La Pluma y las Palabras (Presentación)

Réplica y Contrarréplica
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PRESENTACIÓN

Escrita por Marcelino Domingo, maestro y ex ministro de Educación y Formación Profesional de España

Conocí a Froylán Manjarrez en 1922 cuando visité México por primera vez. Hay personas a las que se trata siempre y no se conoce nunca; hay personas, en cambio, a las que se conoce al empezarlas a tratar. Cuando el filósofo recomendó que se conociera uno a sí mismo, recomendaba lo imposible para algunas personas, porque hay algunas personas que no se conocerán a sí mismas jamás. ¿Cómo van a conocerlas los extraños? De estas personas que escapan al conocimiento humano, lo mejor, no es, procurar entrar en ellas, sino huir; de las otras, las claras, hasta en las simas más profundas de su alma no ha de pensarse en la actitud que con ellas se ha de seguir. Atraen, y se encuentra uno dentro de su órbita, aun sin querer. El trato se eleva a amistad; la amistad se eleva a compenetración, y la compenetración asciende a intimidad. Conocí a Froylán Manjarrez una noche que fui invitado a pronunciar unas palabras ante el Consejo del Partido Cooperatista, que él presidía. Habló él antes exponiéndome el programa del partido; hablé yo al final. Cuando nos dimos la mano, al despedirnos, nuestro trato, conociéndonos, era ya el de dos amigos íntimos.

A los pocos días, Froylán Manjarrez era nombrado gobernador de Puebla, Puebla, con la actuación de un gobernador, que creo se llamaba José M. Sánchez y con la muerte de unos hermanos, los hermanos Moro, atravesaba una situación espinosa y difícil.

Sánchez fue depuesto y nombrado Manjarrez. Me invitó a visitar Puebla. En el aula magna de su universidad —un recinto que recuerda el viejo y glorioso paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares— pronuncié dos conferencias. Con Froylán Manjarrez estuve, en Puebla, visitando la ciudad, largas pláticas. En sus palabras se percibían estos interrogantes que eran la angustia torturadora de su alma: ¿Va la revolución de México por donde debe ir? ¿Es esta obra que realizamos la que responde al destino de la revolución? ¿Son estos hombres que gobiernan los que interpretan, sirven y cumplen la revolución debidamente? Froylán Manjarrez mostraba con estos interrogantes su jerarquía espiritual. No le importaban el puesto ni el porvenir personal, sino el deber histórico. Sentía entrañablemente su responsabilidad en una hora augusta de su pueblo y se afanaba, no en medrar sino en servir. Un estadista francés repetía con frecuencia que lo que interesaba en la vida era esto: acertar con el deber, el cumplimiento de este deber, venía después. Exacto. Acertar en su deber, dentro del proceso histórico de México, fue la obsesión de Froylán Manjarrez cuando yo le conocí. Esta obsesión le comprometió poco tiempo después, cuando yo no estaba ya en México, en un movimiento revolucionario que fue vencido y que le empujó a la expatriación.

La expatriación le empujó a Europa. Y, en Europa, a España. Y, en España, a la ciudad, a la plaza y a la casa donde vivía yo. Era en 1924 cuando, en España, estaba en auge la dictadura de Primo de Rivera y se iniciaban contra ella las primeras conspiraciones. Una de estas, indescifrada todavía en su origen, lanzada de Francia a España, abatida en los montes de Cantabria, y en la que se evidenciaron la ferocidad y la arbitrariedad de la dictadura, se llamó así: la sublevación de Vera. No tenía yo nada que ver con aquella sublevación. No sé aún hoy si fue una exaltación romántica o un ardid policiaco. Lo que sé es que fui detenido y preso. Y que fueron detenidos y presos los que se que se encontraban conmigo. Entre los que se encontraban conmigo estaba Froylán Manjarrez que cayó en una celda de esa cárcel de Madrid, inmediata a la Ciudad Universitaria, emplazada en el barrio de Argüelles que ha sido demolida totalmente por los bombardeos de esa horda de antiespañoles compuesta de moros, italianos, alemanes y franquistas. Los franquistas son el menor número y la peor gente. Froylán Manjarrez ocupó la misma celda que años antes había albergado a Trotsky. Permaneció en la cárcel unos días y en España unos meses. Los suficientes para ser conocido por cuantos me conocían a mí. Ese conocimiento de hombres y cosas le llevó a formular los juicios más certeros sobre el problema de España. Le entró España en el alma; entró en el alma de España, él. Su afán de interpretar, de analizar, de examinar para llegar a síntesis exactas, le permitió emitir los juicios más exactos y de profecía más cumplida. Últimamente, en un 12 de octubre, fiesta de la Raza, pronunció en México un discurso que es una lección profunda de historia de España. Froylán Manjarrez evidenció en España este doble don: atraer a sí los efectos hasta lograr la confianza plena y captar los problemas íntegramente. Si por innata elegancia de su espíritu no hubiese sido tan humilde, los críticos o definidores superficiales le hubieran visto más grande. Todo lo grande, en su ser moral, que era él.

De España marchó a Francia, donde permaneció largo tiempo. En Francia le visité yo varias veces. Comprobé, entonces, que su afán de saber se había vuelto en ansia que le devoraba; en sed insaciable. Conocía calle por calle, piedra por piedra, librería por librería, todo el Barrio Latino. Hablaba francés. Leía francés. Asistía, sin dejar una, a las conferencias de La Sorbonne. No le era desconocido un solo aspecto de la política francesa. Una de nuestras últimas conversaciones en aquella época, la recuerdo bien, fue por las avenidas de Luxemburgo. Yo acababa de salir de un largo encarcelamiento, como consecuencia de la primera conspiración seria contra la dictadura de Primo de Rivera: la de la noche de San Juan. Había ido a París a ver si existía posibilidad de disponer enseguida un segundo y más certero golpe contra la dictadura. En París tenían ya el ánimo dispuesto para la no intervención y la neutralidad. No querían saber nada del esfuerzo que realizaban los republicanos españoles para instalar en España una República. Con Froylán Manjarrez, en este paseo por el Luxemburgo, hablamos largamente de Francia y España. De lo que Francia había dejado de ser y de lo que podría ser España; de lo que iba muriendo en Francia y de lo que en España iba naciendo, de lo que sólo era ya recuerdo y tradición en Francia y de lo que en España era promesa y esperanza. Si las piedras, negras por la pátina del tiempo, y los árboles, que han sido testigos de las horas más tempestuosas y gloriosas de París, hubieran retenido nuestras palabras de 1924 y hoy las repitieran, tendrían el valor de un presagio íntegramente cumplido. España y Francia son, en 1937, lo que nosotros en 1924 dijimos que iban a ser.

Yo regresé a España después de una breve y desencantada estancia en París; Froylán Manjarrez vino a América. Primero estuvo en La Habana donde acreditó sus títulos de periodista; cuando el rumbo político le fue propicio se reintegró a México, más claros y más categóricos, en su respuesta íntima, los interrogantes permanentemente formulados sobre el servicio a la revolución nacional.

No pudo él recibirme en la estación la noche que yo llegué a México. Estaba ya enfermo. Rafael Sánchez Ocaña, unido a mí por una antigua y cordial amistad, cuidó, en su nombre, de darme la bienvenida. Fui a El Nacional a estrecharle entre mis brazos. Y, aun sobreponiéndome, no pude dominar la triste impresión que me causó. Llegó arropado en un recio abrigo amarillo que le cubría hasta los pies; envuelto el cuello en una bufanda; inclinada la cabeza hacia adelante por el esfuerzo a que la ceguera de uno de sus ojos le obligaba. No estaba envejecido; estaba cambiado. No era un Froylán Manjarrez con la pesadumbre y la huella de los años: era otro Froylán Manjarrez. Pálido, profundamente pálido; afónico, con una afonía que le impedía articular la voz. Pero que no le contenía el deseo de hablar. Y, hablando, en sus preguntas y en las respuestas a las preguntas que a sí mismo se formulaba, se advertía que si el rostro había cambiado, no había cambiado el alma. Era la misma alma clara, limpia, inquieta, profunda. Se advertía que estaba enfermo. La enfermedad le delataba su tos, honda, como un trueno, que estallaba en sus entrañas; su dolor en la espalda que le obligaba a encorvarse y a morder con los dientes el gemido que no quería exhalar. Se advertía que estaba enfermo.

Pero como no se hablara de su enfermedad, él no hablaba de ella. Su conversación sólo tenía dos temas: Cárdenas, intérprete auténtico de la revolución y España. En Cárdenas le veía sus interrogantes contestados cumplidamente. Para él, servir al servidor de la revolución, era servir a la revolución. Había acertado, pues, con el deber. Sin el dolor de la enfermedad, su alma sería un alma alegre; alegre como el alma joven de Desmoulins cuando escribía; alegre como el alma creadora de uno de esos creadores que han conocido todos los pueblos en sus horas de ascensión. Una democracia no es posible sin una orientación diaria sobre los hechos y los problemas. Froylán Manjarrez aspiraba a ser desde El Nacional esta orientación permanente y austera de la democracia mexicana. Y lo era. España constituía su otro tema. El tema y la idea fija. Cuando había una victoria, aún hallándose en el sanatorio con la herida en el cuello, abierta, tendía los brazos y le trascendía a la cara la alegría íntima como si el victorioso fuera él; cuando había una derrota parecía, por el gesto dolorido, que los traidores galopaban, destrozándole las entrañas enfermas, dentro de él. El día que recibió un retrato de Miaja, todo él se inundó de gozo y le parecía que no tenía ya ningún mal. El día que yo le ofrendé mi libro España ante el Mundo, lo acercó a su corazón… Estaba abatido en una silla; la palidez era cadavérica… Me apretó las manos; las retuvo entre las suyas y con su voz, casi sin voz, habló de España en términos que descubrió que su inteligencia conservaba íntegra toda la luz. Su visión de la conducta de las democracias europeas con relación a España tenía aspectos de intuición y comprensión certeros, complejos y profundos.

Cuando la munificencia del presidente Cárdenas permitió que se trasladara a Rochester, le vimos partir con un optimismo que atenuaba el pesimismo, y con un pesimismo que nuestro afecto se empeñaba en que fuera optimista… Le veíamos morir y queríamos que viviera… Presentíamos que se iba para siempre, y no nos aveníamos a que no volviera, para continuar… Le juzgábamos herido de muerte pero nos sublevaba el alma que un hombre útil, joven, soñador, cuando apenas entraba en la vida, la muerte, que a tantos tenía que matar, se lo llevara a él… La idea de que pudiera ser un escogido de los dioses no nos consolaba. De Rochester, cuando le sabía ya sin salvación, recibí de él una carta, posiblemente la última que me escribió, que era la revelación plena de su alma:

La noticia que me da, en el sentido de que vuelve usted a su o a nuestra querida patria, si bien me llena de satisfacción porque me imagino verlo nuevamente en el debate político y con la pelota en la mano, en cambio me deja una sombra de desolación porque yo no quisiera que mis amigos queridos, los hombres, que, como usted, poseen valores universales con que estar alumbrando a la humanidad, vayan a exponerse, y a perderse acaso, en una guerra que va trocando el encanto de su grandeza por la abnegación de su heroísmo.

Más adelante, en la misma carta, en términos que tienen el aliento de una oración, me dice:

Comprenda usted, don Marcelino, que ni usted ni yo hemos ahorrado jamás una oportunidad vital a la muerte cuando de defender nuestros ideales se ha tratado. Conserve usted la certidumbre —que no es nueva entre nosotros felizmente— que del pan de la derrota o de la victoria, que nos toque comer, todo podrán quitarnos, menos nuestra decisión, nuestra voluntad de disfrutarlo en común.

¿Era esta carta un testamento? ¿Era la postrera expresión de un alma transida de bondad? ¿Era la protesta encendida de un hombre ante la muerte: la muerte propia, y la muerte, como sistema de violencia, odiosa y condenada, para imponerse en la vida?

Un gran hombre no muere sino cuando muere el recuerdo de su grandeza. El recuerdo de la grandeza moral de Froylán Manjarrez no morirá. No le veremos más; no le oiremos más; no le tendremos más entre nosotros. No estrecharemos más entre las nuestras sus manos, que sabían, muda la palabra, expresar todos los sentimientos. Pero su recuerdo, que es su vida verdadera, nos acompañará. Y acompañará a México que si pierde, con la muerte de Froylán Manjarrez, una vida creadora, ganó ya, con la creación de la vida creadora de Froylán Manjarrez, el ejemplo luminoso de una conducta recta.

Libro publicado por El Nacional en conjunto con el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora (1992)