Escribió Mario Benedetti que las piernas de la amada son fraternas/ cuando se abren buscando el infinito/ y apelan al futuro como un rito/ que las hace más dulces y más tiernas...
Sin haberlo dicho y menos aun escrito, en su momento los López (Mateos y Portillo) y antes Gustavo Díaz Ordaz, coincidieron con el poeta: los tres cayeron en las “cavernas donde el eco se funde con el grito”, piernas todas que juntas hicieron historia gracias al cargo que ostentaron los amantes con quienes compartieron un poco de su poder político.
Adolfo, Gustavo, José, Carlos, Ernesto y Vicente “trazaron los signos” de la vida presidencial a partir de los rasgos de gloria propiciados por las piernas de sus amantes mujeres.
Cuenta el chisme, maledicencia, testimonios y en una de esas hasta la confesión de parte, que las piernas de las Serrano, Gutiérrez, Alegría, Noriega, Buenfil y Sahagún, fueron fraternas con el espíritu de la República materializado en un hombre, en un macho; que buscaron el infinito y desde luego el privilegio de compartir con los mandatarios que cayeron en sus redes las decisiones del poder presidencial después, supongo, de los orgasmos republicanos.
Son damas que forman parte de la memoria colectiva que las ha desdeñado o vistas con la envidia que es hijastra de la necesidad, hija putativa de querer ser lo que otros son y estar en o compartir el eco de las placenteras “cavernas”.
El reportaje “Amantes y esposas” publicado en la revista Réplica, me indujo a recordar para compartir con usted algunos de los pasajes donde el amor furtivo cambió o estuvo a punto de modificar el trayecto de varias administraciones. Por un lado los gobernantes que cayeron bajo el influjo del deseo sexual exacerbado por el enervante perfume del poder político. Y por otra parte las mujeres que se dejaron seducir o que conquistaron al servidor público en funciones de mandatario. Omito nombres para no incomodar a los protagonistas que, a final de cuentas, fueron víctimas de su propia influencia o carisma, los unos entusiasmados por el hecho de ser importantes, y las otras impresionadas por lo que rodea y genera el cargo de quienes primero eran su objetivo personal y después el mecenas o padrino que, además de amarlas, en muchos casos decidió resolverles su problema económico. Para ellos, obvio, hubo que cometer lo que es el ilícito que casi nunca trasciende: tráfico de influencia producto de los secretos que se fermentan bajo el calor de la sábanas.
Acudo a mi memoria y me viene a la cabeza varias diputaciones federales y estatales y algunos cargos en la burocracia dorada. Mujeres que sin haberlo imaginado se convirtieron en representantes populares. U hombres que encontraron abrigo y comprensión en las tiernas y dulces piernas de la amada (o del amado). La República convertida en tálamo, diría Cayo Valerio Catulo.
¿Y después qué?
Si ese tipo de amor no produce hijos, las historias suelen ser tristes, dramáticas, aparatosas. Pero como abundan los melodramas “después de” dejaré que el poeta romano citado –o sea Cayo Valerio– nos cuente el final de muchas de las historias que empezaron en una “caverna” y concluyeron en el vacío que se forma con el olvido, abandono, deterioro físico o la redondez de la edad y el tiempo que acaba con la belleza del cuerpo para, si la hay, sólo dejar la belleza del espíritu:
Ay de ti, desdichada, ¡qué va a ser de tu vida!
¿Quién va a estar junto a ti? ¿Quién te verá bonita?
¿Ahora a quién vas a amar? ¿De quién dirán que eres?
¿A quién vas a besar? ¿Morderás en qué labios?