Capítulo 7
Fanatismo patológico
Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso.
Denis Diderot
Después del rezo del rosario, Mora del Río, arzobispo primado de México, llamó a los sacerdotes cercanos a su jerarquía. Les había pedido discreción porque —dijo— temía que lo estuvieran “espiando los agentes del gobierno”.
Con esa idea llegó a la curia acompañado de su personal de confianza. Una vez frente a ellos les comentó que tenía varias semanas de no conciliar el sueño como lo exige el organismo: “Soy representante de Dios pero carezco de su poder para cuando menos controlar las demandas de mi cuerpo”, confió apesadumbrado.
Impresionado por el rostro cetrino del arzobispo, el clérigo Samuel le ofreció el jarabe cuya fórmula era herencia de su abuelo. “Fue médico y vivió tres años en China —dijo orgulloso—. Allá conoció algunos de los secretos de la herbolaria”. El sacerdote se escuchó tan seguro que algunos de sus compañeros le pidieron que les preparara el jarabe: “La carne de puerco tiene muchas toxinas, señor Arzobispo”, insistió el clérigo naturista sin hacer caso a las peticiones de sus compañeros. Otro de los curas sugirió dudoso: “¿No será mejor que su Eminencia repose? El descanso lo alejaría de las preocupaciones. Y una buena dieta, Padre, con vegetales y pescado, ayudaría a su organismo” Uno más agregó a la recomendación alimenticia el consumo de vino, una copa todos los días a la hora de la comida y por la noche un té de tila: “Lo que le hace falta, Padre —sentenció doctoral— es un poco de tranquilidad, de reposo espiritual y físico. Confíe en nosotros —se atrevió a sugerir—. Déjenos desarrollar parte de su trabajo en defensa de la fe. Contamos con una importante red de fieles que nos mantienen informados; son católicos dispuestos a luchar para que Dios nuestro Señor esté en todos los corazones”.
Mora hizo un gesto de agradecimiento. Miró sus manos mientras sus dedos acariciaban el Cristo de jade y oro que colgaba de su cuello. Aspiró profundo. Levantó la vista y con voz apenas perceptible respondió a los sacerdotes que esperaban atentos sus palabras:
—Tienen razón, hermanos. Necesito recuperar el equilibrio del cuerpo y de la mente para poder combatir sin cuartel el cansancio moral que me agobia desde que enfrentamos al gobierno del bolchevique Calles. A veces tiemblo y después me atrapa la lasitud; mis pies se enfrían y me siento angustiado, como si la muerte esperara escondida en el ropero de mi dormitorio. Es cuando el temor me induce a desistir de la misión que Dios me encomendó aquel día en que escuché el campanazo solitario. Pero en esos momentos de debilidad me llega una energía creadora que me anima a seguir con el plan. Se repite en mi mente la voz del Señor y recupero la salud. Así estoy, con esos altibajos, desde hace varios días, hermanos míos.
El arzobispo se persignó y mientras murmuraba lo que parecía una oración, el resto de sacerdotes guardó silencio y todos, excepto Miguel, bajaron la vista para imitar la introspección del jefe de la Iglesia.
Intuitivo, Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, supuso que su pastor podría padecer el mal de la bipolaridad dado que su patología así lo indicaba. “Lo hemos visto en estados de euforia y depresión”, caviló. Prefirió callar no obstante que con la mirada José Mora y del Río le había pedido que hablara. “¿Neurosis, fiebre negra? —volvió a meditar—. No. Esa es la enfermedad de los genios y está claro que su Eminencia dista mucho de serlo aunque a veces muestre algún rasgo de genialidad”. Esto último le recordó lo escrito por Diderot en la Enciclopedia: “El movimiento de la mente en ocasiones es tan suave que apenas se percibe; pero la mayoría de las veces ese movimiento provoca tempestades y el genio es arrastrado por un torrente de ideas que él sigue libremente con tranquilas reflexiones. En efecto —se dijo convencido—, este hombre está dominado por su imaginación y actúa como los caballos desbocados. Podría ser la rencarnación de Constantino, la parte que quiso mezclar lo religioso con lo político como método para buscar la unidad del mundo.”
La disquisición del sacerdote Miguel cesó en el momento en que el jerarca hizo alusión a la obra del santo Tomás Moro.
— ¡Luchemos para que la Utopía deje de serlo! La solución, hermanos, está en el poder de la oración… Vamos a rezar tres Padres Nuestros. Conforme pronunciemos esas bellas frases, pidámosle a Nuestro Señor que intervenga para que los políticos dejen de ser la hez del mundo que ellos han dado en llamar civilizado.
“¡Cuánta rudeza, cuánta ignorancia y cuánto fanatismo!” —se dijo indignado Miguel antes de pedir perdón a Dios por esa su irrespetuosa expresión mental. Con una mueca solicitó al arzobispo su autorización para abandonar el recinto. Mora le respondió con otro gesto, el de aceptación. El sacerdote se despidió con una reverencia. El resto de los curas hizo lo mismo, cada cual retirándose en silencio, excepto el que asistía al jefe de la Iglesia mexicana.