez Morales no pudiera impulsar a su amigo Jorge Murad Macluf.

Quizá sin darse cuenta o tal vez con la esperanza de que se produjera un milagro político, Ángel Aceves Saucedo[7], entonces senador de la República, buscó, tozudamente y hasta el último minuto, la postulación como candidato el gobierno de Puebla. Uno de sus aliados, el arzobispo Rosendo Huesca y Pacheco, dejó correr el rumor de que Piña era el menos indicado para gobernar el estado (la actitud del dignatario coincidía con el sentir de importantes miembros de la iniciativa privada). Pero el desarraigo de Piña y su origen guerrerense quedaron resueltos cuando alguno de sus jilgueros sexenales le consiguió (o “descubrió”) el acta de nacimiento que lo hizo poblano. Ya quedó asentado que mientras Mariano disfrutaba de los privilegios de gobernador, Alberto Jiménez Morales (hermano de Guillermo) se hizo cargo de representarlo en los actos y decisiones políticas y gubernamentales para crear lo que pudo haber sido la primera gubernatura de facto en Puebla (excepto lo ocurrido en la época del avilacamachismo cuando los gobernadores imitaban a su paradigma, la historia no muestra antecedentes de algo que pudiera compararse con la figura política-administrativa que representó Alberto Jiménez Morales).

Plan con maña

Mariano dejó el puesto a Manuel Bartlett Díaz, personaje que llegó a la entidad despidiendo fulgurantes destellos republicanos. Recordemos que el presidente Carlos Salinas se encargó de su destape como precandidato a gobernador al incluirlo en la comitiva de una de sus visitas presidenciales a Puebla. Su intención: presentarlo como enlace de Sedesol en la entidad a fin de que la sociedad poblana lo conociera de cerca.

La fama política que precedía a Bartlett aplastó a los poblanos rejegos, incluidos los miembros del Clero, la iniciativa privada y la clase política local. Pero al fin operador político de altos vuelos, Manuel acabó por convencer a tirios y troyanos de que su experiencia podría ser la salvación del estado ya que, dijo, utilizaría su bagaje para “recuperar la grandeza de Puebla”, frase que usó como eslogan de campaña.

Una vez al frente del gobierno, Manuel Bartlett Díaz fue víctima de la herencia que le había dejado Piña Olaya. Ocurrió a los pocos días cuando tuvo que enfrentar a los empresarios poblanos que en tropel acudieron al Palacio de Gobierno para manifestarse en contra del ex mandatario poblano a quien tacharon de corrupto. Quiso convencerlos pero no pudo porque el centenar de manifestantes le echaron montón gritándole como “viejas gemebundas”, según la versión de alguno de los empleados del Gobernador. Exigieron que el nuevo mandatario denunciara y encarcelara a su antecesor; no hubo gesto ni palabras que convencieran a los dueños del dinero privado, la mayoría de ellos mecenas de los candidatos del pan. Lo destacable de aquella manifestación pacífica fue el hecho de que otro de los colaboradores de Bartlett hiciera las veces de aquel siervo romano encargado de ubicar en la tierra a su general (Mira tras de ti, recuerda que eres un hombre). El tipo se le acercó a la oreja para festivo susurrarle:

“Señor Gobernador: esta es la primera vez que la sede del poder se aromatiza con las fragancias francesas en vez del acostumbrado tufo campesino”.

Bartlett apenas sonrió. Convencido de que no habría diálogo se retiró a su despacho con la necesidad de pedir información sobre los cabecillas de ese movimiento en contra de Piña Olaya; supongo que aún le caía bien, talante que empezó a cambiar en cuanto aumentaron los problemas que heredó; uno de ellos: la venta de las tierras expropiadas a los ejidatarios de Momoxpan: al cancelarse las operaciones ilegales (todas), los compradores (muchos de origen libanés[8]) le reclamaron a Bartlett la devolución del dinero que bajo de la mesa había recibido el intermediario del gobierno. Lo único que se reintegró fue el pago registrado ante la Secretaría de Finanzas. La diferencia —quizá el doble o mucho más si considerásemos los bajos precios de venta y los altos porcentajes de comisión— quedó en los bolsillos de ése u otros mediadores a quienes Bartlett sólo conocía de nombre.

Inversores inmobiliarios

Una vez recuperadas las tierras, el gobierno de Puebla puso en acción la elaboración del ambicioso proyecto que requería la aprobación y financiamiento del gobierno federal. Así nació el Programa Regional Angelópolis, desarrollo que detonó la gran inversión de la infraestructura y la construcción de los edificios del centro comercial más importante de Puebla e incluso del sureste mexicano. Por lo sorpresivo del plan, éste parecía haber sido sacado de la manga del poder. Lo que podríamos llamar la justificación de Bartlett a ese acto de magia burocrática, apareció publicada en la columna entonces escrita por este relator. Hela aquí:

Era domingo cuando la imprenta me entregó un opúsculo sobre Carmen Serdán. Iba rumbo a mi casa y al pasar por la residencia oficial del mandatario Manuel Bartlett Díaz, detuve mi auto y acudí a la puerta para dejar con su ayudantía un ejemplar. “Es para el gobernador”, dije. “¡Espérese!”, me respondió seco el policía que sin decir agua va se metió a la casa. Cinco minutos después regresó para sorprenderme: “Pásele, el gobernador quiere hablar con usted”. Entré más asombrado que curioso y esto fue lo que pasó:

El librito de marras estaba sobre su escritorio. El gobernador vestía sus pants domingueros. Lo acompañaba “El negro”, su fiel perro.

—Qué bueno que vino a visitarme —dijo sonriente—. Gracias por el libro. A ver, usted que todo lo sabe —jugó cuando yo empezaba a sentarme—, dígame ¿por qué los poblanos no aceptan que mi gobierno haga el Paseo del Río de San Francisco?

No tuve que pensarlo mucho para responderle con la verdad:

—No los ha tomado en cuenta, Gobernador. Que yo sepa, nadie les ha preguntado o cuando menos corrido la atención para involucrarlos con su programa —solté confiado por la mirada amigable del labrador negro que acechaba echado a sus pies. Recordé a Orfeo, el perro que Unamuno convirtió en personaje de su “nivola” Niebla.

— ¡Pero cómo que no! —Respingó Manuel—. Durante mi campaña hicimos sondeos y encuestas sobre lo que querían los poblanos.

— ¿También sobre el Proyecto de Desarrollo Regional Angelópolis y el Río de San Francisco? pregunté travieso.

—Bueno, eso no porque cuando le presente el proyecto al presidente Salinas, éste me lo aceptó y en ese momento decidió venir a Puebla a ponerlo en marcha. Tuve dos días para preparar la visita y no me dio tiempo de informar a los ciudadanos: había que aprovechar el interés presidencial para que fluyeran los recursos federales…

Tuvo razón Bartlett porque el dinero manó a raudales en beneficio de constructores y proveedores poblanos, principalmente. Bueno, también de los comerciantes del poder que años después especularon con las tierras expropiadas por causa de utilidad pública (eufemismo altisonante).

Angelópolis

Nació así la zona comercial de marras en cuyo suelo sembraron la semilla que años más tarde germinó para dar los frutos que beneficiaron a los siguientes gobernadores, los cuales, curiosamente, hicieron lo mismo que Piña Olaya, pero arropándose con argumentos legaloides que, pasado el tiempo, soltaron la pestilencia que provocan los negocios turbios. Varios prestanombres se “sacaron el Melate”, dinero que repartieron entre sus mecenas políticos, operaciones que pasados los años Bartlett denunció, aunque sin éxito.

Desde el punto de vista arquitectónico y urbanístico, en las tierras que otrora fueron de los ejidatarios, se construyó el gran monumento a la corrupción, el más bonito, funcional y sobre todo productivo para los inversores inmobiliarios (léase políticos y testaferros), algunos de ellos blanqueadores de dinero producto de negocios burocráticos.

La dinámica comercial engulló a los siguientes gobernadores que no pudieron o no quisieron frenar la especulación de las tierras expropiadas con la promesa de darles el uso que infiere el concepto de “utilidad pública” y no, como ocurrió, para beneficiar a unos cuantos amigos, socios, compadres, cómplices y empresarios comerciantes del poder político o económico. En este último caso están los personajes cuya fortuna pudo haber sido fruto del moche, salpique, cochupo, gratificación, coima, comisiones, recompensa o dádivas bajo el agua, todas estas variables de la cultura de la corrupción. Y digo cultura porque la costumbre data de la época de la Conquista, inercia que me induce a compartir con los lectores algunas líneas de lo que escribí refiriéndome al origen de la corrupción en México[9]:

El efecto que ocasiona la corrupción tiene un proceso largo y penoso poco visto o analizado en virtud al otro trayecto, el luminoso que ha hecho del nuestro un país de oportunidades. Por esos fulgores se han soslayado sus orígenes a pesar de las protestas contra los corruptos. Se trata de un fenómeno cuyas causas se pierden en el día a día, circunstancia que obliga a revisar, aunque sea a vuelo de pájaro, algunos de sus antecedentes, o sea los orígenes de lo que hoy padecemos como lo que es, un cáncer social.

Como el tema es harto complejo seré arbitrario para resumir los orígenes de la llamémosle cultura de la corrupción que inicia con la Conquista, evento éste que produjo un choque de creencias y el encuentro de razas, detonador del mestizaje que nos ha hecho únicos y singulares:

Hernán Cortés llegó a la tierra de Anáhuac al lado de cuatro centenas de feroces soldados, tropa que recibió el apoyo de los frailes instruidos o condicionados —no lo sabemos con precisión— para que confesaran y perdonaran los pecados de la soldadesca, gente ésta por cierto de la peor calaña: violaciones tumultuarias; asesinatos de recién nacidos producto del “pecado” o cohabitación con las indígenas; castigos y torturas a los niños y a las mujeres; y la esclavitud disfrazada de encomienda cuyas víctimas, incluidos los niños, sufrieron cual ganado la marca del fierro candente. Los salvajes del viejo mundo sacudieron la esencia de la América indígena.

Paréntesis obligado:

…Lo que dio a los españoles una ventaja decisiva fue la viruela, que llegó a México en 1520 a través de un esclavo enfermo que provenía de la Cuba española. La epidemia resultante avanzó hasta matar casi a la mitad de los aztecas, incluido el emperador Cuitláhuac. Los aztecas supervivientes se vieron desmoralizados por la misteriosa enfermedad que mataba a los indios y perdonaba a los españoles, como si fuese un aviso de la invencibilidad de éstos. En 1618, la población inicial de México, que era de unos 20 millones, había descendido hasta aproximadamente 1.6 millones de personas.[10]

Sigo con el relato:

Además del sacramento de la confesión, la otra chamba para los frailes consistió en convertir al pueblo conquistado, trabajo que les resultó relativamente fácil debido a la espiritualidad combinada con los temores irracionales, la creatividad y la sumisión, actitudes todas que, gracias a las bondades del suelo, la ternura del pueblo y del clima, hicieron de la mexicana una raza fácilmente manipulable.

El padre de la corrupción

La razón del éxito español se debió, recalco, a la inocencia de los habitantes de América y, desde luego, a la perversidad de quienes llegaron ávidos de lo que en su país jamás hubiesen tenido: poder y riqueza. Estos incentivos aderezados con la buena suerte del conquistador, la viruela y el misticismo de los conquistados, permitieron a Hernán Cortés ser un hombre poderoso que no tuvo límites para lograr sus ambiciosos objetivos.

Don Hernán, padre de la corrupción mexicana, pasó a la historia como un personaje cubierto por las sombras de sus acciones, negrura que se iluminó con las luces del Encuentro cultural que él no planeó y, quizás, nunca entendió. Tampoco imaginó que llegaría a convertirse en el precursor histórico del mestizaje o pie de cría de la raza cósmica definida así por José Vasconcelos.

Cortés se topó con un pueblo noble profundamente espiritual y por ende supersticioso. Como gobernante tuvo la ayuda de los naturales que sin darse cuenta se traicionaron a sí mismos cuando vieron en él al mítico Quetzalcóatl, la deidad áurea que los abandonó prometiéndoles regresar, comprobando, además, que era inmune a la enfermedad que a ellos mataba. Como político ejerció el control valiéndose de su paradójico poderío militar, fuerza consistente en el uso de la pólvora y la táctica castrense-criminal de sus cuatro centenas de soldados sedientos de sangre, sexo y riqueza. Como hombre ambicioso supo manipular al pueblo, igual que pudo haberlo hecho el mítico dios blanco que seis siglos antes se había esfumado de la faz de la tierra. Como creyente se valió del pensamiento mágico del indígena, condición que le permitió utilizar la estrategia basada en causar temor entre los caciques que, de acuerdo con sus costumbres, ejercían el control sobre los macehualtin. Como ser humano fue una basura: genocida, frío, cruel, temerario, ambicioso, traidor, falso, mañoso, calculador. Como católico se sintió apoyado y perdonado por Dios a través de los “emisarios del Ser Supremo”, entre ellos —sin demérito de su confesor en turno— Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga, Pedro de Gante y Bartolomé de las Casas, los frailes cuya misión —inicio del trayecto luminoso que refiero arriba—, además de catequizar, fue la de rescatar la cultura indígena, implantar ideas sociales, establecer el sistema educativo amerindio, preservar la vida de los naturales de América y perdonar los pecados de la españolada, faltas que los alcanzaron para, supongo, herir su espíritu religioso lleno de buenas intenciones. Todo ello, insisto, bajo el enorme manto del catolicismo español, protección que hizo las veces de lastre al desarrollo intelectual, científico y cultural de México.

Todo cambia para que nada cambie

Con el Encuentro o Choque de civilizaciones empezó en América la conformación de la nueva sociedad cuyo sincretismo se formó con la otra mezcla, la de los fetichismos de dos pueblos: el conquistador y el conquistado. Esa lucha espiritual —por cierto todavía vigente— fortaleció las creencias sustentadas en la magia y reforzó las formas y estilos para engatusar, corromper, mentir, disfrazarse, sobornar y extorsionar, costumbres que impactaron a los religiosos de los siglos posteriores y, entre otros afectados, lastimaron a creadores como Sor Juana Inés de la Cruz.

Ni el incienso ni los rezos ni las promesas del cielo o la amenaza del inframundo, lograron espantar a los “malos espíritus” hoy posesionados del alma de los gobernantes que llegaron al poder —ricos o pobres— casi todos descendientes ideológicos de Hernán Cortés, unos y otros disfrazados de pueblo: los ricos de prosapia para permanecer “donde hay”. Y los audaces o pobres de origen, para ser aceptados en el club donde el que no huele a dinero apesta.

Han pasado más de quinientos años del arribo de Cortés al entonces territorio dominado por los aztecas. En ese lapso los mandatarios cambiaron sí, pero para actualizar las costumbres de sus antecesores. La clase gobernante se “modernizó” con el ánimo de dominar a los testigos fortuitos de cualquier estilo de corrupción. Diría Alfonso Reyes (Visión de Anáhuac): se trata de una rémora que ha hecho de la nuestra una tierra salitrosa y hostil.

La modernidad obligó al rico a inventar nuevos métodos que les ayudarían a explotar al menesteroso. El pobre que ambicionaba el poder político se vio obligado a adoptar estilo y costumbres de quienes se hicieron millonarios aprovechándose de los programas del gobierno y las inclinaciones corruptas de los gobernantes. Cada cual, a su manera, siempre dispuesto a manipular la confianza de la masa (todavía sumisa y supersticiosa), maniobras que permiten incrementar la fortuna personal basándose en la vieja pero aún vigente fórmula: los políticos pobres empeñándose en crear su riqueza económica y por ende el bienestar de sus herederos; y los que siempre han sido ricos, políticos o no, sacándole provecho a las necesidades de la gente.

Así de simple ha funcionado el sistema mexicano. No importa quién sea el mandatario en turno o cuál el partido en el poder. La mayoría de los gobernantes son succionados por la gran estela que dejó aquel capitán peninsular, el conquistador, reitero, de un pueblo sencillo, crédulo, inocente e impresionado por la imagen del hombre blanco y barbado; reproducción casual de quien seiscientos años antes arribó a las costas de América, llegada que —cuenta la leyenda— fue consecuencia de alguna de las contingencias marinas que empujaron a uno o varios grupos de navegantes de occidente. ¿Vikingos, chinos, siberianos? ¿Y por qué no extraterrestres?, preguntaría don Pedro Ferriz Santa Cruz.

El reflejo negro

El político mexicano actúa como si estuviera encantado por el “espejo negro de Tezcatlipoca”. Le atrae ese influjo. Se mete dentro del cristal azogado para, desde ahí, ver el reflejo invertido de su propia imagen. Digo “espejo negro de Tezcatlipoca” porque en él suelen mirarse aquellos que adoptan la vileza de ese dios de la noche y, en consecuencia, actúan como si se acogieran al poder de quien —nos cuenta la mitología azteca— nunca cambia porque domina el tiempo y los sentimientos de las personas que resultan perjudicadas por los contrastes y dualismos, fenómeno que, según el mito que parece realidad, ha dado forma a este mundo imperfecto, contradictorio, alrevesado, injusto.

Así pues, el que es rico y producto de esa égida se cree con méritos para especular con el dolor y la miseria del mexicano pobre; la razón: necesita incrementar su capital. Ahora bien, si se trata de un ciudadano de origen humilde pero que ingresó al mundo del poder político, lo común es que imite al rico no obstante que lo repudie por representar a quienes explotaron a sus ascendientes o ser clones de alguno de los que mancillaron la dignidad de la raza indígena.

El político pobre observa al rico como el dador de la oportunidad que le permitirá alcanzar el beneficio de la riqueza, mientras que el rico piensa en los pobres sólo porque le interesa mantener vigente el proyecto que incluye su renuevo sexenal, inserción que le ayudará a incrementar su capital. El poderoso dispuesto a negociar con los que explota, siempre y cuando saque provecho a esas concertaciones. Y el hombre-pueblo resignado con el trato que recibe —cualquiera que éste sea—, incluso ofreciéndose para engañar a sus semejantes, igual que como en su época lo hicieron los operadores indígenas de Hernán Cortés.

El que fue pobre y, por ende, “producto de la cultura del esfuerzo”, ve a su pueblo con ternura pero convencido de nunca más volver a esos sus orígenes modestos. Se corrompe para huir de la pobreza. Y a pesar de que presuma su pasado, lo que dice lo exterioriza dientes para afuera, consciente de que entre más dinero tenga más lejos estará de regresar a esa triste etapa de su vida. Esto lo convierte en un moderno cacique siempre dispuesto a vender a los suyos aunque traicione a su raza, ahora la cósmica; todo por obtener mucho dinero y algo de poder político.

De pobres a millonarios

Dicta la costumbre o tradición, que quien gobierna a la sociedad de cualquier estado o incluso del país, es porque antes de llegar a ese cargo tuvo que comprar voluntades o alquilar simpatías, “inversión” que el rico o los benefactores suelen recuperar a través de los programas de gobierno o, lo que es lo mismo, del dinero público. Son los “suertudos” que se creen elegidos de Dios y por consiguiente merecedores de los beneficios terrenales provenientes de la bondad de Jehová, Cristo, Mahoma, el Universo o el dios cuántico, depende sus creencias e intereses espirituales.

¿Por dónde empezar para extirpar el cáncer social cuyo origen es la corrupción?, preguntamos y cuesta trabajo responder. Así que mientras alguien descubre la fórmula ideal, a la sociedad le corresponde hacer del conocimiento público lo que muchos saben y les consta, ya sea por alguna experiencia personal, o bien porque el destino los hizo testigos de calidad o damnificados del poder. Cualquier acusación o señalamiento bien fundamentado dará mejores resultados que el guardar secretos por aquello del qué dirán.

La denuncia es pues una de las formas de librar el olvido que se produce cuando el poderoso ve a los demás como una estadística. Se trata de un acto que en el peor de los casos servirá para moderar la corrupción. Claro que existen riesgos; no obstante, éstos se minimizarán en la medida en que el pueblo haga suya la causa. Sólo hay que decir la verdad para que cesen las acciones de los modernos caciques que imitan a Hernán Cortés. Y para eso son útiles las redes sociales, los medios de comunicación y las ongs

La verdad un valor moral

La verdad tendrá que llegar a ser un valor obligado en el actuar de los gobernantes. Pero para lograrlo se necesita modificar el concepto de falsedad en declaraciones judiciales dándole otro sentido y penalidad. Ello implica que se legisle con la intención de que la mentira sea un delito grave y, en consecuencia, sin el beneficio de la fianza. Si ello ocurre en Estados Unidos, por ejemplo, donde hasta los presidentes pierden su chamba cuando se les descubre que mintieron o incumplieron su juramento constitucional, ¿por qué no en México?

Por desventura parece que eso no será posible mientras siga vigente el espíritu y las mañas de Cortés, el peor legado del mestizaje. Y menos aun si la política continúa siendo como la casada infiel que Federico García Lorca convirtió en poesía: en cuanto se tocan sus pechos, éstos se abren como ramos de jacintos…

¡Ay Cortés, que pinche herencia nos dejaste!

Lo que he escrito a vuelapluma y que usted acaba de leer, se fundamenta en los hechos que forman la historia, unos, y otros que constan en la hemeroteca o en la memoria de los ciudadanos. El mérito, si acaso lo hay, es recuperarlos para que sirvan como punto de partida a quienes les interese profundizar en la historia de Puebla y de paso en la corrupción que es el pan nuestro de cada día. Y también para fundamentar mi dicho sobre lo que defino como el más grande de los monumentos a la corrupción en sus distintas manifestaciones incluido el lavado de dinero, llamémosle burocrático (podría haber otros orígenes, claro): el desarrollo inmobiliario Angelópolis.

Ahí los dejo para su análisis.

Ahora vayan algunos trazos del talante de quienes hicieron historia en la Puebla del siglo xx. Después, en otro segmento, perfilo la personalidad de los gobernadores cuyo temperamento contrastó con sus actos de gobierno o con la ética que obliga el ejercicio de un cargo público, sea éste de elección popular o por designación del gobernante en turno. Repito ciertos hechos con la intención de insistir sobre la herencia que pudo servir de ejemplo o, en el mejor de los casos, de lección para no cometer los mismos errores.

Alejandro C. Manjarrez

[1]C. Manjarrez, Alejandro. Puebla, el rostro olvidado. Segunda edición. Ed. Buap, 1999

[2] Engolosinados por sus triunfos, los dirigentes empresariales sobrevaluaron su poder de negociación y menospreciaron el poder real de quien llegaría a la Presidencia de México. En uno de los actos de su gira de proselitismo electoral, López Portillo escuchó en voz de Gerardo Pellíco Agüeros la exigencia de los patrones poblanos: querían que el pri otorgara a los organismos empresariales una cuota de diputaciones.

[3] “Rodríguez Martín, en sus notas a la novela cervantina Rinconete y Cortadillo, escribe acerca de esto: ‘Palabras mayores son las injurias, como ladrón, cornudo, etc.’. Vulgarmente se llegó a llamar palabras mayores, por extensión, a todas las injuriosas, y no sólo a los cinco verdaderamente grandes, que eran las de gafo (leproso), sodomético (sodomita), cornudo, traydor y hereje. Ibarren, José M., El porqué de los dichos.” Fundación de la Lengua Española.

[4] Ibarra, Blanca Lilia. Op. Cit.

[5] Al comprobar que la elección iba a perderse, antes del cierre de casillas, hubo el operativo del pri para “robar” aquellas urnas donde el pan tenía una abundante votación. El coordinador de la campaña de Jorge Murad Macluf, era Melquiades Morales Flores.

[6] Texto publicado en mi columna del periódico Síntesis. 23 de julio de 2007

[7] Aceves escribía una vez por semana en un diario de circulación nacional. El comunicador del presidente De la Madrid, cómplice de Piña Olaya, subrayaba en el artículo palabras que unidas construían una frase contra el plan económico del gobierno, principalmente. Sabía que el presidente leería las líneas marcadas y que al hacerlo, como ocurrió, se molestaría con el senador al grado de eliminar cualquier posibilidad de apoyarlo. Esa fue una de las causas que ayudaron a la postulación de Piña Olaya.

[8] Los herederos del capital de sus padres procedentes de Líbano aún portaban el “virus” adquirido en la época de Maximino Ávila Camacho, cuando gobierno y gobernante eran sinónimos de buenos negocios.

[9]Confidencias del poder, en vías de publicarse.

[10] Ortiz Quezada, Federico. Código A (H1N1), diario de una pandemia. Ed. Taurus, México, 2009