No te arrugues cuero viejo que te quiero pa’tambor
Maximino Ávila Camacho fue un hombre fraguado en la violencia que siguió al periodo revolucionario cuando el poder político desarticuló el poder militar para, paradójicamente, evitar los derramamientos de sangre propiciados en las luchas intestinas por el poder y control nacionales (la incongruencia está en que durante esos años asesinaron o ejecutaron a Villa, Zapata, Serrano, Gómez y Obregón, después del crimen de Venustiano Carranza el presidente que promulgó la Constitución). Maximino observó, participó y abrevó de esa pócima en la cual también se mezclaron los fanatismos que en uno y otro bando produjo la Guerra Cristera.
Su designación como gobernador de Puebla, obedeció a los compromisos de la nación entonces encabezada por Lázaro Cárdenas. “Tengo un acuerdo con él —le dijo el Presidente a Gilberto Bosques—. Ayúdame a cumplirlo”. La amistad y el respeto entre Gilberto y Cárdenas obligaron al poblano a declinar no obstante haber ganado la candidatura en lo que fue un novedoso y contundente proceso interno partidista.
Antes de ubicarse en Puebla, Maximino actuaba en Querétaro donde fungió como encargado de la 25 Jefatura de Operaciones Militares. De ahí se trasladaría a Oaxaca para, como se lo dijo a Luis N. Morones, desde aquella entidad operar su arribo al gobierno del estado de Puebla. Trascribo dos párrafos de la carta que el general Maximino Ávila Camacho envió a Luis N. Morones, texto que define su personalidad atrabiliaria:
Estoy de acuerdo en que al elemento obrero, debemos ofrecer algo que los haga tomar interés, aunque después tengamos que obrar con energía, reprimiendo sus abusos y para el efecto como mi estado es uno de los más afectados, con el reparto de tierras, voy a procurar que se me nombre Jefe de Operaciones en dicha entidad, para ir haciendo desaparecer a los principales líderes que Ud me indica.
Confidencialmente trataremos después y en su oportunidad mi precandidatura, entendidos de que contaremos con el apoyo de mi general Mijares Palencia…
Uno de esos líderes a eliminar era Gilberto Bosques, quien por cierto obtuvo copia fiel de la misiva referida firmada por Maximino el 25 de agosto de 1932. ¿Quién entregó a Bosques el documento? Nunca me lo dijo pero supongo que fue el propio Cárdenas o incluso José Mijares Palencia, los dos sus amigos. La razón pudo haber sido el peligro que corría por estar en la lista de personas que Maximino había prometido desaparecer.
Ya en funciones de gobernador, Ávila Camacho no se tocó el corazón para actuar de acuerdo con su estilo represor y autoritario. Fue un mandatario con poder nacional por ser hermano de Manuel, el Presidente. Así como se hizo temible también impulsó los grandes negocios en Puebla al propiciar que además del suyo nacieran otros capitales que por su número de cifras trascendieron al tiempo. Los telares de Puebla surtieron a Estados Unidos y Europa donde la industria textil cambió de giro para dedicarse a fabricar los insumos y el armamento que requerían sus tropas (Segunda Guerra Mundial).
El de Maximino resultó un régimen represor. Hubo crímenes cuyos homicidas actuaron amparados por el gobierno. Uno de ellos, ya referido páginas atrás, fue el del periodista Trinidad Mata, ejecutado por dos de los sicarios del gobernador.
Miguel E. Abed destacó entre la decena de miembros de la colonia libanesa asociados y en consecuencia beneficiados por el poderoso mandatario. La historia lo presenta como de los industriales que supo manejarse con cierta dignidad. En su caso porque se libró de incluir en esa sociedad de capitales a quien después sería la madre de sus hijos de tercera procreación, una hermosa mujer importada de Líbano, misma que el propio don Miguel desapareció de Puebla en cuanto Maximino le confió su “simpatía” por ella. Abed se armó de valor y con la aparente candidez que lo hizo un socio confiable, le mintió a Ávila Camacho diciéndole que su amiga había huido con algún hombre. Librado este escollo, temeroso de que la gente del gobernador encontrara a la mujer o lo descubriera en su mentira, don Miguel escondió a la señora en el Distrito Federal durante poco más dos décadas, hasta que el fantasma de Maximino desapareció[1].
Puebla, la del millón
El espectro, fama, ejemplo o recuerdo del cacicazgo influyó en la política de Puebla. Los siguientes tres gobernadores (Gonzalo Bautista Castillo, Carlos Ignacio Betancourt y Rafael Ávila Camacho) fueron parte de su equipo, casi sus clones. Su hermano Rafael, el último de la dinastía avilacamachista, echó al basurero la herencia de su hermano porque, reitero, contrarió al presidente Adolfo Ruiz Cortines cuando, a sabiendas de que éste había trabajado sobre la sucesión de Puebla y tenía a su candidato (Luis C. Manjarrez), engañó al mandatario nacional e impuso a Fausto M. Ortega. La farsa y capricho le costó perder su influencia política, además de sufrir el aislamiento y frialdad del poder. Por esa tomada de pelo a Ruiz Cortines, la estrella del avilacamachismo se apagó.
Fausto se convirtió así en el gobernante que sirvió de puente a un complicado renuevo generacional. Lo suplió Antonio Nava Castillo, otro general. Éste llegó a Puebla con la espada desenvainada y quiso armar grandes negocios con el cargo (el control de la cuenca lechera, uno de ellos), circunstancia que lo hizo caer del poder: su retiro ocurrió con más pena que gloria. La vacante quedó en manos de Aarón Merino Fernández, ingeniero de profesión y político por vocación: el estado de Puebla fue su segunda gubernatura ya que antes había sido gobernador del entonces territorio de Quintana Roo. Cerró el sexenio con el mérito de haber dado a Puebla su segundo aire industrial. Su habilidad y visión emprendedora lo indujeron a detonar el desarrollo ayudándose del ingenio. Vea esta anécdota:
Un día de aquellos, Merino Fernández amaneció inspirado y reunió a sus colaboradores de confianza. Les dijo que en veinticuatro horas iba a recuperar el prestigio de la capital poblana.
—Mañana mismo —ordenó tajante— quiero ver en la entrada de la ciudad un letrero que diga: Puebla, un millón de habitantes. Así, de la noche a la mañana —anticipó— la ciudad capital del estado se convertirá en una de las más importantes de México”.
—Pero el censo no dice eso —observó preocupado y antes de razonar su pregunta, alguno de sus hombres de confianza—: ¿Qué haremos con la estadística, señor Gobernador?
— ¡Nos la pasamos por los huevos! —fue la respuesta del ingeniero.
Con sólo seis palabras y veintiséis letras, Puebla ingresó al círculo de las ciudades de más del millón de habitantes. El espíritu de Gutenberg[2] influyó en Merino Fernández. Y éste pudo conquistar para Puebla la importancia que da la sobrepoblación.
Una vez hecho el recorrido a vuelo de pájaro y vistos algunos de los antecedentes que dan pie para entender lo que ocurre en la Puebla variopinta, me meto en las tierras pantanosas donde se regodean los estudiosos del carácter del hombre con poder. Lo hago con la modestia obligada para quienes no somos expertos en el comportamiento humano pero que, sin embargo, por ser observadores de la política, tenemos oportunidad de trazar los perfiles públicos de aquellos que nos gobernaron o gobiernan. Dos que tres de éstos, valga la metáfora, sembradores de la semilla que hoy vemos florecer, en algunos casos como el brote colorido de la espinosa tuna, y en otros como la Amorphophallus titanium o “falo titánico” (referencia sin connotación sexual), que es la flor más apestosa del mundo.
[1] Confidencia de uno de los protagonistas, al autor de este libro.
[2] “La imprenta es un ejército de 26 soldados de plomo con el que se puede conquistar el mundo”, dijo su inventor, Johannes Gutenberg.