“Cuiden a sus gallinas que mi gallo anda suelto”
“Cuiden a sus gallinas que mi gallo anda suelto”
Contra lo que suele ocurrir entre la clase política que se encuentra en el ocaso del poder, mi relación con el presidente Cordero entró a un proceso de alejamiento. Lo asumí como parte del juego de la gobernanza siempre expuesta a los intereses o fenómenos sociales, partidistas y sectoriales, circunstancia propia de las cofradías que suelen formarse precisamente para alcanzar el poder. Lo que me mantuvo vigente y con cierta influencia en el medio local y nacional, fue el sistema de información creado a la alimón con María de la Hoz. Ello me permitió jugar con mis cartas y mantener una buena relación con otros factores de decisión, incluidos los mediáticos.
Dinero llama a dinero
El éxito del SIAP me había puesto en bandeja de plata la posibilidad de comercializar los datos ya procesados para, entre otras cosas, fundamentar desde estudios relacionados con el comercio hasta los procesos de marketing político, incluidas las prospectivas que sustentaron acciones empresariales y trabajos de gobierno.
Respondimos así a los requerimientos del mercado obligándome a ampliar nuestras acciones con el fin de ingresar a los procesos de oferta y demanda. También consideré oportuno crear la fundación cultural Post scriptum, nombre inspirado en la herencia de Sor Juana, el legado que dejó al mundo cuando se quejaba muda pidiéndonos que la escucháramos con los ojos. Al principio Mary estuvo al frente y yo me abstuve de figurar para evitar los ilícitos que se encuentran agazapados entre los renglones torcidos de la ley de responsabilidades.
Tener el sartén por el mango me produjo un poder adicional que junto con Mary transformamos en estrategia financiera destinada al rescate de los valores histórico-literarios de México, a partir, obvio, de la obra y antecedentes de Sor Juana Inés de la Cruz. Como no quería someterme a los efectos de las venganzas fiscales, seguí el consejo que capté en alguna de las declaraciones que hizo a la prensa don Manuel Espinosa Yglesias, paisano y uno de mis paradigmas. Dijo el banquero: “Yo no eludo al fisco, me asocio con él”. Hice mía la estrategia y me “asocié” con esa parte del Estado mexicano: además de las acciones benefactoras, purifiqué parte del dinero que obtuve gracias a mis actividades dentro del servicio público y los negocios aleatorios generados por el ejercicio del poder como, verbigracia, las sociedades con los hombres del capital en especial los dueños de los medios electrónicos de comunicación. Había que desligarse de la corrupción vista, combatida, compartida, asimilada, controlada y tolerada como si fuese un tesoro divino. Entré así al proceso de quitar al dinero cualquier mácula que generara sospechas.
Aroma de mujer
Todo marchó sobre ruedas hasta el día en que se apareció Isabel Coss. Llegó a las oficinas del gobierno sin avisar. A pesar de la irrupción en mi agenda ordené que pasara seguro de que podría darme datos que yo ignoraba. Isabel también tenía un ligero parecido con Isolda, la mujer que se convirtió en la tragedia que arrastró a Juan Águila del Sol.
Su belleza me dejó perplejo, mudo. Ya sin la facha de virago. Estaba lejos del sello o estilo aquel que le mermó el aroma de mujer. Era obvio que algo se había hecho porque emanaba la energía que hace carismáticos y espiritualmente poderosos a los seres humanos. Hubo un momento en que hasta noté su aura rosa y me pareció verla levitar. Se trataba sin duda de la misma mujer aunque con distinta imagen, casi igual a la de Irene. Parecía haber sido objeto de una especie de milagro dado que su físico seguía siendo el mismo pero con un carisma distinto, cautivador y energizado con el poder de la atracción.
—Estoy sorprendido —dije con la sinceridad que surge del pasmo—. Te ves hermosa, diferente; extraña en el buen sentido.
—Gracias Gobernador. Las sacudidas de la vida te ayudan a recapacitar para aprovechar la segunda oportunidad. De eso se trata mi cambio de rumbo y de imagen —respondió con una sonrisa que iluminó el entorno.
—Te queda muy bien. Y… ¿qué con las hormonas? —me atreví a preguntar.
—Son las mismas pero ya sin la tentación de la diversidad. Soy y siempre seré mujer pero ahora con las inclinaciones propias de mi sexo. Nunca las perdí ¡eh! Lo que tú viste fue parte de las inquietudes por conocer los recovecos del amor sin barreras y además, una máscara protectora, un disfraz. De hecho te agradezco por haberme dado la oportunidad de sosegarme —soltó sin perder su expresión resplandeciente.
— ¡Pero qué agradeces! —cuestioné sorprendido.
— ¿Recuerdas el día en que la hice de mensajera de Irene? —Preguntó y sin permitirme responder añadió—: Sentí tu mirada y percibí tu desprecio a lo que entonces representaba. Te gusté pero evitaste decirlo porque me viste ajena a la condición de mujer. Me espiabas con el rabillo de tus ojos morbosos, no con los del hombre que tú eres. Quizás tratabas de encontrar la razón de la fama que me endilgaron. Esa actitud me ofendió porque como mujer esperaba la lisonja del caballero y conquistador. Tu reacción fue un golpe directo a mi ego, la puya que pulsó el botón de la dignidad.
Me quedé hecho un pendejo. No lo imaginé. Y sí; recordé cuando Isabel Coss ponderó mi retrato, comentario que tomé como si hubiese sido vertido con el doble sentido y la ironía que la hizo temible.
—Te ruego me perdones. Fue una reacción instintiva. Siempre he actuado a la defensiva y temía alguna trampa de Irene —dije mostrándome apenado y caballeroso.
—Ya lo olvidé, Herminio. Lo traje a colación por tu cara de asombro ante mi nueva imagen. Pero ya que mencionas a Irene, debes saber que somos hermanas de madre...
¡Zas! Lo que escuché operó como si hubiese caído sobre mí una tonelada de hielo convertido en frappé. Quedé congelado. Mi cara debe haberse deformado ya que la Coss endulzó aún más la expresión para con un profundo suspiro aclarar:
—No hay de qué preocuparse, Gobernador… Sin proponérselo, ella me enseñó lo que nunca debe hacer una mujer. La diferencia en nuestras percepciones fue lo que terminó por separarnos. Y la distinta paternidad siempre nos mantuvo cautas y distantes en nuestras relaciones familiares.
— ¿Y su hermano, que pasó con su hermano…? —inquirí sin quitarme del rostro la expresión de sorpresa.
—Yanga… —respondió—. Nada qué ver conmigo ¡eh! Ni siquiera conocí a ese señor. Pero te voy a platicar la historia completa porque te respeto —agregó y sin esperar respuesta empezó la reseña de su vida:
—Hace cinco años Irene me buscó. Yo sabía de su existencia pero nunca habíamos coincidido. Desde pequeña su padre se quedó con ella. Es un pasaje de mi vida que se revela como un sueño. Tendría tres años de edad e Irene meses de nacida, quizás cinco. Mi madre se alejó de aquel ambiente debido a que su compañero la hizo sufrir mucho: el padre de mi hermana vivía con varias mujeres a la vez y con todas tuvo hijos, entre ellos Yanga. Veintiséis años después nos volvimos a encontrar, mejor dicho nos conocimos. Se dio el afecto de la sangre. Porque ella me lo dijo supe que se había cambiado el primer apellido, precisamente para que no la relacionaran con su hermano. Fue cuando conocí los antecedentes de ese hombre.
— ¿Así que tú llevas el segundo apellido, el Remix? —se me ocurrió preguntar tratando de salir del sopor que me produjo la noticia.
—Sí, soy una Remix. Isabel Coss Remix. Ese es mi nombre completo.
—Perdóname por tantas preguntas pero ni por aquí me pasó —dije señalándome la frente —. Entendidas las causas del parecido entre Isabel y tú, sólo me falta saber la razón de tu presencia —lancé sincero.
—Quiero una segunda oportunidad. Podría encontrarla en otra parte pero al final del día tendría que dar explicaciones a quienes nunca entenderán lo que te acabo de decir. La única persona que me puede ayudar eres tú. Por eso estoy aquí.
— ¿Y Cordero? Él le tuvo afecto a tu hermana —puyé.
—Como bien lo sabes fue su amante pero al parecer se traicionaron. Por eso no me acerco a él. Evito despertar su ánimo de venganza o incluso de su desprecio.
— ¿Pero por qué yo? —volví a preguntar impresionado por la fisonomía de Isabel que cambió al hablar de Cordero.
—Te seré franca: desde aquella ocasión te convertiste en mi reto de mujer —dijo un poco más relajada pero a la vez inquieta por mi notorio asombro—. Pero no pienses mal Herminio —atemperó—. Hablo de la oportunidad laboral no de sexo. Me enteré de tus actividades colaterales y creo encajar en alguna de ellas. La fundación o el SIAP, en ese orden.
Otra vez la confusión. El comentario de Isabel afectó mi auto estima y pensé en lo que pudo haber pasado para que mis dos secretos ya no lo fueran. Dudé de mi equipo de trabajo preguntándome quién habría sido el infidente. En esas estaba cuando ingresó al despacho la doctora De la Hoz.
—Hola Gobernador —saludó con desparpajo—. Espero que Isabel te haya convencido como me convenció a mí. Yo le pedí que viniera e verte.
— ¡Espérate doctora! ¡De qué me perdí! ¡Así que tú le dijiste a Isabel que viniera y el de la voz no fue informado! —protesté con la intención de recuperar la dignidad que parecía naufragar en el tormentoso mar de la burocracia—. Heme aquí como pendejo escuchando lo que tú debiste decirme antes de que esta bella hembra viniera a explicármelo. ¿Acaso es un complot?
—Serénate, Herminio. Tienes razón: debí anticiparte la visita y ponerte al tanto de los antecedentes de Isabel. Pero me vi imposibilitada y no preguntes por qué. Lo importante es que ella te lo dijo y que tú tendrás que decidir, sin presiones o recomendaciones de por medio. Ese es el plan. Empero, por lo que te escuché creo que llegué antes de tiempo.
—Si me permiten me retiro —interrumpió Isabel.
—No, no te vayas —le ordené—. Espérate hasta que mi colaboradora desentrañe su nuevo código de conducta.
—Sí, no te retires —terció Mary—. El código al que te refieres Gobernador —dijo con su vista fija en mi cara—, es tan sencillo como el hecho de que Isabel Coss Remix permitió a esta tú colaboradora, como me llamas, armar el expediente de la familia Yanga. Quise que ella te lo dijera porque en nuestro trato de colaboración hay una cláusula que ni tú ni yo podemos romper: el anonimato del informante. Gracias Isabel —espetó la doctora que sin despedirse dio la media vuelta dejándome parte de su ira colgada en el perchero del despacho.
—Perdón Herminio —se disculpó Isabel con un tono de voz cuya dulzura me hizo recapacitar.
—No hay nada qué perdonar —dije apesadumbrado—. Al contrario, yo me disculpo por mi exabrupto. Debí esperar a que la doctora y tú explicaran esto que me parece un galimatías burocrático; o peor: un enredo de afectos y lealtades. Siéntate por favor. Esperemos a que regrese María —sugerí al tiempo que marcaba el número de su teléfono celular.
—Doctora —dije en cuanto respondió a mi llamada—. La aguardan en mi despacho un pendejo arrepentido y una dama que atestigua su conflicto personal. —Por respuesta escuché su bufido. Colgó. Y me resigné a esperar su regreso—. Qué te parece si me platicas lo que sabes del rompimiento, o lo que haya sido, entre Irene y Emmanuel —sugerí a Isabel para hacer tiempo y a la vez escuchar otra versión.
—Es un tema lleno de aristas. ¿Lo aguantas?
— ¡Como los machos! —respondí.
Hice la promesa sin imaginar que las revelaciones de Isabel Coss Remix me causarían una de las peores crisis existenciales que padecí en mi carácter de gobernador. Tal vez un poco menor a la provocada por la muerte de Isolda, cuyo aroma, reitero, volví a aspirar ese día en cuanto Isabel se presentó en mi oficina.