“Con dinero baila el perro y con un poco más el dueño”
Mataron a Luis Donaldo Colosio, crimen achacado al gobierno entonces a cargo de Carlos Salinas de Gortari. Maldad. Antes había sido asesinado Lucio Cabañas, maestro de Ayotzinapa, homicidio que perpetró uno de los muchos tentáculos del poder. Maldad. Las muertes violentas de Manuel Buendía, Rafael Loret de Mola, Juan Jesús Posadas Ocampo y Francisco Ruiz Massieu, llevaron la indiscutible firma del Estado mexicano. Maldad.
Muchos son, pues, los asesinatos de personajes públicos y de gente que creyó en la política, crímenes que fueron rubricados por quienes detentaban el poder, también sinónimo de maldad. Medité sobre ello. Me creí infalible. Me sentí elegido de los dioses y tomé la decisión de puyar las fibras del deber que Arturo Ramos había abrevado en sus distintas actividades, la mayoría relacionadas precisamente con la seguridad del Estado. Esperé la oportunidad y ésta llegó más pronto de lo que yo había imaginado, desde luego acompañada de la maldad.
Ocurrió en una gira por los poblados que se ubican en las faldas del volcán Popocatépetl. El vehículo que me transportaba perdió uno de los neumáticos, daño que obligó al chofer a detener la marcha. La camioneta guía o de avanzada se había separado de la nuestra y los carros que nos seguían estaban muy rezagados. Parecía una conspiración a mi favor, ajena por cierto a la tesis que Coelho le achaca al Universo: me quedé solo con el conductor y Arturo Ramos, el militar que después de los tropiezos de Rasputín se hizo cargo de la coordinación de seguridad. Aquel momento de soledad me permitió escuchar el ruido de la naturaleza a veces contaminado con las voces del radio intercomunicador. Lo disfruté sin hablar hasta que Ramos observó que entre el ramaje de los árboles se alcanzaba a ver un viejo casco de hacienda. La señaló. Al observarla caí en cuenta que se trataba de la propiedad que había adquirido Irene Walter.
—Ramos, ¿sabes quién vive ahí? —inquirí.
—No Señor.
—Ese es el casco de la hacienda que compró la persona que grabaste el día en que se te ocurrió asustarme al salir sin avisar por la puerta secreta. ¿Ya se te olvidó? —seguí con mi indagatoria.
—No Señor. Lo recuerdo bien —respondió sin parpadear.
—Lo que es la vida, ¿verdad? Un bunker en medio del bosque donde podría estar oculto nuestro peor enemigo sin que nadie lo sepa —reflexioné mañoso.
La cara que puso Ramos indicó que había captado el mensaje. Me quedé callado esperando dijera algo que confirmara mi impresión. Iba a hablar cuando en su radio se escuchó la voz del conductor del vehículo de avanzada:
—Águila uno. Estoy ubicado en el entronque del camino que une a la carretera federal de Atlixco. Aún no los veo. ¿Hay algún problema?
—Negativo. Iremos para allá en cuanto mi compañero termine de cambiar la llanta. En diez minutos te alcanzamos. Avisa del retraso —respondió Arturo al tiempo que abandonaba la frecuencia del radio. —Señor, la avanzada está enterada de nuestro atrazo. ¿Se le ofrece algo? —preguntó con la cortesía del subordinado leal.
—Nada Ramos. Esperemos. —Respondí con la vista fija en la propiedad de Irene—. Bonito casco, no te parece —dije sin voltear a verlo—. Caras vemos…
—Debería comprárselo, Jefe.
—Quisiera pero, como dicen ustedes, está caliente. Además de este pequeño detalle yo sería víctima de otro de sus chantajes —lancé observándolo para ver si su “idioma corporal” mostraba alguna pista que me animara a continuar o a cambiar de tema.
Arturo iba a decir algo cuando volvió a sonar su radio: “Te tengo a la vista. Pido instrucciones”.
—Es la comitiva Gobernador. ¿Seguimos? Ya se cambió la llanta.
—Sigamos —le respondí mientras caminaba hacia la camioneta.
— ¿Me autoriza tomar cartas en el tema de la hacienda de Coss? —preguntó antes de que el chofer subiera al vehículo.
Sonreí, sólo sonreí. Arturo respondió con otra sonrisa y se ubicó al lado del conductor indicándole con la mano que continuara su camino. Y enseguida instruyó por radio a los rezagados para que nos siguieran a la distancia acostumbrada.