“La mejor ventura es gozar de la coyuntura”
Si existiera el espíritu de los muertos, no dudo que tanto Herminia de la Cruz —pie de cría de mi familia— como Sor Juana Inés de la Cruz —semilla literaria-cultural de México—, habrían disfrutado las revelaciones de Isabel. La primera porque al desnudarse encueró a los misóginos de su época cuya hipocresía los mantuvo esclavizados entre la religión y la naturaleza, cadenas que les impidieron ejercer su derecho a disfrutar los placeres de la carne. Y Sor Juana porque al desvestir su alma arrancó las máscaras de la simulación que existía y aún persiste en las trampas que pone la fe, añagazas de la religión inventada por el hombre desde que su razonamiento se basó en lo que dijo Tertuliano: “Creo porque es absurdo”.
Sea real o imaginaria esa fuerza, lo que nos rodea es la energía de las mentes privilegiadas. Las que dudan porque no aceptan nada como artículo de fe; las que desconfían porque rechazan el autoengaño; las que han hecho del escepticismo el método para buscar la verdad; las que como la de Juan Pablo II, saben que la ciencia puede purificar a la religión del error y la superstición.
Podría apostar a que Juana y Herminia se hallaban en esa frecuencia aunque con las limitaciones impuestas por el poder religioso de la época. Ambas (en especial la monja) vigorizaron su pensamiento al adoptar la idea que cuatro siglos más tarde el Papa Juan Pablo II concretara en las palabras que cito arriba, reflexión que complementó con el siguiente razonamiento: “La religión puede purificar la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos. Cada una es capaz de conducir a la otra a un mundo más amplio, un mundo donde ambas puedan florecer… Es preciso alentar y alimentar los misterios integradores.”
Me di cuenta que Isabel Coss había incursionado en la dimensión donde flota la energía de mujeres paradigmáticas. Pudo haber sido, por qué no, uno de los cerebros receptores de mensajes que ahí están, en el espacio relativo donde el tiempo se detiene, suspensión que permite que otros tiempos se entrelacen. Lo percibí o lo imaginé inspirándome en la espontaneidad de Isabel, estilo que contrastaba con su personalidad. Por su evidente interés en crecer, se me figuró como la moderna personificación de Herminia. Sin habérselo propuesto puso frente a mí lo que a pesar de ser visible para cualquier buen observador, yo no había querido ver.
—Mi madre, como ya te comenté —dijo Isabel con la templanza que hizo más bella su naturaleza—, fue una mujer que sufrió mucho y por ello obtuvo una percepción fuera de lo común. Entre los consejos que le escuché, me recomendó que siempre hablara con la verdad. Y que si acaso llegaba a toparme con la cerrazón del o los interlocutores, que antes de reaccionar negativamente o molestarme recordara las palabras de Johnny Welch.
Al escuchar ese nombre, el de Welch, levanté la ceja izquierda, la que usaba para mostrar mis dudas. Me sonaba pero no sabía por qué.
—Sí, señor Gobernador —dijo y abrió un poco más sus enormes ojos en ese momento de tono grisáceo—. Me refiero al humorista y ventrílocuo mexicano que además cuenta con dotes de poeta y escritor —aclaró—. Cuando ella, mi madre, que no era ilustrada pero sí sensible, escuchó esta variante del actor, pensó que su hija tendría que silabear esas líneas para entender que la sensibilidad no tiene porqué chocar con el sentido lúdico de la vida y menos aún con la erudición. Hay personas que, como Garrick, ríen llorando, me dijo.
—Conozco la poesía de Juan de Dios Peza. Pero… ¿y qué fue lo que dijo el tal Welch?—pregunté con el asombro de la ignorancia que propicia estar alejado del mundo de la farándula.
—Te noto ubicado en el espacio de la ironía, Gobernador —reviró sospechosa y mostrándose molesta.
— ¿Eso dijo…? —pregunté en son de guasa y ella hizo una cara que presagiaba algo malo. Ipso facto aclaré—. Perdón Isabel. Estoy bromeando. Conozco poco del personaje. Así que mejor te escucho… Y con respeto.
—Más te vale para que yo no te lo pierda. ¿Estamos?
—Estamos —aseveré complacido por haber encontrado a otra mujer bragada.
—Bien. Esto es lo que escribió Welch —dijo y agregó valiéndose de su memoria:
Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan. Dormiría poco, soñaría más. Entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz. Andaría cuando los demás se detienen. Despertaría cuando los demás duermen… Y escucharía cuando los demás hablan…
—Sí, sí, ya recuerdo el lado formal del personaje —interrumpí—. Incluso se creyó que estas palabras pertenecían a la pluma de Gabriel García Márquez. ¿Pero cuál es el punto? —pregunté con la desesperación que nos ubica en el umbral de la insolencia.
—Buena pregunta —dijo como si ella la hubiese propiciado—. Que todos, y lo incluyo señor Gobernador, podemos ser marionetas cuya voz y actos provengan de otros. Ese es el punto don Herminio de la Cruz y Talcuilo. Cordero fue una marioneta de Irene hasta que éste se enteró de la travesura gracias a sus servicios de inteligencia. Ella jugó rudo. Y él le respondió de la misma forma.
— ¿Quieres decir que el Estado planeó su accidente? —pregunté directo, preocupado; sin ninguna delicadeza pues.
—El Presidente es el dios sexenal de nuestro sistema teocrático. Te hizo a ti; también hizo a mi hermana. La diferencia es que Irene fue una doble marioneta gracias al control que sobre ella ejerció su hermano Yanga…
— ¿O sea que yo era o soy la marioneta de Emmanuel? —pregunté esperanzado en una respuesta negativa.
—Cuando menos lo fuiste durante el tiempo en que la mano de Irene te tuvo asido del cuello —asestó la dama—. Haz un ejercicio de memoria y descubrirás algunas pistas de cómo te controlaron.
—Debo entender que en ese control o manipulación estuvo de acuerdo el Presidente. ¿Así es? —Cuestioné preocupado por la que podría ser una respuesta afirmativa—. ¿Y que además vivimos en un gran teatro guiñol? —Agregué si poder ocultar mi enojo.
— ¡Cierto! Yo no pude haberlo dicho mejor. Pero para tu fortuna, creo que de manera casual te liberaste del control; es decir, dejaste de ser una marioneta manipulada por dos personas para, tal vez, sin pretenderlo, eso tú lo sabes mejor que nadie, adquirir vida propia al manejar los hilos que no te pertenecían. Por razones obvias conozco los antecedentes.
—Porque te lo dijeron —quise inducir.
—Porque lo escuché —machacó.
Iba a preguntar más sobre el asunto cuando entró la doctora De la Hoz. Aún conservaba su gesto de coraje. Le sonrió a Isabel antes de preguntarle:
— ¿Ya lo sabe?
—Sí María, se lo dije en el mejor tono que se me dio. Me faltó la segunda parte.
Las miré a las dos. Ellas también me vieron, una con el mechón rebelde tapándole parte de la cara, y la otra con sus enormes ojos bañados por tonalidades aceradas. El colorido y belleza de ambas formaban un hermoso cuadro que me recordó el arte de Emile Munier. Entendí que a partir de ese momento mi vida estaría en manos de las dos mujeres, ambas protagonistas importantes en mi vida, las mismas que en un descuido, para manipularme, podrían tomar los hilos y las crucetas del titiritero de Los Pinos.
—Sé lo que estás pensando —intervino Mary con la actitud de seriedad que tanto me preocupaba—. Pero te equivocas porque nunca serás nuestra marioneta.
Otra vez me sorprendió la doctora. Para defenderme quise decir que ya lo había sido. Pero me aguanté porque necesitaba aliados en vez de enemigos. Pensé antes de hablar y callé todo lo que pensaba.
—Después de sus revelaciones debo preguntar si alguna de ustedes sabe cómo fue el accidente de Irene —se me ocurrió preguntar. Las dos mujeres se voltearon a ver como si quisieran ponerse de acuerdo en el uso de la palabra. Mary fue la que habló dándole a su voz un tono autoritario:
—Esa es la segunda parte que, por lo que veo, no te dijo Isabel: Herminio de la Cruz, tú tendrás que indagar con Arturo Ramos. Estoy segura que él podrá responder tus dudas.
Se me escapó la onomatopeya ¡Uf! Y cuando iba a ahondar sobre el último comentario sonó mi móvil.
—Habla su amigo el arzobispo —dijo Froylán al escuchar mi “¡bueno!”—. Le tengo noticias de nuestra red. Necesitamos reunirnos como siempre, en privado. Si le parece mañana a la misma hora y en el mismo lugar.
Estuve de acuerdo. Y, para no variar, el hueco de la angustia empezó a manifestarse donde siempre, en la boca de mí vapuleado estómago convertido en receptáculo de los peores jugos gástricos. Sin embargo, no obstante la llamada del Arzobispo, persistió aquel “¡uf!” en mi mente porque recordé la obsesión laboral del jefe de escoltas: Isabel Coss estaba en peligro. Así que sin cortesía de por medio ordené a las mujeres:
—Mary, el Arzobispo nos tiene noticias. Espero que sean interesantes pero sobre todo que sirvan a la causa. Isabel: olvida tus compromisos personales y mantente cerca de la doctora hasta que yo hable con Ramos, no tanto para interrogarlo sino para frenar la inercia de su cultura pretoriana.
Mis palabras propiciaron que ambas levantaran sus bien definidas cejas. Sus miradas escudriñaron mi rostro. Como no encontraron ninguna respuesta les invadió la duda que antecede a la preocupación.