No, señores. El Periférico no es una autopista...
Hay una fauna salvaje que emerge todos los días en el Periférico Ecológico. No hablo de los perros que cruzan entre carriles ni de los zopilotes que sobrevuelan las zonas industriales; me refiero a los automovilistas con placas de otros estados que confunden esa vialidad con una pista de la Fórmula 1. La ley —esa vieja costumbre olvidada— dice que el límite es de 90 kilómetros por hora. Noventa. No 110, no 150, no “lo que dé el carro”. Pero parece que hay quien entiende lo “ecológico” como “exprés”.
Los que vamos por el carril de “alta” —con el control crucero activado y la conciencia tranquila para no pagar fotomultas— nos convertimos en los villanos del camino. Nos echan las luces, nos rebasan por la derecha, nos avientan el coche. Uno pensaría que van al hospital con una parturienta en el asiento trasero, pero no: van tarde al gimnasio, o simplemente van. En ese frenesí automovilístico, el Periférico se convierte en un teatro del absurdo con una escenografía de asfalto y humo.
En algunos tramos, y a ciertas horas, la velocidad se desploma al ritmo de tortuga asmática. Vas a vuelta de rueda, escuchando el pódcast de tu gurú de calma interior mientras, a tu lado, una señora guapa en camionetón va texteando como si no existiera el mañana. No mira el camino, pero tampoco se altera. Hay una serenidad casi budista en su desprecio por el peligro: ella y su camioneta de lujo se desplazan como si la ley de la gravedad fuera opcional.
Y luego vienen las escenas dantescas. Una camioneta negra persigue a un sedán con las luces altas; una moto con dos tripulantes se cuela entre ambos, rozando los espejos; un adulto mayor, al volante de un compacto, se aferra al volante como quien sostiene su última oración. En la mente del reportero de nota roja se proyecta la película que podría ser: una lluvia de vidrios, sangre y tripas rodando sobre el pavimento caliente. Pero no pasa. El milagro cotidiano del Periférico Ecológico: cientos de locos al volante que, por alguna razón inexplicable, todavía llegan vivos.
El clímax vino una tarde cualquiera. Al pasar por una cámara de multas, frené para evitar el flashazo —hay cámaras en las pendientes, y no hay auto tan preciso como para mantenerse en la velocidad máxima—. El acosador de atrás, en su Tiguan con placas de Morelos, pensó que lo estaba provocando. Me rebasó, se cruzó frente a mí y frenó en seco. Un duelo de estupidez y reflejos. Yo, estoico, reduje la velocidad con la misma calma con la que se apaga una vela. No me inmuté. No me bajé. Quizá mi serenidad lo desarmó.
Pero luego lo pensé: ¿y si no supiera manejar? ¿Y si el pánico me hubiera hecho golpearlo, levantarle el costado izquierdo y voltearlo sobre el pavimento? Al final, no pasó. Yo seguí mi camino, él siguió su vida, y el Periférico Ecológico siguió siendo lo que es: una jungla con señalamientos.
No, señores. El Periférico no es una autopista. Es una metáfora del país: todos creen tener prisa, nadie sabe a dónde va y, al final, todos terminan frenando ante la cámara.