La Puebla variopinta, conspiración del poder (Capítulo 1) El sueño

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 ¿Es, pues, cierto o sólo vana fantasía?

Eurípides, Yone, hacia el 410 a. de C.

 

Cuando planearon construir la nueva ciudad que se llamaría Puebla, los miembros de la Segunda Audiencia estaban influenciados por la Utopía de Tomás Moro. Pensaron que la vida les había puesto en bandeja de plata la oportunidad de eliminar la encomienda para, por fin, lograr la perfección urbana y social que durante siglos buscaron los grandes pensadores. “Esta será la ciudad de Dios en Nueva España”, pudo haber dicho Juan de Salmerón, o quizá Ramírez Fuenleal, o tal vez Vasco de Quiroga, o puede ser que hasta Julián de Garcés, coordinador del esfuerzo que los integrantes de esa Audiencia, la Segunda, dedicaron a la fundación de Puebla.

No obstante las bondades del propósito, la ambición de los nuevos habitantes acabó con el sueño de los frailes que se habían quitado el peso de la ropa talar para poner en práctica acciones tan liberales como progresistas. Es probable incluso que su intención trasgrediera las costumbres místicas con el fin de iluminar el entorno oscurantista de su religión, como antes lo habían intentado los frailes franciscanos Bernardino de Sahagún, Bartolomé de las Casas, Pedro de Gante y Vasco de Quiroga.[1]

Al Tata Vasco se le atribuyen varios intentos —por desventura todos fallidos— destinados a lograr en el Nuevo Mundo el nacimiento de la sociedad perfecta: la Angelópolis, una de esas intentonas, fue concebida como la sede del sueño que finalmente no pudo concretarse.

Quiroga, catalogado por la historia como el primer socialista de América, vivió influenciado por Tomás Moro. A esta circunstancia atribuyo el que el fraile quiso edificar en el Nuevo Mundo una ciudad que, además de la perfección de su traza urbana, fuera destinada a impulsar el ideal humano, quimérico para los habitantes de la entonces Europa decadente y viciosa.

Como nunca faltan los problemas surgió uno para molestia de Quiroga y compañeros: la desmedida ambición de la soldadesca que acababa de entrar en un periodo de borrachera sexual e intoxicación de poder combinado con el sentimiento de hidalguía, primera versión americana de las bacanales del Medioevo. Los conquistadores querían ser amos y señores de todo lo que tocaran, pisaran o vieran, incluidas las indígenas, bellas y jóvenes desde luego. De ahí su control y celosa vigilancia sobre los barrios construidos ex profeso fuera de la ciudad: a esos lugares mandaron a pernoctar a los hombres, mujeres y niños que aparecían en su esclavista inventario de activos humanos. Por ello se construyó —además de la ciudad— el primer apartheid de América.

El pueblo indígena superó a la leyenda al convertirse en los ángeles de carne y hueso. Nada más dieciséis mil (según Antonio Carrión[2], fueron 34 los españoles que iniciaron la población). Con sus manos e ingenio los indios trazaron la nueva ciudad a cordel para enseguida construirla. También modelaron tierra, piedras y madera, materiales obtenidos del entorno que entonces como ahora estaba vigilado por los cuatro gigantes nevados. Así los obreros y pioneros de Puebla, vieron cómo emergían del suelo sus construcciones, casonas que el tiempo y las remodelaciones arquitectónicas transformarían en los majestuosos edificios, asombro de los extranjeros que admiraron el entorno cruzado por los ríos que parecían formar parte del barroco que produjo el sincretismo. Imagine el lector las noches de “obsidiana traslúcida” (Gilberto Bosques, dixit) acompañadas con el murmullo del río. Y ubíquese en la Capilla del Rosario iluminada con la luz de las velas reflejada en los cientos de ojos que buscaban a sus dioses incrustados entre las figuras del arte barroco.

El Valle de Cuetlaxcoapan (lugar donde las víboras cambian de piel), ocupado en principio para poner en práctica el impulso social de los frailes, cayó sometido ante la ambición desmedida de los habitantes fundadores, la mayoría de ellos guerreros sin sentimientos ni conciencia humanitaria.

El sueño persistió hasta convertirse en una pesadilla, transferencia que ocurrió para acabar —si acaso los hubo— con cualquier pronóstico social alentador.

La cruda realidad

Hernando de Helgueta fue el responsable de conducir, vigilar y regular los trabajos de construcción. El tipo era un voraz encomendero antes de ser designado responsable de la obra. Ello produjo críticas y repudios que los oidores simularon no escuchar. Lo peor fue que los religiosos justificaron su arrojo autoritario basándose en que no había españoles con la capacidad de Helgueta. Nadie se los creyó pero todos apechugaron la decisión como si ésta fuese una orden superior, de arriba, cuasi celestial.

Los frailes conocían bien la fama de Helgueta. Supieron de su rapacidad en el comercio de la mano de obra e inclusive en la compra-venta de indígenas, actividades donde el género y la edad no importaban. Por ello su designación resultó peor que una pesadilla. La actitud del terrible capataz se combinó con la aquiescencia de los frailes, efecto que, como ya lo dije, acabó con el sueño humanista que Tomás Moro plasmó en su obra Utopía, libro del cual los fundadores de Puebla tomaron algunas ideas.

La desventura disfrazada de esperanza

Desaparecieron las buenas intenciones y se produjo lo que nunca visualizaron los primeros religiosos y soñadores de la Amerindia: la polarización social que prohijó el resentimiento de los sometidos indígenas y, más tarde, de su descendencia ya mezclada. Persistieron aquellos viejos e indelebles rencores. Poco a poco se fue conformando hasta llegar a consolidarse el enorme grupo social que sonreía ante el poderoso a sabiendas de que con esa expresión encubrían su acritud, tirria producto de la herencia genética y de los mensajes orales de sus antepasados.

Saltos generacionales

Las pestes de los siglos XVI, XVII y XVIII mataron a cientos de miles de personas. No obstante siguió vivo el recuerdo de la injusticia medio oculta entre las barbas y el tufo del sudor occidental, emblema y efluvios que marcaron la crueldad de los primeros pobladores y sus autoridades.

Iniciada la pujanza del nuevo territorio, uno de los objetivos de los criollos fue atraer a las mujeres en cuya belleza se manifestaba la mezcla de razas aderezada con la ternura indígena, actitud ataviada con el garbo español. Apareció el chingón que también apestaba a dinero. Junto con él se mostraron los descendientes de quienes habían sido beneficiados por el esquema comercial de Helgueta. E igual germinó la semilla de la rebeldía contra los pares que detentaban el poder, indisciplina digamos que natural en los herederos del conquistador, criollos a quienes sus progenitores les inculcaron lo bueno y lo malo sin la conveniente comparación.

En este breve espacio de tiempo, la gente sencilla sólo representó la mano de obra barata, la carne de cañón, el objeto animado, la semilla de las revoluciones que habrían de llegar.

Décadas más tarde, en los barrios o apartheid, nacieron los aguerridos hombres de charrasca que desconfiaban hasta de su sombra, talante que se exacerbó debido a las constantes irrupciones que en sus dominios llevó a cabo el hombre blanco y barbado, el que quería poner en práctica algo parecido al derecho de pernada.

La Independencia, la Reforma y el movimiento social de 1910, cada etapa en su debida proporción poblana, movió a otra mezcla, la social inspirada en las reivindicaciones y la igualdad de clases festinada por los líderes ideológicos que con sus ideas prepararon al pueblo para rebelarse, combatir los atropellos e implantar el sentido de justicia y equidad.

El dominio de la política siguió en manos de quienes, a través de los genes o del ejemplo, conservaron lo más lamentable de las costumbres legadas por la españolada. Me refiero a las provenientes de la calaña corrupta y mañosa que arribó al nuevo mundo decidida a triunfar o morir en el intento. Hubo excepciones, claro, pero éstas fueron superadas por número y el tradicional valemadrismo mexicano que adquirió certificación de origen.

Juan de Palafox y Mendoza[3] bosquejó lo que en su época (siglo XVII) eran los excesos de poder (o valemadrismo). En una de sus controversias epistolares con Andrés de Rada, provincial de la Compañía de Jesús en la Nueva España (si los representantes de Dios se excedían, por qué no sus ovejas), escribió lo que se había convertido en la preocupación de la Corona española (el control de los bienes y la riqueza del clero), dueña entonces de la religión en las tierras conquistadas:

¡Ay del poder que no se contiene en lo razonable y justo! (…) Este que parece ser poder (…) es ruina de sí mismo porque cuando parece que todo lo pisa y atropella, es pisado y atropellado de su misma miseria y poder…

Palafox supuso que su buena voluntad y ánimo cultural le permitirían moderar este tipo de excesos. Pero se equivocó como muchos de los soñadores que pensaron en la posibilidad de que el conocimiento y la paz espiritual podrían humanizar a los inhumanos que explotaban a los demás, incluidos los clérigos simoniacos.

 

[1] Semo, Enrique. México, un pueblo en la historia. Ed. uap-Nueva Imagen sa, 1982

[2]Carrión, Antonio. Historia de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Ed. Vda. de Dávalos, 2 tomos, Puebla, 1896

[3] García, Genaro. Documentos inéditos o muy raros para la Historia de México. Ed. Vda. de Ch. Bouret, México, 1906

Alejandro C. Manjarrez