El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 31)

Réplica y Contrarréplica
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“Tamal que es de manteca 

en las hojas se conoce”

Arribé a Los Pinos tan nervioso como lo estuve el día que contraje nupcias con Laura. Sabía lo que debía hacer pero ignoraba la respuesta. Esperaba que Emmanuel Cordero Blanco me hiciera sentir la fuerza de su poder. La desazón inició horas antes de salir de Puebla, cuando supe del accidente automovilístico que había sufrido Irene Walter. Me dijeron que se dirigía a su finca en Puebla y que, dada la gravedad de sus lesiones, había sido trasladada a un sanatorio de la ciudad de México. Nadie mencionó el nombre del hospital. Lo único que trascendió fue el desalentador informe médico. Entré en estado de pánico al suponer que el percance formara parte de un complot y que éste hubiera sido organizado por alguno de los hombres de Arturo Ramos. “¡Cómo pudo ocurrir en este día…!”, me lamenté preocupado por la reacción del Presidente. Esperaba que se cancelara la reunión. Aguardé esa llamada hasta que, después de pasar por los filtros de seguridad acompañado por una edecán de buen ver, ingresé a la sala de espera de Cordero. Me angustió el tener que encontrarme con el Presidente de México. Me sentí como los chivos de Tehuacán que, al percibir el olor a sangre, se resisten a entrar en la zona donde los matanceros hacen gala de su habilidad con el cuchillo.

—Llegó puntual, Gobernador —señaló el secretario privado con voz rasposa, tono que contrastaba con la apariencia anodina que forma parte de la personalidad de los empleados del montón—. En unos minutos pasa con el Señor Presidente. Ya sabe que Usted está aquí. ¿Le ofrezco algo…?

Sin esperar mi respuesta el tipo se alejo para atender la llamada de alguien. Me senté a esperar a que el ujier me condujera a la oficina presidencial. Apareció el mesero con una taza de oloroso café. Lo probé y cuando me disponía a revisar mi iPhone escuché la voz del ayudante del Estado Mayor:

— ¡De la Cruz. Pase usted! El Señor Presidente lo espera.

Aquel aviso que en otras condiciones me habría parecido como el canto de los arcángeles, en ese momento lo percibí como el anuncio o la orden al reo que le ordenan poner atención al veredicto en su contra. Con esa incertidumbre y un frío intenso recorriendo mi cuerpo entré al despacho presidencial. Esperaba lo peor, desde el reclamo-sentencia hasta una mentada de madre. Vi a Emmanuel en uno de los rincones con el auricular inalámbrico pegado en la oreja. Alcancé a escuchar que decía: “Espero en Dios que mejore. Una vez que vuelva en sí me avisa por favor”. Hurgué en las reacciones de su rostro esperanzado en descubrir alguna pista. Él volteó a verme para, amable y tranquilo, compartir sus sentimientos:

—Nuestra amiga se salvó de morir en el percance. Es una buena noticia. Sin embargo, está en terapia intensiva y sus posibilidades son prácticamente nulas. Si vive será en estado vegetativo. —En la última frase apareció el brillo en sus ojos. Se contuvo. Aspiró profundo y agregó—: Son circunstancias de la vida, Herminio, el tipo de ausencias que cualquiera sufre pero que nunca piensas que puede sucederte a ti.

—Señor Presidente, gracias por recibirme. Siento mucho lo ocurrido —alcancé a articular torpe y preocupado por el reclamo que, supuse, vendría enseguida.

—Perdón Herminio. Irene se metió en mi zona de preocupación.

—Lo sé Señor. Es muy lamentable lo que le ocurrió. Pero confiemos en que se recuperará —dije tratando de ocultar mi sentir—. Es una mujer físicamente fuerte, de buena cepa.

—Dudo que eso ocurra, Gobernador. Sus lesiones son serias… En fin, todo puede pasar —agregó empeñándose en matizar su pesimismo. Se quedó pensativo. Fijo la mirada en uno de los fetiches que le había obsequiado la licenciada. Segundos después retomó la conversación y dijo—: Qué bueno que tocas el tema del origen de la licenciada, lo que tú llamas cepa. ¿Conoces algo de esa historia? —disparó a bocajarro sin dar tiempo a recuperarme del desconcierto.

La pregunta heló mi sangre. Dudé. Era el momento de plantearle lo que había pensado desde tiempo atrás. No podía engañarlo. Estaba frente al presidente de México. Pero tampoco debía mostrarle mis cartas. Como me ocurría en los momentos de indecisión invoqué al espíritu de Sor Juana. “Ayúdame a encontrar las palabras que dejen satisfecho al Jefe Máximo de las Instituciones del país”, rogué. No sé cómo ni de dónde pero me llegó la energía de la Séptima Musa. Hablé:

—El cielo o el infierno son cíclicos, Presidente. Y el ahora es el ayer de nuestras vidas.

Cordero me miró entrecerrando los ojos como si escudriñara mi reacción ante su poder. Con su silencio ordenó la claridad de mi respuesta. No quise hablar, más por temor que por bloqueo mental.

—Me enteré que andas muy activo en tus investigaciones sobre el crimen organizado —soltó—. También sé que los antecedentes de la licenciada es una de las líneas del trabajo que realiza tu equipo. 

Antes de que te alarmes con mis comentarios o sospeches de alguno de tus colaboradores —punzó fijándose en mis ojos desmesuradamente abiertos—, debes saber que un presidente cuenta con varias fuentes de información; es parte de la responsabilidad de gobernar. Tu respuesta al tema me parece muy importante; por ello mi secretario privado te habló del expediente. ¿Lo trajiste verdad…?

—Obedezco sus órdenes al pie de la letra, señor Presidente. Sí, claro, lo traigo conmigo —respondí con el desconcierto encajado en mi rostro.

Emmanuel se quedó pensativo. Quizá porque se le atravesó algún recuerdo acompañado de la preocupación que atrapa a quienes sus decisiones afectan vidas y obras. Suspiró antes de disculparse por su breve ausencia:

—Perdón Gobernador. Ahora entiendo las razones de don Adolfo Ruiz Cortines para manifestar sus congojas con la expresión que revela las emociones contradictorias de quienes hemos ocupado la silla del águila.

Hice cara de duda y Cordero recordó amable.

—Valiéndose de su autoridad, el viejo zorro preguntaba a su personal de confianza en tono de reclamo: “¿¡Y cuándo carajos se goza esta chingadera”!? A veces me hago la misma pregunta. En fin Herminio, debo decirte antes de entrar al análisis de tu documento, que mi equipo también investiga a Irene y sus antecedentes o vínculos con el capo Yanga. Me dolió conocer ese dato, empero, la dolencia quedó aplastada bajo el peso de la República. Finalmente somos seres humanos que nos debemos a un propósito, que en mi caso es el país no un amor o una pasión sexual. Para esto habrá tiempo después de cumplir con mi encargo constitucional. Me tardé en responder a tus llamados porque estaba esperando el resultado de lo que fue la sospecha que al final del día se convirtió en un hecho lamentable. En ese rejuego llegué a suponer que tú estabas involucrado. Pero para mi ego y tu tranquilidad fuiste digamos que exonerado el día en que te llamaron para informarte de esta nuestra reunión. 

Recuperé el aliento y mi cuerpo empezó a generar calor. Estaba sorprendido por el trabajo de las redes de información del mandatario Cordero. “Si alguien de mi entorno laboral fue el infidente —medité en un intento de encontrar el lado positivo de la maraña—, pierde importancia la traición debido a que el Presidente es como nuestro dios laico que debe saber qué, quién, cuándo, dónde y cómo se mueve la política”. Mi reflexión operó como si fuese un bálsamo elaborado con pasiflora. 

— ¿Puedo hacerle una pregunta, señor Presidente? —me atreví optimista.

—Adelante siempre y cuando sea sobre el tema que nos ha reunido —condescendió serio y con el desenfado de la confianza que da el poder.

— ¿Hasta dónde sabe Usted sobre lo que yo sé?

—Esa es una trampa retórica, Herminio —respondió sonriente—. Válida si partimos de nuestra amistad. Pero fuera de lugar si tomamos en cuenta las jerarquías. Así que respondo a tu pregunta con un dicho dizque oriental: di tú plimelo.

La risotada presidencial rebotó en la madera que cubría las paredes del despacho. Su reacción me tranquilizó. Sin embargo, seguí en estado de alerta y con la duda de si la operación en contra de Irene había estado a cargo de Arturo Ramos o del personal del Presidente. Esta posibilidad abonaba otra: que mi escolta obedeciera a Cordero. Deseché la idea para evitar las complicaciones que se provocan al exhibir un adarme más de inteligencia, muestra que podría ofender al poderoso interlocutor. Tomé la decisión de olvidarlo y procedí a mostrar el expediente que había traído para exponer los resultados del trabajo realizado por el equipo de María de la Hoz. 

El Presidente revisó a vuelo de pájaro, prácticamente sin preguntar los datos y las pruebas que exhibí. Meditó unos instantes para enseguida pronunciar las cuatro frases que escuché como si formaran parte de un bálsamo mágico:

—Sigue con tu proyecto. Cuentas con el respaldo presidencial. ¡Ah! Y no te preocupes por Ramos eh. Yo te lo recomendé sí, pero nunca le he delegado la responsabilidad de informarme.

—Lamento mucho todo lo que ocurrió con Irene, señor Presidente —tuve que decir para no abundar sobre Ramos, tema que me hubiese metido en problemas. La aclaración abrió la puerta al sospechosismo, término éste puesto en boga por alguno de los senadores panistas, el que nunca sospechó de las buenas conciencias que, dizque ofendidas, al final del día decidieron traicionarlo.

—Yo más Herminio. A pesar de sus arrebatos, nunca olvidaré su calor interno y el origen de esa sensación —dijo con un gesto de tristeza—. La vida sigue su marcha y hechos desagradables sólo nos queda poner buena cara. Hablo de los dos —condescendió con la mano extendida para indicarme que había concluido la reunión. Me despedí correspondiéndole con un apretón y un efusivo y confianzudo “gracias hermano”.

Al salir de Los Pinos sentí la espina que traía clavada en el cerebro. Hablo de una especie de aguijón tan doloroso como pudieron serlo los de la Corona del Tercer Misterio del Vía Crucis y, a la vez, tan alentador como la dosis extra del oxígeno que ayuda a sobrevivir en las alturas del cielo republicano. Es lo que creí entonces.

No obstante el renuevo de mi optimismo quedaron en mi cerebelo dos dudas: si no era Arturo Ramos el informante del Presidente, ¿a qué persona debía yo agradecer la infidencia? ¿Qué pasaría con mi relación presidencial sin la influencia que ejercía Irene Walter? Este último recelo no tardaría en responderse. 

Alejandro C. Manjarrez