“El miedo no anda en burro”
La información confidencial que manejó mi equipo me permitió desarrollar algunas habilidades. Una de ellas: encontrar el origen de las causas. Había leído a Maquiavelo y Sartori, entre otros clásicos de la política. Tuve tiempo para hacerlo. En este ejercicio incluí varios thrillers literarios e incluso cinematográficos. Gracias a la imaginación de ilustrados, ensayistas, literatos y guionistas, pude desarrollar mi sexto sentido, el de la observación que permite visualizar escenarios probables. Voy a un ejemplo:
Entre los personajes de la novela de Luis Zafón (La sombra del viento) aparece el inspector Fumero, el policía que tiene un peculiar sentido del deber. El autor nos lo muestra como el prototipo de las mentes dañadas por el deseo de venganza combinado con la necesidad de satisfacer el ego. Recordé el pasaje al escuchar a Mary decir que para indagar sobre el percance de Irene tenía que observar el celo profesional de Arturo Ramos. Fue una de estas palabras la que actuó como la llave que abrió la puerta de mi mente para discernir la posibilidad de que Ramos también tuviera su forma peculiar de cumplir con su trabajo, o sea saldar las cuentas pendientes, las de él y las de sus jefes. La observación de la doctora me enfrentó a la posibilidad de que cualquier criminal psicótico enlistado en mi nómina le diera en la madre al prestigio de su jefe. De ahí que tomara la decisión de alejarme de las sospechas que trastocaran mi vida pública, como ocurrió a varios colegas, uno de ellos gobernador de Nuevo León, el mismo que, debiéndola o no, fue mencionado en autos como cómplice del asesinato de alguno de los abogados que litigó en contra de él y su gobierno.
Encontré la respuesta y justificación en lo primero que se me vino a la cabeza: lo que hizo Arturo, razoné, fue en cumplimiento de órdenes ajenas a mí entorno. De cualquier manera no quise desechar la sugerencia de Mary y protegí a Isabel de alguna acción estimulada precisamente por el síndrome Fumero, o sea la inercia del engañoso deber. Empero, aún tenía varios problemas: ¿cómo ordenarle a Ramos que olvidase el mensaje cifrado que alguna vez captó? ¿De qué forma explicarle que su misión ya había sido cumplida? Y lo más complicado: ¿qué argumento usaría para justificar mi omisión sobre el hecho de que Canal Dos no era Irene? Estaba obligado a hacerlo para alejar a esta mujer del peligro que significaba ser uno de los cabos sueltos. Así que llamé a Ramos horas después de su regreso del descanso obligado por su organismo que sufrió el ataque de un virus mutante producto de alguna de las influenzas importadas.
—Para qué soy bueno, Jefe —dijo con voz de convaleciente.
—Estoy preocupado por tu salud. Pero también por los pendientes. Así que si ya te encuentras bien ven a mi despacho —le dije con el mejor tono de voz que se me dio.
—En dos horas estoy con Usted, jefe —prometió.
— ¿Dejaste de ser portador de ese virus malévolo? —pregunté preocupado no tanto por su bienestar sino por la posibilidad de contagio.
—Afirmativo, Señor. Mi organismo está más que sano y mi cuerpo en plena recuperación.
—Entonces en dos horas te espero en Casa Puebla, ¿te parece? —condescendí.
Al cortar la llamada vino a mi cabeza la inspiración y encontré la forma de decirle a Ramos que ya no había ningún pendiente que cumplir. Así que me preparé mentalmente para involucrar a Isabel en un acto a mi favor, mismo que debería sonar heroico. Tenía que parecer convincente con lo que iba a ser una mentira piadosa. Armaría la historia basándome en lo que me causó una terrible vergüenza, bochorno equivalente al comportamiento que costó la presidencia de México y después la vida a Francisco R. Serrano. Sí, el general revolucionario que cerró los cabarets de París a donde había llegado para preparase y que, en vez de cumplir con esa misión, decidió gastarse en vino y mujeres el dinero de la beca republicana o callista, que entonces era lo mismo.
El cliente de Venecia
La técnica de usar la verdad para engañar me dio buenos resultados. Seguí la teoría de Agustín de Hipona basada en que hay ocho tipos de mentiras: las mentiras en la enseñanza religiosa; las que hacen daño y no ayudan a nadie; las que hacen daño y sí ayudan a alguien; las que surgen por el mero placer de mentir; las dichas para complacer a los demás en un discurso; las que no hacen daño y ayudan a alguien; las que no hacen daño y pueden salvar la vida de alguien; y las que no hacen daño y protegen la “pureza” de alguien.
Lo que le iba a decir era la verdad adicionada con una mentira, misma que, además de no hacer daño, salvaría la vida de Isabel. Mientras Ramos llegaba edité mentalmente mi propia historia sobre lo que había pasado en Venecia, anécdota que le solté en cuanto el militar puso sus botas en el despacho.
—No te he comentado lo que me pasó en Venecia, ¿verdad? —Dije, y sin permitir que articulara alguna respuesta proseguí—:
Lo que escucharás es, como siempre, para tu consumo personal. ¿De acuerdo?
—Ya sabe usted, señor Gobernador, que soy como la tapia del Pípila —respondió y puso cara de circunstancia.
—Sí, ya lo sé, pero no está por demás constatarlo. Siéntate por favor; allí en el sillón presidencial que según dicen tiene algún tipo de hechizo porque te hace sentir muy receptivo y republicano —dije señalándole la segunda réplica del sofá y enseguida adopté la entonación amistosa combinada con el acento de la advertencia—. Si sientes el impulso de reír, adelante, hazlo con confianza… —Como no chistó proseguí—: Bien, pues esta es la historia:
Llegamos a Venecia en una tarde primaveral. Imagínate el impacto emocional que sentí al estar en la tierra de Vivaldi y recorrer el Palacio del dux donde en alguna de sus salas hay una extraordinaria colección de armas mortales, todas diseñadas para cercenar tripas y miembros del cuerpo humano. Me pareció escuchar a los antiguos soldados diciéndole a cada uno de sus enemigos: “Te vas a morir pero antes sufrirás una agonía atroz”. En fin. Nos hospedamos en el hotel Danieli. Ya nos esperaban las putanas que, sin habérmelo consultado, contrató Juan Águila del Sol, que en paz descanse. Eran cuatro bellas italianas que se hicieron pasar como ejecutivas de alguna transnacional (los venecianos hacían como que les creían). Nos pusimos en traje de carácter y salimos con ellas a recorrer la Plaza San Marcos y escuchar música en el café Florián. Ya sabes, cuando turisteas en lugares donde nadie te conoce se te quitan las inhibiciones y presiones del cargo y te relajas al extremo. Bebimos en exceso pero sin perder la compostura. Éramos cuatro simpáticos melómanos mexicanos acompañados por cuatro italianas, cada una de ellas la reencarnación de las bellas mujeres de la Toscana, etruscas que en épocas pretéritas fueron botín humano para los inventores de la guerra bacteriológica, o sea los florentinos que lanzaron dentro de la amurallada ciudad de Siena cientos de cadáveres putrefactos, de animales obvio. Sólo así pudieron tomar la imbatible Siena.
Note descontrolado a Ramos; sin embargo, seguí con mi perorata barnizada de historia. Quise impedir interrupciones que pudieran quitarme la inspiración y meterme en las honduras que en los legos producen las precisiones históricas:
Pasada la media noche regresamos al hotel por las callejuelas de Venecia. No recuerdo cuántos pero cruzamos varios puentes después de haber visitado el Ponte dei Sospiri. En uno de los pequeños, quizá en el Ponte della Crea, no lo recuerdo bien, Juanito estuvo a punto de caer. Es cuando entre risas y bromas nos dimos cuenta que ya estábamos ebrios y tan alegres que la ciudad se nos hizo un pueblito inundado. Por prudencia decidimos llegar de dos en dos al hotel. Juan encabezó la comitiva y se encargó de obsequiar al gerente de turno un buen fajo de euros. Por ello no hubo reclamo.
El problema surgió cuando una vez bebidas tres o cuatro botellas de champaña decidimos hacer un show con las damas. Subió de tono la fiesta privada. Y en una de esas Juanito se echó a correr tras su putana. Ambos jugaban y retozaban. Ya sabes: risas, festejos, pellizcos, chupetes y porras. Prácticamente ocupamos los pasillos del hotel sin tomar en cuenta que en otros cuartos dormían personas ajenas a nuestro sarao. Hubo quejas y acudió el administrador acompañado de dos policías. Juan estaba en cueros y yo en calzones. Los otros dos andaban en las mismas. Las mujeres en toples mostrándonos la habilidad de los cirujanos expertos en modelar bubis. Todos listos para el naufragio en la mar de champaña sazonada con una cascarita de sexo.
Observaba a Ramos con la atención que ponen los psicoanalistas cuando aplican sus terapias y, como si fuese un chispazo, recordé el proverbio inglés que le leí a Carlos Fuentes: “El placer es breve, el costo altísimo y la posición ridícula”. Iba a mencionárselo como una de las acotaciones que hacen agradable los chismes, pero resistí la tentación porque pondría a la vista parte del andamiaje de mi propia tramoya con sabor italiano. Así que para evitar riesgos seguí con el relato producto de la imaginación en cuya trama había mezclado algunas de mis vivencias, incluida la inglesa-mexicana que acabo de citar:
Discutimos con los policías y el personal del hotel. A punto estaba de declararme culpable cuando providencialmente llegaron a hospedarse Irene e Isabel. Ésta última empleada de la embajada de México en Italia, condición que le permitió interceder para salvarnos del ridículo y de la cárcel que seguramente olía a humedad y fluidos renales.
En la referencia a Isabel no se me salió ninguna inflexión de voz que revelara la mentira que usaría para lo que enseguida comento:
Al otro día pagamos los “daños” que no hubo pero que el gerente —supongo que siciliano o tal vez napolitano, orígenes muy parecidos al mexicano— estableció que el perjuicio costaba diez mil euros más. Constaté que Isabel se había convertido en nuestra aliada, no así Irene a quien jamás pude convencer. Incluso, pasados los meses, ésta última pretendió chantajearme con varias fotografías que consiguió nunca supe cómo ni de quién. Pero Isabel se encargó de salvarme de aquella que parecía una extorsión muy bien elaborada, actitud que le ganó mi afecto eterno.
Fue esta última “confesión” o mentira la que cambió la cara de palo de Arturo. Su expresión denotaba extrañeza por mi apostilla, a propósito plagada de nombres italianos. En ese momento decidí soltar mi argumento salvador:
—Te he comentado lo que escuchaste porque quiero que te encargues de la seguridad de Isabel. No tú directamente, obvio, sino alguno de tus hombres.
El tipo sólo asintió. No dejó ver lo que pensaba. Parecía un jugador de póquer dispuesto a ocultar su juego hasta en su respiración. Insistí:
— ¿Ha sido clara mi petición? Si tienes alguna duda dímela, Ramos —le advertí pensando en el elaborado crimen de Balerín.
—Ninguna Señor. Bueno, si tengo una duda: ¿La señorita va a formar parte de su gobierno?
—Buena pregunta, Arturo: no sólo formará parte de mi gobierno sino que le he encargado uno de los proyectos más importantes, algo que me ordenó el Presidente. Creo que, y aquí te haré una confidencia —volví a mentir—, Isabel será designada embajadora en algún país de Europa, tal vez Italia. Por ello, según me dijo el secretario de Relaciones Exteriores, el interés presidencial en mantenerla lejos de los reflectores hasta que se haga oficial su propuesta y nombramiento.
De esta forma usé una de las mentiras que no hacen daño y pueden salvar la vida de alguien. Garanticé así que Isabel no siguiera el camino de su hermana Irene. No obstante, todavía me quedé con la duda que siempre asalta, sobre todo cuando dependemos de alguien para el cual la violencia es la parte lúdica de su vida gracias a la adrenalina que suele alimentar el ego sostenido precisamente con las emociones fuertes. Para Ramos, la hermosa Isabel podría ser una emoción fuerte, más aún si seguía considerándola virago.
—Tengo una pregunta, señor Gobernador —dijo Arturo usando voz de circunstancia—. ¿Entonces no era la señorita Isabel la persona que llegó a su despacho con la espada desenvainada?
La duda me sorprendió porque pasé por alto aquella confusión que malévolamente no había querido aclarar. Basándome en lo dicho por la doctora de la Hoz, pensé rápido y respondí valiéndome de algo que se me figuró una metáfora:
—Mira Ramos: todas las mariposas son iguales en su proceso de metamorfosis. Es el caso de Isabel e Irene cuyo desarrollo estuvo en manos del presidente Cordero. Él es el dios sexenal, el que determina tu destino, el mío o el de quienes le rodeamos y servimos. Así que dejemos las cosas como están y no preguntemos lo que se nos está negado conocer. Simplemente hagamos aquello que se nos indica. ¿Estás de acuerdo?
—Afirmativo, señor Gobernador —dijo Arturo convencido más por su disciplina que por el argumento.
Sentí que había acertado al ingresar en el espacio mental de Arturo, actitudes dominadas por el deber. No obstante, la incertidumbre me indujo a reinventar a Gabriel Guaraguao. Lo llamé con la intención de ubicarlo en su nueva función: le había compartido mi preocupación por Isabel y con base en ello le asigné la nueva responsabilidad encargándole, precisamente, que la cuidara de todos los escoltas, en especial el que le asignaría Arturo. Le dije que tenía un mal presentimiento pero que, como era eso, una conjetura que no llegaba a presagio, que se abstuviera de comentarlo preparándose para lo peor.
—Tanto la señorita Isabel Coss como la doctora De la Hoz —le advertí— deberán quedar a salvo de cualquier atentado. No quiero errores ni disculpas…
—Ya cometí un error, Jefe, y usted me salvó —interrumpió el tipo —. Esté tranquilo. A partir de este momento la mujer queda protegida contra cualquier cosa que la pueda afectar —dijo con un dejo que parecía buscar convencerme de su eficacia instantánea y en consecuencia de los controles que manejaba para poder comprometerse con la frase: “a partir de este momento nadie le hará daño. Quien intente tocarla morirá en el intento”.
Mi conciencia quedó más o menos tranquila con la reacción de ambos, Ramos y Guaraguao. Había manejado bien los hilos de mis marionetas, las más difíciles de controlar debido a que vivían sobre la cuerda floja. Tuve que conformarme con esperar a que mis dos colaboradores no me fallaran. “Si yo fuese arzobispo —pensé—, tranquilizaría mi conciencia con una oración y la ofrenda de un cirio pascual cuya flama iluminara el rostro del Santísimo”. Pero no: estaba en las antípodas debido a mi posición de titular del poder Ejecutivo.