Los cráneos del hambre

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Tal vez lo verdaderamente bárbaro no fue comer a los muertos, sino olvidarlos por completo...

En la espesura de las montañas de Papúa Nueva Guinea, donde los árboles susurran secretos en lenguas olvidadas y la lluvia cae como si lavara los pecados del mundo, hubo un tiempo —no tan lejano— en que el canibalismo era más que supervivencia: era rito, era castigo, era comunión con los espíritus. No estamos hablando de la prehistoria. Estamos hablando del siglo XX.

Hasta bien entrado ese siglo que se creyó moderno y civilizado, algunas tribus papúes, como los Fore, los Asmat o los Anga, practicaban el canibalismo ritual y punitivo como parte del tejido sagrado de su existencia. Los muertos eran consumidos no como un acto de barbarie, sino como una forma de cerrar el ciclo, de honrar a los suyos o de castigar al enemigo. No era hambre de carne, sino hambre de energía. De alma.

Los Anga, por ejemplo, limpiaban los cuerpos de sus muertos, los desecaban con fuego y humo, y conservaban los cráneos en pequeñas cuevas o colgados en los hogares. Pero no era mero simbolismo: se creía que los huesos, sobre todo el cráneo, concentraban la energía vital del fallecido. Tenerlo cerca era como tener una lámpara encendida contra la oscuridad del mundo. Los huesos hablaban. Protegían. A veces, incluso aconsejaban.

Los Fore llevaron esta práctica a un nivel aún más inquietante: comían a sus muertos para preservar su espíritu. Esta costumbre —en la que mujeres y niños eran quienes más participaban— provocó sin saberlo una devastadora epidemia de kuru, una enfermedad neurodegenerativa similar a la de las vacas locas. El mal se propagaba con la carne contaminada del cerebro humano. Se les doblaban las rodillas, les temblaba la risa, y morían entre espasmos y desvaríos. Una venganza molecular, microscópica y cruel.

Fue apenas en los años 60 cuando el gobierno australiano —que entonces administraba el territorio— comenzó a prohibir formalmente estas prácticas. Médicos, misioneros y antropólogos documentaron los rituales con fascinación y horror. Pero la realidad es que, en los confines de las montañas, lejos de la mirada blanca y sus decretos, los cráneos siguieron colgando por un tiempo más. Porque las leyes no pueden arrancar de golpe una cosmovisión.

Hoy, muchos de esos cráneos yacen en museos de Europa, robados como trofeos por expedicionarios que confundieron la espiritualidad ajena con primitivismo. Pero allá, en las casas de barro de los descendientes, aún se habla de la energía que queda en los huesos. No como nostalgia, sino como advertencia.

El canibalismo en Nueva Guinea no fue un acto de locura. Fue un lenguaje. Una manera de decir que la muerte no termina en el cuerpo, sino que se transfiere, que el alma puede ser llevada como se lleva un fuego encendido en medio de la selva.

Tal vez lo verdaderamente bárbaro no fue comer a los muertos, sino olvidarlos por completo.

Nueva Guinea, abril 2025, Alejandro C Manjarrez Álvarez

Fotografías: Nueva Guinea, abril 2025, Alejandro C Manjarrez Álvarez

Tobías Cruz