El demonio hecho mujer
“Lo que no está prohibido está permitido”
Emmanuel Cordero había adoptado un extraño mutismo. Preocupado le llamé varias veces, y nada. Ante el fracaso que representa el silencio como respuesta, decidí solicitar una audiencia. “Es un tema delicado”, solté al secretario particular, petición que en apariencia se quedó en la bodega de los olvidos. Por la humildad y prudencia que recomiendan los manuales no escritos sobre política (algún día escribiré uno), decidí esperar un tiempo razonable sin mencionar ni sugerir nada a don Fernando Ramírez, secretario de Gobernación y hombre muy cercano a Cordero, la mano derecha del jefe de Estado.
Tres semanas después del último intento por establecer contacto directo con el Presidente, cuando estaba a punto de comunicarme con el jefe del Gabinete, o sea con don Fernando, me llamó el secretario privado de Emmanuel Cordero:
—Le pide el Señor que tenga paciencia. Ha recibido sus mensajes y le preocupa mucho no poder atenderlo. Si es algo urgente me autorizó a operar alguna solución —dijo el subordinado cuyo nombre se perdió en los anales de la discreción (o en la bodega citada).
—Tal vez resulte urgente si ocurre lo que temo —respondí con cortesía y la intención de evitar la interlocución que nunca acepté—. Coméntele al señor Presidente, que todavía hay tiempo, pero que ante las eventualidades que amenazan necesito que me haga un hueco en su agenda.
Estuvo de acuerdo y aclaró:
—No se preocupe, este tema me lo encargó el Señor una vez que su particular lo puso al tanto de sus llamadas. Así que está en buenas manos.
Cuando se iban a cumplir dos días de mi conversación con el discreto, eficiente pero gris secretario privado, éste me llamó para con su burocrática, fraseada y rasposa voz decir: “Señor gobernador: el próximo miércoles, por la noche, lo espera el ciudadano Presidente. Lugar: la residencia oficial. A las 20 horas es su cita. Me instruyó para que le comente que llegue Usted preparado con los documentos que avalen su informe, queja o sugerencia. Que ya sabe a qué se refiere”.
Quedé descontrolado por el mensaje del Presidente debido a que en ese momento no supe a qué se refería. Así que corrí la película de nuestra relación política hasta encontrar alguna pista, sólo un indicio. Y la encontré. Hablábamos de lo mismo, coincidencia que me preocupó por el tiempo de su respuesta y mensaje. Temí que Irene Walter hubiera tenido éxito en su labor contra mí. No lo sabría hasta hablar con él.
Era necesario integrar las pruebas del expediente que en apariencia no existía. Contaba con cinco días para hacerlo. Sin perder tiempo me comuniqué con Mary y ordené suspender las audiencias y compromisos del fin de semana: le dije a Adela, la secretaria, que reprogramara la agenda del gobernador a partir del jueves siguiente a mi reunión con Cordero. Una hora después de haberse concretado la cita con Emmanuel ya estaba trabajando en el proyecto de documento que llevaría a la audiencia. Sobra decir que fui presa del desasosiego; que me preocupé ante la posibilidad de comentar con el Presidente de la República los temas candentes de mi gobierno, asuntos que de alguna manera podían comprometerlo. La incertidumbre se agravó cuando pensé en las interpretaciones derivadas de la lealtad de Arturo Ramos: aunque había dejado de hablar con él para evitar verter alguna frase poco afortunada, hubo palabras e instrucciones cuyo doble sentido podrían involúcrame en algún ilícito casual o preconcebido. Me aislé y la soledad me pesó. Por primera vez sentí estar en manos de la voluntad de la Providencia, o de alguno de los dioses que iluminaron mi camino protegiéndome de malas influencias, como la de Odilón Balerín, por ejemplo, el remedo de Maquiavelo que dedicó la última etapa de su vida a buscar cómo diablos perjudicarme. Por eso y otras causas tuve sobre mi cabeza algo parecido a un negro nubarrón cargado de malos presagios.
El preámbulo
Como todas las mañanas, antes de la fecha fatal, María de la Hoz hizo acto de presencia en mi despacho. Observé emocionado su ritual entre ortodoxo y cachondo: primero el saludo con voz cantarina secundado por el movimiento de labios preguntándome si estábamos solos. Una vez que yo le contesté con una caída de párpados y un sí entrecortado por la emoción, su bella estampa se ubicó frente a mí. Enseguida sentí la energía de sus movimientos corporales. Su cadencia me quitó el resuello. Cumplido este digamos que protocolo, sus meneos, fragancia y sonidos despertaron mis pasiones e instinto. En ese momento perdí la máscara de la seriedad para mostrar mi expresión libidinosa, mirada cuyo objetivo principal era su perfecto trasero y su vientre y sus senos y los vértices de su cuerpo, anatomía que sin duda habría convocado a Miguel Ángel Buonarroti a despojarse de la indefinición que lo indujo a esculpir las nalgas de los varones jóvenes moldeados por el ejercicio, actividad que entonces era parte de la educación formal.
El hermoso panorama que formaba Mary, representó en mi vida la parte del universo al alcance de la mano. Como aquel nogal cuyas ramas acariciaron las paredes de la celda de Sor Juana, espacio conventual tantas veces visitado por el obispo Fernández de Santa Cruz; como la nuez de la lujuria que —cuenta Sergio Pitol en El arte de la fuga— encerró la esencia de El sonido y la furia, la gran novela de William Faulkner, el escritor enamorado de la imagen formada por las piernas y nalguitas de la niña que “intentaba trepar por el tronco de un árbol”; como Beatriz, la infanta que conquistó el corazón de Dante Alighieri, quien —recordará el lector— decidió inmortalizarla en su Divina Comedia. (Hoy tanto William como Dante pasarían como pederastas en potencia).
—Heme aquí gobernador —me dijo Mary con su voz sensual, tono que, como siempre ocurría, me sacudió haciéndome regresar del cielo cubierto de ángeles y querubines aunque, en esas fechas, medio nublado y turbio por el nubarrón mencionado—. Espero que la urgencia de vuestro llamado —jugó con la expresión castellana— no contenga nada trágico o algo que me angustie más de lo que ya estoy.
—Veré a Emmanuel para mostrarle las pruebas de la infiltración que existe en nuestros gobiernos —le respondí sin más preámbulo que mi sonrisa del gozo provocado por su presencia—. Necesito que me prepares el expediente con las pruebas que involucran a Lee, a la licenciada y al capo Yanga… Está en juego todo —agregué ya con los pies en la tierra.
—Lo tengo listo, gobernador —respondió a botepronto—. Es el mismo que te mostré hace algunas semanas, pero ahora con datos adicionales como, por mencionar alguno, la influencia de Lee dentro de la estructura del Estado y sus vínculos con el hermano de Irene. Cada documento está validado con las claves del Cisen, la AFI y la PGR, dependencias donde trabajan algunos burócratas carentes de imaginación y criterio (o corruptos, ve tú a saber), ausencias que les impide relacionar, para conectar con la ley, los informes y las investigaciones que llevan a donde yo he llegado. Bueno —agregó mostrándose satisfecha de su trabajo—, puede ser que no les falte criterio, lo cual nos ubica ante otra posibilidad: que Irene Walter cuente con quintacolumnistas dentro de esos organismos. Sólo así se explica el por qué nunca se han puesto de acuerdo a pesar de la contundencia de los informes y del interés presidencial…
Dejé que hablara la doctora. No la interrumpí. Era obvio que se había ocupado del asunto y que sus informes rebasaban con mucho al trabajo de los celosos vigilantes de la seguridad nacional. También saltaba a la vista que Mary tenía muy buenos contactos en las partes neurálgicas del gobierno. Evité pedir aclaraciones porque respetaba su trabajo. Estaba seguro de que los quintacolumnistas habían sido cautivados por el cuerpo y energía de mí eficiente y eficaz colaboradora.
—Dime Mary: ¿tendré éxito? —la cuestioné con la intención de saber si conocía algo sobre mis movimientos secretos. Sentí la inseguridad que produce el temor a las respuestas negativas, actitud que a veces se confunde con prudencia.
—Todo indica que sí, Gobernador —respondió con desparpajo y un brusco movimiento de la mano que usó para quitarse el cabello que le cubría la mitad de su rostro—. Pero depende de que Cordero sea ajeno a las infiltraciones y complicidades que han permitido el crecimiento del crimen organizado.
— ¿Hay dudas razonables sobre su honestidad? —pregunté preocupado por la respuesta que podría ser afirmativa.
—No las hay —respondió con la actitud que adoptaba cuando estaba segura de su dicho. Y agregó—: Pero si acaso desconfías es porque sigues el consejo del poeta y escritor Alessandro Manzoni: creo que es menos malo agitarse en la duda que descansar en el error —citó.
Lo que parecía una vacilación derivada de la amenaza de Irene, me metió en el embravecido mar del poder donde, como cualquier náufrago, pude haberme ahogado. Lo sabía De la Hoz y por ello se afanó en resolver el problema que parecía ser el punto final de mi vida política. De ahí que una y otra vez revisáramos los datos y las pruebas que le mostraría al Presidente. Ella como defensora. Y yo como abogado del diablo. Fue tal mi enjundia que llegué a desesperarla. Lo interesante de aquel ejercicio preventivo estuvo en cómo ella defendió sus puntos de vista. Hubo momentos en los que se alteró mostrándome en sus facciones otra perspectiva de belleza. “Carajo —pensé por enésima vez—, si no estuviera de por medio mi futuro ahorita mismo le proponía matrimonio”. Mi emotiva y recurrente dubitación quedó trunca con la pregunta que Mary hizo poniéndole a su voz el tono de picardía, inflexión que me sorprendió:
—A ver, Herminio: ¿tienes previsto y controlado el daño que puede ocasionar Arturo Ramos?
Además de su endemoniada vivacidad, la doctora parecía poseer el don de hurgar en la mente y observar el entorno con la mirada que seguramente usó Maquiavelo para ver y analizar las actitudes y reacciones de los monarcas de su siglo. O para ser más actual con mi parangón, con el estilo de James Lipton, entrevistador que induce a sus entrevistados (actores y directores de cine) a desnudar su alma para sin ambages confesar sus pensamientos más profundos.
— ¿Sabes algo de ese problema? —pregunté, más que por curiosidad, como defensa sicológica obligada.
—Lo único que sé es que debes aprovechar las cualidades de tu personal, pero con empatía para que no te involucres. Ya conoces la esencia de la humanidad, sin embargo, es necesario que la tengas presente…
Ese día me dijo la frase que uso en el primer párrafo que sirve de introducción a esta autobiografía, pensamiento con el cual dio por concluida nuestra conversación:
—Recuerda que el hombre, como primero lo dijo Plauto y después Hobbes, es el lobo del hombre.