“Quien se entrega a sus pasiones labra sus prisiones”
Al otro día, cuando llegué a Puebla, Adela, mi secretaria, me dijo preocupada que Odilón Balerín me esperaba en la antesala desde hacía varias horas. Ya eran las doce del día. Supuse que trataba de cobrar alguno de los favores que, según él, le debía el gobernador. Mi encuentro con Emmanuel me había engendrado altas dosis de benevolencia. Con esa actitud recibí al ave negra y copetona siempre portadora de malas noticias.
Balerín entró al despacho seguro y sonrriente. Su porte y cara de felicidad descubrían que algo bueno había pasado en su complicada vida. Estrenaba nuevo look y sus cabellos formaban una especie de casco con brillos que parecían reflejos del resplandor de su traje confeccionado en tela de lana combinada con seda y alpaca.
—Veo que estás contento, Odilón. ¿A qué se debe tu visita? —le pregunté en el tono más amable y amistoso que se me dio.
—Creo que no te dará mucho gusto la novedad que traigo —dijo arqueando las tupidas cejas que formaban parte del nacimiento de su otrora hirsuta cabellera.
—Estoy blindado contra las malas nuevas —le respondí petulante pero sin perder el gesto amigable que me ganó votos y simpatías.
—Voy directo al grano Herminio: Yanga me nombró su representante. Así que lo acordado con Irene, que por los informes de su hermano sé que no la librará, ahora es de mi incumbencia…
Sentí las palabras de Odilón como un mazazo en la cabeza. Me descontroló pero de inmediato recuperé la compostura. E igual como me había pasado otras veces, volví a correr la película donde él aparecía. No encontré ninguna conexión con Irene, ausencia que me preocupó aún más. Sólo una referencia ofensiva relacionada con el clítoris de la licenciada y su influencia presidencial. En ese momento colegí que la relación de Odilón era directa con Yanga. Mi cerebro trabajó con tal velocidad que en segundos construí el plan que me quitaría esa nueva monserga. Pulsé el timbre de emergencia y se repitió la primera escena que tiempo atrás alertara al grupo de escoltas enviados por el Presidente. Tuve diez o quince segundos antes del caos para decir la frase que Balerín debería responder con palabras que lo comprometieran.
— ¿Tienes alguna relación con el capo Yanga? —solté cruzando los dedos debajo del escritorio.
—Te lo acabo de decir pero te lo repito: soy su representante, su operador en Puebla. Y me ordenó…
— ¿Matarme? —interrumpí.
—Si es necesario…
En ese momento entró Ramos acompañado del estruendo común en las violentas irrupciones. Detrás de él llegaron cuatro guardias más. Y los cinco se fueron sobre Odilón cuya protesta o grito quedó trunco debido al certero golpe que recibió en la boca.
— ¡Preséntenlo ante el Procurador! —ordené con la estridencia que debe haberse escuchado a dos cuadras de distancia. Cuando lo sacaban instruí a Ramos para que se esperara mientras su equipo retiraba a Odilón por la puerta secreta, que parecía haber sido construida para ese tipo de acciones.
—¡Te vas a morir cabrón! —alcanzó a gritar Balerín.
—Aguántenme. Los alcanzo en dos minutos —dijo Arturo a su gente después de asestar un estratégico golpe en el esternón del detenido.
— ¿Se grabó el incidente? —pregunté cuando ya no había oídos indiscretos.
—Sí señor —respondió Arturo volteando a ver las cámaras ocultas—. Están funcionando —dijo.
—Las revisas y actúas en consecuencia. ¿Alguna duda?
—Entendido Señor. No. No hay ninguna duda. Esté Usted tranquilo.
El militar se retiró. Quedé solo. Sentía los latidos de mi corazón a punto de explotar. Hice acopio de calma y alguno de los ejercicios de respiración profunda que aprendí de mi maestra de yoga (por cierto dueña de un cuerpo perfecto). Tomé el teléfono y llamé a Mary preocupado. Tenía que decirle que habíamos entrado en una etapa llena de obstáculos y peligros. Pensé en decirle que acudiera a los vínculos políticos que establecí con algunos de los protagonistas del desmadre nacional, varios de ellos ubicados en el filo de la navaja judicial. Pero preferí dejar esa instancia por si se presentaba otra emergencia, como la de pereder el apoyo del Presidente de México.
—Mary, necesito que vengas a mi oficina. Me urge. Trae toda la información que haya sobre Odilón Balerín. Te vas a sorprender.
Ya no esperé a que la doctora hiciera preguntas. Colgué porque Ramos entró al despacho volviéndome a asustar. Le hice saber que parecía otro de los espantos de Palacio comandados por el tenebroso Rasputín.
—Perdón, señor Gobernador. Nada más quería confirmarle que sí quedó grabado el incidente. Ya tengo la cinta y apagué las cámaras.
— ¿La puedo ver? —pregunté emocionado.
—Para eso regresé, Jefe.
Vi la grabación y quedé complacido con lo que fue mi mejor inspiración política-policiaca. Tomé del brazo a Ramos para ubicarlo en el punto ciego alejado de cualquier toma o registro comprometedor:
—Ya sabes qué hacer ¿verdad? —le dije casi en secreto.
—Estoy en la frecuencia de Usted y del jefe Cordero —respondió en el mismo tono—. Ya sé qué hacer, Gobernador. Tengo todo bajo control. No le digo más para no comprometerlo.
—Pues hazlo. Y que la República te lo premie cabrón —solté con autenticidad universitaria.
Arturo sonrió, se cuadró y desapareció de mi vista, ausencia que duró varios días. Mientras “Ramos atendía algunos asuntos del Gobierno”, su espacio fue cubierto por alguno de los militares que me había asignado el Presidente. La razón la explico líneas adelante.
Cuarenta y cinco minutos después de mi requerimiento verbal llegó la doctora. Sin saludarme encendió la tableta en cuya pantalla aparecieron los datos que necesitábamos, mismos que relacionaban a Balerín con diversas actividades delictivas.
— ¿Se puede saber qué pasa? —preguntó con cierto morbo.
— ¿Además de lo de Irene —respondí sin separar la vista de la pequeña pantalla.
—Ése fue un accidente, ¿o no?
—Es la versión oficial —dije parco—. Pero hay otra consecuencia —agregué—. ¿Quieres conocerla? Pregunté. Sin esperar su respuesta abundé—: Resulta que vino Odilón a decirme que él tomaba el lugar de la licenciada y que a partir de hoy representaba a Yanga. ¿Cómo la ves?
— ¿¡Qué!? ¡Puf! Esto sí que parece un carnaval pueblerino porque el rey feo ha tomado el lugar de la reina. ¡Y qué diablos pasó!
Quité la vista de la información de la tableta, de los datos cuya contundencia avalaba el profesionalismo de la doctora. Viéndola a los ojos la puse al tanto:
—Me amenazó. Venturosamente sus palabras e imagen quedaron registradas en la cinta de video. Tuve que remitirlo a la Procuraduría para que la autoridad actúe en consecuencia basándose en sus amenazas directas. También servirá tu información, misma a la que daremos el sesgo judicial obligado.
— ¿Tan fácil? —cuestionó De la Hoz.
—Así parece. Es la suerte o buena estrella que también te trajo a mi lado.
No quise agregar los beneficios que me produjo estar bajo el manto protector del Presidente Cordero. Ella pudo haberlo pensado porque me preguntó:
—A propósito Gobernador, y perdón por lo brusco del cambio de tema, ¿cómo te fue con Emmanuel?
Debía enterar a la doctora de lo ocurrido. Así que resumí mi encuentro sin omitir nada. Iba a concluirlo cuando sonó el teléfono. En la línea estaba Arturo Ramos.
— ¡Jefe: un grupo armado trató de rescatar a Odilón! —Soltó estrepitoso.
— ¿¡Qué!? —cuestioné asustado.
—Él los alertó cuando le di permiso de hacer una llamada. Me vio la cara el cabrón. Dijo que se comunicaría con su abogado y también con Jesús, uno de sus ayudantes. Es obvio que el tipo tenía un plan. En el enfrentamiento hubo un muerto, el señor Balerín. En cuanto lo mataron, sus cómplices se dieron a la fuga perdiéndose entre los autos; tal vez dos de ellos salieron heridos. Encontramos huellas de sangre. Nosotros no tuvimos bajas. Eso es todo Señor. Quería informárselo. Ya hablé con el Procurador y me dijo que él personalmente se hará cargo de las diligencias. Si me autoriza me ausentaré varios días. Es lo más conveniente Señor. Usted no se preocupe. Si es necesario estaré disponible en el número de teléfono que le haré llegar. Ah, y con todo respeto, Gobernador: dígale al Procurador que centre su investigación en Jesús Coconoxtle, el ayudante con el cual se comunicó Balerín; le enviaré un mensaje con el número marcado por el fallecido.
El informe que escuché de Ramos y el ritmo que adoptó no dejaron espacio mas que para el estupor. En la confusión mental rememoré al infante Odilón. Lo vi como el día en que nos encontramos junto al río que envenenó a sus hermanos. Ahí estaba al lado de su madre cuyos ojos me miraron con odio generacional. Junto a ellos imaginé a un niño sin rostro; lo supuse el medio hermano que nunca conocí.
Mary se dio cuenta de mi ausencia mental y con una violenta pero cariñosa palmada en el hombro me sacó del marasmo. Entonces volteé a verla y por primera vez la noté nerviosa, estado que sin duda le contagié. Me repuse del susto que me produjo la remembranza fantasmal de esa parte de mi infancia, época marcada por la tragedia familiar propiciada por el Gavilán Pollero y su pésame que habría de servir de epitafio para la inexistente tumba de mi padre. Creí, pues, que la muerte de Odilón Balerín llevaba el sello de la venganza ésa que la fatalidad suele conceder por quién sabe qué razones.
—Estoy impresionado por la habilidad de Ramos para improvisar —mentí con el propósito de darme tiempo para recuperar la compostura. Sentía que mi voz llevaba la inseguridad que surge del pánico. Ella lo notó y como lo había hecho en las ocasiones que buscó infundirme confianza, me dejó ver su gratificante sonrisa ayudándome a aminorar la ansiedad.
—Está bien, Herminio. Necesitas asimilar la noticia como siempre lo has hecho, con sabiduría política —dijo acercándose a mi cara un poco más de lo conveniente entre amigos. Sentí su aliento como una brisa reconfortante—. Desde luego ya no darás entrevistas; yo me encargaré de ello —completó mientras se alejaba ubicándose a la distancia física acostumbrada—. Diré que recibiste un anónimo donde te amenazaron; que mientras no descubramos al o a los autores de esa intimidación tendrás que ausentarte de los actos públicos.
De la Hoz había paliado la incertidumbre. Otra vez me pareció verla iluminada con un halo de contagiosa y reconfortante energía. Continuó:
—Es conveniente que llames al Presidente para que le expliques lo que pasó. ¿Me permites que adelante la grabación del mensaje navideño? —Asentí sin meditarlo. Estaba agobiado por su contagioso optimismo—. Bien. Entonces lo grabamos mañana a las doce del día en los jardines, debajo de alguno de los laureles. Citaré a la fuente para que llegue dos horas antes. En ese lapso les invitaré un café, conversaré con ellos induciéndolos a que nos echen la mano. Cuando tú llegues y hables con ellos tendrás que ser convincente e incluso hasta cariñoso; ya sabes cómo hacerlo…
Callé mientras Mary hablaba. El peligro le había dado a su vida la vivacidad intelectual que la hacía ver más eficaz. Su seguridad me ayudó a despojarme del importuno color cetrino que me aparecía en los momentos extremos del ejercicio gubernamental. Acepté sin rechistar la sugerencia y conversamos sobre el mensaje de Navidad. Al concluir Mary retomó el hilo de la conversación sobre Balerín.
—Debes solicitar a Cordero un operativo especial con el fin de capturar a Yanga —dijo parsimoniosa como si nada hubiera pasado—. Es muy importante involucrar al Estado antes de que el capo responda y actúe como suele hacerlo. Por ahora eso es lo que debe preocuparnos.
—Tranquila mujer —reviré con el ánimo de ocultar mi desazón—. Además de tus recomendaciones, que desde luego son más que determinantes, daré la orden para que el personal de Arturo también desaparezca. Quizá los mande de vacaciones al Caribe; los alejaré de las venganzas. Empero, lo más importante Mary, es que todos conservemos la calma —dije con la intención de recuperar el control—. Hagámoslo ya. Coincido contigo en que se suspendan algunas actividades. Pero sin alertar ni alterar a las serpientes que nos rodean. ¿Estás de acuerdo?
—Claro, Gobernador, así debe ser —respondió complacida.
— ¡Pues manos a la obra¡ —Dije campanudo.
Y crucé el infierno
El embrollo político-policiaco que padecí poco después de mi conversación con Mary, me transportó a uno de los meandros del río Adigio, lugar donde, según la acotación del guía de turistas que me recomendó pernoctar en algún pueblo de la Toscana, Dante pudo haberse inspirado para escribir la parte del Inferno que relata en su Comedia. Había dejado los fantasmas de mi infancia ubicándome enfrente a las aguas del Adigio y ante los miles de ranas que reposaban en su ribera. Volví a ver en medio del río el islote también lleno de esos batracios avisándonos el pronto arribo de la oscuridad. Se me ocurrió que era el concierto de la incertidumbre debido al intenso y tenebroso croar que acompañaba a las sombras de la noche, combinación ideal para provocar crisis emocionales en aquellos que sufren lo que antiguamente llamaban fiebre negra y que hoy se define como bipolaridad.
Así pasé por aquellos momentos de confusión política y dudas existenciales: croaban mis colaboradores y yo creía estar en las puertas del infierno, sensación que se ligó con las consecuencias del accidente sufrido por Irene Walter.
El primer impacto que causó el percance de Irene Walter Remix, produjo un conflicto en el gobierno, embrollo que alcanzó a las instituciones de Puebla. Se recrudeció la violencia pero, por estrategia, la versión oficial estableció que esta ola de crímenes se debía a la disputa de las bandas de secuestradores. Se dijo que el dominio del territorio los había enfrentado. Al mismo tiempo alguien soltó la versión sobre que Yanga había sobrevivido. (La desaparición de su cuerpo formó parte de la estrategia federal diseñada con la intención de que otros delincuentes no intentaran suplirlo en el mando del cártel que prácticamente quedó desarticulado). Incluso, uno de los operadores del gobierno esparció el rumor sobre que el capo Yanga había huido para ocultarse en la selva lacandona donde sería atendido de las graves heridas que lo postrarían cuando menos un año.
En ese mar de confusión prevaleció la duda sobre el percance de la licenciada Walter: si había sido provocado o, como se dijo a la prensa, producto de un desafortunado accidente. Sospeché entonces que detrás de aquel despiste carretero hubo otro vehículo, el que había ocasionado el accidente de Irene. ¿Quién? Es ese momento no lo supe ni quise preguntárselo a Emmanuel Cordero Blanco. Supuse que Ramos había tenido alguna intervención pero ni para qué averiguarlo. No obstante, pasado el tiempo, mi dama de las calamidades tuvo a bien informarme los detalles, revelaciones que me produjeron lo que definí como una desilusión burocrática. En fin…
Vuelvo a Balerín cuya muerte certificó la sabiduría popular que Cervantes recuperó para escribirla y describirla en El Quijote: Un mal llama a otro.
Junto a esos males o dramas que casi siempre llegan acompañados, apareció el toque lúdico, acción que corrió a cargo de las mujeres de Odilón. La muerte de su hombre logró unirlas para, además de repartirse equitativamente la herencia que sumó decenas de millones de pesos, formar un frente denominado “Las viudas de Balerín”. Su objetivo: exigir justicia para las víctimas de la poligamia, el adulterio y, oh paradoja, la paternidad irresponsable en su caso aderezada con la corrupción. Decididas a no quedar mal con su obligación de viudas acongojadas, aquellas apesadumbradas mujeres reclamaron el esclarecimiento de la muerte de quien fue un prolífico amante, pareja, marido o compañero de cama. Pasados los años pensé en que el progenitor de Odilón jamás imaginó que la vida y muerte del hijo rubricara su legado, o sea la fama que le ganó el mote de Gavilán Pollero, como quedó asentado líneas atrás.