MÉXICO Y LA PERSONALIDAD DE YUCATÁN
Entre el acervo fecundo que llegaron a mi razón y a mi espíritu estos últimos cinco años de andanzas y de exilio, he de colocar en primer rango mi vinculación con la península yucateca, tierra legendaria cuya estirpe se remonta hasta perderse en el misterio de los tiempos y cuya nobleza y generosidad se dilata y perpetúa, convirtiéndose en virtud general, colectiva, hasta los días que vivimos.
No puede el periodista perseguir su diaria tarea de analizar los sucesos que ocurran dentro y fuera del país, sin ofrecer antes un testimonio de su gratitud, sin rendir previamente un tributo de amor y pleitesía al noble jirón patrio con el que primero puso en contacto su pensamiento desde el ostracismo, y particularmente al gran órgano de opinión —El Diario de Yucatán— que le abrió francas sus columnas para transmitir sus impresiones, sus afanes, sus ideales y hasta sus protestas…
No hay forma cómo relatar la emoción, cuando es producto del desbordamiento de gentilezas. Por eso me reservo para mí, guardándolas en mi mente y en mi corazón, las hidalgas manifestaciones de afecto con que me distinguió la sociedad yucateca durante mi estancia como huésped de mi periódico y de mi director.
No es tampoco el momento —vendrá oportunamente— de que me detenga a traducir la impresión que me produjo la visita a una ciudad pulcra, elegante y exornada con ricos ejemplares de arquitectura colonial, ni la contemplación de las ruinas de Uxmal y de Chichén Itzá, que ofrecen la maravilla de la civilización precolombiana y aún guardan el secreto de la América precolombina.
Lo interesante y lo urgente para quien pretende ser un político de su época —entiendo la política en su más noble acepción como ciencia y como arte—, es plantear ante la conciencia y la conciencia del país, el problema que entraña la falta de comprensión del alma yucateca y de la vigorosa personalidad de Yucatán, con todos sus valores étnicos y culturales.
Una inflexión de equívoco
Hay una inflexión de equívoco entre los mexicanos no peninsulares, que los hace mirar con recelo esa personalidad de Yucatán, como si ella fuera una amenaza para la unidad nacional, como si cuidarla con amor, y darle impulso, fuera ofender al sentimiento patrio.
Grave error es éste, herencia del prejuicio monárquico español —felizmente combatido por los más altos y libérrimos pensadores hispanos—, que pretende aniquilar los valores que realmente existen en el alma de las diversas colectividades que constituyen un Estado, por plasmar un tipo étnico y cultural único.
Pero si es lamentable que se haya formado ese juicio falso de la personalidad yucateca en el cerebro de los mexicanos no peninsulares, no lo es menos que los yucatecos que han plantado su tienda en el centro del país, no se atreven a combatir ese prejuicio, sin duda porque su sentimiento hacia la patria es igual que el del resto del país, y acaso por no hacerse sospechosos al contrariar una idea errónea pero que ha tomado carta de naturaleza entre la generalidad.
Como quiera que sea, tiempo es ya de que los hombres de Yucatán, como los hombres de acá que conocemos el espíritu que anima a la Península, libertando a nuestro pensamiento, hagamos que ilumine la verdad en esta cuestión fundamental para la nacionalidad.
Un concepto superior de la nacionalidad
No escribe este artículo, por cierto, un hombre tocado por rancios prejuicios localistas; al contrario, en mi mente se ha forjado un concepto superior de la nacionalidad: aquél que recoge y ampara a todos los pueblos que se asientan desde la frontera de México hasta el Cabo de Hornos abrazando Las Antillas.
Para mí, España que no existe como nación, sino como Estado que se sustenta sobre un puñado de nacionalidades, realizó el milagro paradójico de engendrar una bien caracterizada nacionalidad, que la geografía política ha dispersado en una veintena de Estados en nuestro hemisferio.
Nacionalidades son Cataluña o Vasconia, Galicia o Andalucía, Castilla o Aragón; pero no España, porque hay diferencias fundamentales de raza, de cultura y de antecedentes históricos entre todos estos pueblos.
En cambio, no puede decirse que existan estas fronteras étnicas, ni culturales, ni ideológicas, entre los pueblos hispanos de nuestro continente. Así, en el seno de la América española —como apuntó el ilustre pensador ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide—, el mexicano comprende al paraguayo, el antillano al andino, el llanero al gaucho. Y a diferencia de Europa, el patriota comprende al patriota, pues si algo sobra en América, para todos, es porvenir…
La cultura y el particularismo
Sin embargo, alimentar un concepto superior de la nacionalidad, no implica la necesidad de abatir los valores característicos, distintivos, que adornan a cada región por pequeña que sea.
Al contrario: enriquecerlos es aumentar el acervo común de la nacionalidad. El particularismo no se opone al unitarismo, y la diversidad converge hacia la unidad.
El día que desaparecieran las canciones, y los bailes, y las artes, y las costumbres típicas regionales so pretexto de dar unidad a la cultura nacional, sería el día de mayor luto, pues nada nos restaría, ya que la cultura no se funde, como la materia, ni tiene una voluntad de forma única en un país, sino que proviene del cúmulo de modalidades que arrancan del alma de las múltiples colectividades que lo integran, las cuales recogen la herencia de los siglos.
De ahí que impulsar la personalidad regional, cultivando sus valores genuinos, es dar fuerza y vigor a la nacionalidad.
El alma yucateca en el alma común de los mexicanos
¿Qué es, pues, en síntesis, lo que acontece en el caso particular de Yucatán?
Yucatán es, de fijo, la entidad que cuenta con una más sólida personalidad entre las que constituyen los Estados Unidos Mexicanos. Y el yucateco se siente, naturalmente, legítimamente, orgulloso de su historia, de sus costumbres y de sus caracteres propios.
Es el pueblo yucateco uno de los más cultos de la república, y las conquistas que ha alcanzado en las ciencias y en las artes, las ha logrado en casa y las debe por entero al esfuerzo de sus hijos.
El mismo aislamiento de que no hemos sido capaces de sacar a la Península ha hecho que el pensamiento de sus habitantes no corra parejo con el del resto del país y que su vida económica se vincule más con el extranjero que con nosotros mismos.
Pueblo pacífico por antonomasia, mira con desdén nuestras apasionadas contenidas y se resigna de antemano a la suerte que se le depare; pero esto, no sin que se dejen de escuchar murmullos de protesta por las taras con que se le agobie o por las injusticias que se le inflijan.
Conoce el yucateco su pujanza económica, y no niega el aporte que le corresponde para alimentar al Estado mexicano; pero sí se siente defraudado cuando mira que en la distribución de los servicios públicos no obtiene lo que merece en justicia.
Relataré un hecho que viene al azar a mi memoria:
—¿Ha conocido usted las ruinas de Uxmal y de Chichén Itzá? —me decía un inteligente periodista en Progreso.
—Sí—, le respondí.
—Pues, antes que de ellas, escriba sobre las ruinas de Progreso…
Leía yo a la sazón un vasto plan del Ministerio de Comunicaciones para las obras en los puertos del Golfo. Y en él—¡Ay!— ni una palabra se decía del puerto yucateco.
En resumen: no es combatiendo la personalidad de Yucatán, la cual, repito, mientras más recia más vigoriza a nuestra nacionalidad, como se consolida el sentimiento patrio. Es mirando con amor a la Península, impartiéndole justicia, realizando un esfuerzo general y extraordinario para vincular su vida económica con la del resto del país, y estando atentos a las necesidades y a los anhelos de su pueblo, como lograremos fundir el alma yucateca en el alma común de todo mexicano.
Diario de Yucatán, número 1327, 16 de enero de 1929.
Libro publicado por El Nacional en conjunto con el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora (1992)