Tal vez este tiempo nos está pidiendo desprogramarnos...
A veces creo que los hombres cargamos en los huesos una nostalgia que no es nuestra. Como si lleváramos en el pecho las ruinas de un templo que no construimos, pero del que aún somos guardianes. Desde pequeños, alguien nos susurra —sin palabras— que debemos ser fuertes, salvar, proveer, proteger. Que el amor se demuestra con valentía, con escudos, con la espalda endurecida por el trabajo. Que ser hombre es sostener el mundo… y hacerlo sin llorar.
Crecemos buscando espadas invisibles. Queremos ser el héroe de alguien. Queremos cuidar a la mujer como si todavía viviera en un castillo rodeado de dragones. Y a cambio, pedimos algo que no sabemos nombrar: paz, ternura, sentido. Que ella nos salve también, sin que lo parezca. Que su amor nos acaricie las heridas que no nos atrevemos a mostrar. Que su sola presencia justifique nuestras batallas.
Pero algo ha cambiado. Las mujeres han despertado de esa historia. Se han soltado del cuento donde eran rescatadas. Ya no esperan al jinete. Caminan solas. Se arman con su voz, con su cuerpo, con su historia. Se descubren completas, sin necesidad de ser complemento de nadie. Y eso, para muchos hombres, ha sido un temblor.
Nos sentimos desplazados. Confundidos. Si ya no somos salvadores, ¿qué somos? Si ella no necesita que la cuidemos, ¿cómo se ama desde otro lugar? Si la fortaleza ya no está en los músculos ni en la billetera, ¿dónde está?
Tal vez este tiempo nos está pidiendo desprogramarnos. Quitarnos la armadura. Ser hombres sin escenografía. Amar sin roles, sin contratos invisibles, sin jerarquías encubiertas. Tal vez el nuevo heroísmo sea mirar a los ojos sin miedo, sin pose, y decir: aquí estoy, sin saberlo todo, sin tenerlo todo, pero queriendo compartirlo.
Quizá aún hay lugar para los hombres. Pero no para el que manda. Ni para el que exige. Sino para el que aprende a habitar el silencio y a construir desde el lado blando del alma.