Carta dictada por un Dios cansado

Réplica
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Con fe —a pesar de todo—,...

Querida Humanidad:

Nunca supe escribir cartas. No como ustedes. Lo mío era el susurro en el viento, el estremecimiento del corazón, el temblor en la voz del moribundo o la risa compartida entre dos que se abrazan sin miedo. Pero hoy me dictan los siglos. Hoy escribo con los dedos de todos los niños que han muerto de hambre y no entendieron por qué. Con la tinta negra de cada madre que aún duerme entre ruinas esperando que su hijo regrese de una guerra que nunca pidió. Hoy me prestan su aliento los que callaron y los que gritaron y no fueron escuchados.

Les di libre albedrío, no porque me lavara las manos, sino porque la libertad era la única forma de que el amor que se profesaran fuera genuino. Lo que nace de la imposición es obediencia, no compasión. Pero ¿qué hicieron con ese regalo? Lo convirtieron en trinchera. Eligieron el egoísmo y lo llamaron progreso. Aprendieron a proteger a sus crías, sí, pero se olvidaron de proteger a los hijos de otros. Como si la especie fuera una suma de islas, no un solo continente latiendo al unísono.

¿Han observado el micelio, ese tejido invisible bajo la tierra que une a los árboles en un pacto antiguo de supervivencia y auxilio? Si un pino enferma, otro le manda nutrientes. Si un sauce está sediento, el bosque entero se moviliza para ofrecerle agua. No lo hacen por altruismo: lo hacen porque saben que si uno cae, todos tiemblan. No hay egoísmo en el bosque. Solo inteligencia comunitaria.

Ustedes, en cambio, inventaron fronteras, religiones exclusivas, dioses de bolsillo para justificar la crueldad. Dejaron morir al vecino porque no llevaba su apellido. No compartieron el pan por miedo a quedarse sin migas. ¿Dónde perdieron la memoria de lo esencial?

La verdad, hijos, es que sí existe protección en su especie. La he visto. En quienes saltan al río para salvar a un extraño. En quienes curan sin preguntar ideologías. En las abuelas que crían nietos ajenos y en los niños que comparten su única galleta. Pero son pocos. Y están cansados. Necesitan más. Necesitan que dejen de creer que la humanidad es una suma de sobrevivientes y comiencen a entender que es una red.

Porque proteger no es un gesto aislado. Es un sistema. Es el nuevo micelio. Son los invisibles hilos de solidaridad que aún pueden tejer si se lo proponen. Y no para salvar el mundo —yo no quiero mártires—, sino para dignificar la vida.

Sé que duele ver atrocidades. Créeme, me duele más a mí. Yo les di la capacidad de evitar cada una, no la garantía de que lo harían. La pregunta nunca fue “¿por qué Dios lo permite?”, sino “¿por qué el hombre lo ejecuta o lo tolera?”

Aún pueden cambiar. Todavía hay tiempo de que el fuego que los habita no sea solo cólera o destrucción, sino luz. Todavía pueden ser hermanos. No con palabras ni promesas vacías, sino con actos: el pan compartido, el abrazo ofrecido sin condiciones, el refugio que se da sin preguntar nacionalidad.

Mi carta no es un juicio. Es una plegaria. No de mí hacia ustedes, sino de ustedes hacia sí mismos. Una súplica escrita en las venas de cada ser vivo que ha esperado un poco de ternura y no la ha recibido.

Regresen a ustedes. Regresen al bosque. Al micelio. A la red. Recuerden que salvar a uno es salvarnos a todos.

Con fe —a pesar de todo—,

Dios

Dictado a Miguel C. Manjarrez.

Nota: No es una oración. Es una ficción. Una carta que Dios nunca escribió, pero que quizá nosotros necesitábamos leer.

Miguel C. Manjarrez