Juan Sandoval Íñiguez no despegó la vista del vino que él personalmente servía ponderándolo como uno de los mejores de su cava...
Juan Sandoval Íñiguez no despegó la vista del vino que él personalmente servía ponderándolo como uno de los mejores de su cava.
—Hágame usted el honor de probarlo —dijo el cardenal a Guillermo Jiménez Morales al tiempo que señalaba con sus ojos la copa y veía a Tití, el chango adoptado por el prelado.
El sorprendente color de la bebida caía sobre el cristal como una cascada llena de magia. Guillermo hizo la cata y aprobó el vino sin poder ocultar su desasosiego por la fría y agresiva mirada del pequeño mandril que lo observaba como si fuese un intruso o el peor enemigo de su especie.
—Este es un excelente y maravilloso vino —respondió Jiménez—. Su sabor se percibe suave y potente, con un bouquet especiado y elegante: es de lo mejor que he tenido en el paladar, señor Cardenal, gustillo que invade todos los sentidos; sensación y aroma que se enriquece al ver su color cereza, oscuro, cautivante, seductor.
Guillermo aspiró profundo para mostrar a su anfitrión la satisfacción de encontrarse en ese lugar —había dicho al ayudante que lo acompañó— bendecido por Dios (y la diosa fortuna que suele acompañar a la simonía).
—Gracias su Eminencia por esta inolvidable oportunidad —remachó como si estuviese iluminado—. Aprecio en lo que vale lo extraordinario que resulta compartir con usted unos sorbos de la milenaria cultura vinícola.
Cardenal y Embajador se quedaron viendo como si quisieran transmitirse algunos de sus pensamientos igual de campanudos. El simio, que los miraba nervioso, parecía interesado en captar las sensaciones de sus dos enormes dioses, uno muy cercano a él, y el otro tan sospechoso como El extraño, aquel personaje antisemita llevado a la pantalla por Orson Welles.
La animada conversación versó sobre la cultura universal y la religión en su nueva cruzada para recuperar adeptos. Las palabras de ambos recorrieron los dos mil años de la historia de la Iglesia, incluida su lucha contra el poder civil, confrontación llamada Guerra Cristera. A ratos el ambiente olía a incienso y en momentos se percibía el perfume del poder de esos dos hombres cuya vida se amoldó en cuanto empezaron a hablar de las funciones delegadas al César; “¡por Dios!”, acotó enfático don Juan.
Hubo muchas coincidencias en los tópicos que se tocaron en aquel encuentro cívico-religioso. Cardenal y Embajador platicaron como si fuesen viejos amigos. Los prominentes labios de los dos personajes eran observados por el chango que parecía deseoso por integrarse a la conversación. Íñiguez estaba complacido con la actitud de su adorada mascota que así como ponía interés en la plática, de repente se rebelaba para acercarse desvergonzado a don Guillermo.
— ¿Le molesta Tití? —preguntó el prelado una y otra vez pero sin hacer nada para impedir los excesos del pequeño eslabón perdido, entre ellos meter sus deditos peludos en el plato del Embajador.
—No, para nada; no me molesta este simpático changuito —mintió Jiménez sonriente, hipócrita—. Es un buen detalle de su parte, señor Cardenal, el cuidar y educar al mono cuya mirada tiene los destellos de una inteligencia precoz, rayana entre la racionalidad y el instinto animal.
—Dios así lo determinó —terció el príncipe de la Iglesia—. Quizá quiso mostrarnos que hay muchos hombres que parecen racionales pero que sólo son malas imitaciones de este bello animalito.
Plática de altura
La pomposa conversación se fue animando conforme el vino penetraba sus organismos hasta formar parte del torrente sanguíneo. Se vertieron ideas y glosaron costumbres, e incluso discutieron con civilidad distintas lecturas e interpretaciones sobre ensayos trascendentes como El laberinto de la soledad y Visión de Anáhuac, de Octavio Paz y Alfonso Reyes, respectivamente.
Cultos pero en las antípodas, anfitrión e invitado pudieron haber recordado el verano de 1691, año de calamidades. Imagino que hasta conversaron sobre la tragedia de las cosechas perdidas por las intensas e inusitadas lluvias. Y también de los efectos que produjo la falta de leña y carbón, y de las inundaciones de la ciudad de México, y del hambre que hizo estragos entre los pobres, y del inesperado eclipse de sol, y de la aparición del chahuistle en las pocas milpas que quedaban, y de la escasez de maíz y trigo, y de la presencia de los acaparadores y especuladores que nunca faltan amparados también por la diosa fortuna, y de la hambruna que concitó las protestas del pueblo contra las autoridades, en fin, todos ellos infortunios que afectaron al virrey cuya imagen decayó igual que había caído el prestigio y la economía del gobierno civil.[1]
Aventuro al decir que esta parte de la historia fue uno de los hilos conductores de aquel encuentro. Me baso en el interés de ambos por relacionar los aspectos mágicos y religiosos con las reacciones civiles y de gobierno. Creo asimismo que coincidieron en referir lo que fue la falta de respuesta de la autoridad corrupta, el desafortunado soslayo que orilló a los pobres a rezar y organizar procesiones para convencer a Dios que suspendiera el castigo. Puede ser incluso que hasta la Virgen de los Remedios saliera a la conversación porque aquella catástrofe que produjo la muerte de niños y ancianos obligó al pueblo a sacar de su recinto a la imagen para llevarla a la Catedral buscando un milagro: salvar la vida de los hambrientos, empezando por los niños y las mujeres.
Ahí seguía Tití confundido por las palabras de los seres humanos. Sus pequeños ojos parecían mostrar el destello de luz intelectual que proyecta el mutismo. De repente se inquietó y se puso a brincar justo en el momento en que salió el nombre de Aguiar y Seijas, arzobispo de México y apasionado enemigo de las mujeres, en especial de sor Juana Inés de la Cruz. Algo afectó el elemental cerebro del chango porque el animal sufrió un ataque de pánico. El cardenal tomó a Titi con cariño paternal hasta que logró calmarlo para que dejara de chillar con la estridencia que taladra hasta los llamados oídos de artillero.
—Aguiar y Seijas ocupó el vacío de poder político que produjo la protesta del pueblo —presumo que dijo don Guillermo un poco más tranquilo debido a que Tití había sido controlado—. A partir de ello el Clero adicionó la política a su labor pastoral, acción que, como consta en autos, duró más de cien años para después modernizarse y ejercer su poder de manera tersa y espiritual.
Si ocurrió como lo he conjeturado, seguramente el cardenal se mostró satisfecho con el comentario de su invitado; e inició el ritual del piojito al mono cuyos pequeños ojos seguían fijos en quien fue embajador de México en El Vaticano.
—Me da gusto escucharlo —le dijo Juan Sandoval—. Se ha ganado a un amigo que le ofrece esta casa, señor Embajador, espacio de reflexión y oración y una de las ramificaciones de Roma. Veo con gusto que usted ha percibido la esencia del gran poder del Señor que, lo acabo de comprobar, lo escogió como su custodio laico en este mundo de confusiones e intereses ajenos a nuestro credo. Tengo la seguridad de que su Santidad Juan Pablo II, le ha transmitido parte de su energía espiritual.
El chango brincó y volvió a gritar como si algo le hubiera picado en el lugar más sensible cercano a las nalgas. La reacción del mico obligó a Jiménez a dar por concluida su visita para ya no interrumpir aquella relación hombre-animal que bien pudo haberse iniciado en algún lugar parecido al mítico Paraíso. Don Guillermo salió de la residencia del cardenal directo al hotel para bañarse y desinfectarse ya que el olor a chango lo había penetrado hasta quedar grabado en uno de los núcleos neuronales de su hipotálamo.
Ya sólo con su amo, el gesto del pequeño mandril debe haber cambiado apoderándose de la expresión común en los niños que han logrado recuperar la atención del padre o de la madre, cuya responsabilidad les induce a propiciar la estimulación precoz. En este caso, el Cardenal no pudo lograr que el chango dejara de serlo.
[1] Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Ed. FCE, México, 1982