Inocencia del alma mater (Crónicas sin censura 130)

Réplica y Contrarréplica
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NOCENCIA DEL ALMA MATER

Lo que natura non da, Salamanca non presta

Dicho del siglo XIII.

 

La educación superior, cuyo antecedente se remonta a la academia fundada en Atenas por Platón, ha recorrido un largo y complicado camino. Aquella, considerada como una de las más grandes aportaciones de la humanidad, es sin duda el punto de partida del conocimiento universal.

Ya avanzada la Edad Media, surgieron en Europa las primeras universidades.

Correspondió a la Iglesia católica crearlas e impartir conocimientos, es decir, las siete artes liberales. En sus aulas, los monjes y clérigos aprendían gramática, dialéctica y retórica —materias que formaban el trivium del plan escolar—, así como aritmética, geometría, música y astronomía, conocimientos que constituían el quadrivium.

Los primeros estudiantes y maestros buscaron, con un sentido meramente privado, la forma de ampliar sus conocimientos para procurarse servicios como vivienda, alimentos baratos, asistencia jurídica, además de lograr cierta independencia de las autoridades. Entonces, ellos eran quienes, de manera conjunta, elegían a los rectores y financiaban su educación.

En 1257, Roberto de Sorbonne fundó el pequeño colegio en el que siete sacerdotes enseñaban teología a jóvenes de escasos recursos económicos. Esta escuela, conocida como la Sorbona, se transformó en el símbolo de la universidad francesa, origen de los más antiguos centros de estudios europeos, como por ejemplo las universidades de Oxford y Cambridge.

Tenemos, pues, que —cuál paradoja— la humanidad debe a la Iglesia católica el haber encontrado el camino para sacar al hombre de las tinieblas producidas por la ignorancia y el fanatismo religioso. Fue una iniciativa venturosa que con el tiempo se les revirtió. Eso, porque al superar las limitaciones impuestas (la enseñanza tenía entonces que ceñirse y respetar la norma teológica), empezó el largo proceso de uniformación que tuvo su momento estelar cuando apareció la Reforma de Lutero, que disputó al credo de Nicea la supremacía del conocimiento universal.

A los jesuitas les correspondió imponer su dominio y la confesión exacerbada; es decir, la necesidad de someter la política al credo religioso, para que éste invadiera los ámbitos del Estado y además inspirara los actos de la vida pública de la comunidad. Era algo así como la vía rápida para alcanzar “la mayor gloria de Dios en la Tierra”, tal y como lo quería San Agustín (354-430), o el fast track que buscó Santo Tomás (1225-1274) para poder convertir a la universidad en el instrumento de “la educación del hombre para una vida virtuosa y, en último término, una preparación para unirse a Dios”.

Antes de que llegara la Compañía de Jesús al “Nuevo Mundo”, en España las universidades fueron generalmente de creación real. Le correspondió a Alfonso VIII de Castilla (1208) la formación de la Universidad de Palencia, poco tiempo después desaparecida. En 1230, el rey Alfonso IX de León propició la creación de la Universidad de Salamanca, la primera en recibir el reconocimiento del Papa (1254), institución que, por su alta calidad académica, llegó a convertirse en la más prestigiosa de la Corona castellana.

En América se fundaron universidades que, con el tiempo y algunos cambios, alejaron al hombre de las verdades absolutas. Uno de esos centros de estudios es la Universidad Autónoma de Puebla, llamada entonces Colegio de la Compañía de Jesús de San Gerónimo, institución que nació el 9 de mayo de 1578.

De aquí surgieron hombres cultos y talentosos. Por ejemplo: Francisco Javier Alegre, Francisco Javier Clavijero y Carlos de Sigüenza y Góngora, tres de los personajes cuyo legado intelectual dio prestigio a las aulas universitarias.

Respetado lector, la intención de todo este rollo histórico sobre el origen de las universidades es enmarcar uno de los dichos más certeros que ha concebido el hombre, refrán español que debe seguir utilizándose (por eso lo uso de epígrafe) para dejar claro que un título universitario no puede hacer el milagro de dotar de inteligencia y sentido común a los profesionistas que, a pesar de haber pasado por la universidad, adolecen de ese atributo.

Sobran los ejemplos. De ahí que, cuando usted se entere de los errores o trapacerías de alguna persona, recuerde que su alma mater no tiene la culpa.

A la mejor molinera se le pasa un chile entero.

Dicho popular.

Alejandro C. Manjarrez