La Puebla variopinta, conspiración del poder (Capítulo 2) Los cacicazgos

Réplica y Contrarréplica
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 ¿Dónde está, pues, la locura,

cuya vacuna deberían inocularnos?

Nietzsche

 

 

El poder rodeado de su propia miseria se reprodujo como la mala yerba. En algunos casos encubierto bajo el manto del catolicismo y en otros disfrazado (intuyo que por necesidad patriótica) de liderazgos regionales. Uno de estos, el más longevo que registra la historia poblana, fue el de Gabriel Barrios, heredero de Juan Francisco Lucas, uno de los precursores de la guerrilla en México o, dicho con otras palabras, creador de los grupos que flagelaron a los miembros del ejército imperial intervencionista, cuyas filas y ánimo se vieron mermados gracias al efecto sorpresa provocado por lo espontáneo del asalto o la asonada a cargo de los poblanos de la Sierra Norte.

Años después llegó al poder el atrabiliario Mucio P. Martínez, el temido gobernador porfirista. Nos cuenta Atenedoro Gámez[1] que Mucio y sus favoritos: Joaquín Pita, el manco Mirus, los hijos de Pita, Miguel Cabrera, Jesús García, Popoca, Machorro, Lezama y Córdoba, implantaron un régimen de terror. Que con sólo pronunciar sus apelativos aparecían los temblores de voz: “Se escuchaban en secreto pavor, esperando siempre tras el nombre, el relato de una arbitrariedad, de un atropello, de un crimen, de una villanía, de una infamia.”

Vino la Revolución Mexicana con sus secuelas y medio se mitigaron esas actitudes dominantes basadas en la amenaza, la fuerza del poder político y el imperio del dinero mal habido. A la calma chicha poblana le siguió la otra tormenta, la protagonizada por Maximino Ávila Camacho, personaje cuyas hazañas aparecen en estudios, ensayos, historias, novelas y películas. Sus chicharrones fue lo único que tronó durante aquel gobierno, el suyo, mandato que a pesar de la desaparición física del líder y paradigma —hermano por cierto del presidente Manuel Ávila Camacho— dejó tres sucesores políticos al hilo: Gonzalo Bautista Castillo, Carlos I. Betancourt y Rafael Ávila Camacho.

La aparición de Fausto M. Ortega en la vida pública poblana debió prolongar el cacicazgo inaugurado por Maximino. Empero, la secuencia se truncó (hubiese sido la quinta versión) gracias a que Adolfo Ruiz Cortines, presidente de México, puso en aprietos al nuevo gobernador. Lo colocó ante la disyuntiva de acogerse a la protección de Rafael Ávila Camacho, o pedir el apoyo de la República para poder resolver los problemas que tenía Puebla. La decisión de Fausto fue inteligente: respondió a la comedida amenaza republicana cerrándole arcas y espacios burocráticos a Rafael, el frustrado continuador del avilacamachismo. Como reacción a tal medida, Puebla se llenó de sonoras y espectaculares mentadas de madre, todas provenientes del ronco pecho del último gobernante de la dinastía teziuteca.

En esos años la región de Atlixco estuvo dominada por otro cacicazgo, el de Antonio J. Hernández, líder de la crom. Debido a los enfrentamientos por el control de fábricas textiles y la producción agrícola, incluida la dotación de agua, se produjo una terrible lucha mafiosa y en la vía pública aparecieron decenas de cadáveres (no hay registros legales de la matazón ni cifras precisas), la mayoría de ellos enemigos de la organización. Esto sin contar los que tiraban lejos de ahí para confundir a la autoridad ministerial. Eran los días del coletazo avilacamachista.

Uno de los operadores de Antonio J. Hernández, el que nació a la vida política en medio de un ambiente de violencia y tufo a pólvora, se llamó Eleazar Camarillo Ochoa. Podría decirse que en este camarada se replicó lo ocurrido en la Sierra Norte durante los tiempos de Juan Francisco Lucas y Gabriel Barrios (siglo xix), pero ya sin franceses u otro invasor extranjero.

Don Ele (así le decían sus correligionarios) tomó la estafeta del liderazgo cuando falleció su compadre Antonio J. Hernández. ¿La razón? Sólo Dios sabe, como diría cualquiera de ellos. Sin embargo, la historia que transcribo puede aclararlo (la publiqué en julio de 1992 —Crónicas sin censura[2], libro formado con mis columnas de los años 80-90 del siglo pasado). Y a lo mejor coincide conmigo en que el estilo del personaje y la época que vivió podrían servir e incluso inspirar a cualquiera de los realizadores del nuevo cine mexicano. Esta es la anécdota inserta en la violencia de la época:

Gracias a la condescendencia de una viuda de no malos bigotes, Eleazar Camarillo Ochoa, cacique de Atlixco y sus alrededores, logró ascender a la cúspide política. Quienes han oído la historia en voz de su protagonista, cuentan que siendo éste un adolescente, escuchó el consejo de su padrastro y se animó a enamorar a la entonces bella, madura y frondosa dama. Después de varios intentos, la constancia juvenil triunfó: el púber ganó el respeto de los trabajadores de las fábricas textiles asentadas en Atlixco. Junto con la conquista amorosa nació el poder de este controvertido líder. Dicen los políticos que (presenciaron) las multitudinarias manifestaciones de adhesión (las que organizaba la crom), que este cacicazgo (era) un mal necesario…

(Durante) medio siglo cuarenta municipios y centenas de comunidades (estuvieron) bajo su dominio y control políticos (compartidos con Antonio J. Hernández hasta la muerte de éste). Los habitantes de la región lo (respetaban y temían) gracias al recuerdo de la violencia criminal protagonizada por la crom. Las veladoras de muchos muertos aún están prendidas. El olor de la cera revuelto con el tufo a pólvora (mantuvo) a los lugareños en un estado de pánico. De ahí la disciplina que constataron los últimos diez gobernadores. Y por ello la vocación de los atlixquenses plasmada en el dicho que reza: “Más vale un cobarde a la crom que un valiente al panteón.

El hecho de que el gobierno solape y soslaye los cacicazgos, incluido el de Atlixco, definitivamente no es cobardía. Es una simple, convenenciera y lamentable comodidad electoral que pasaría inadvertida si las autoridades no fueran cómplices como hace unas semanas cuando para salvar la notaría del primogénito de don Eleazar, misteriosamente desaparecieron los expedientes judiciales que probaban el despojo que generó una de las muchas recomendaciones que la Comisión Nacional de Derechos Humanos hizo al gobierno de Mariano Piña Olaya. (Síntesis, 2 de julio de 1992).

Hasta aquí la cita que obliga a aclarar que Eleazar Camarillo Ochoa falleció cuando Melquiades Morales Flores iniciaba su gobierno. Supongo que el mal de don Ele se agravó ante la necesidad de tener que doblegarse para negociar con el nuevo gobernador, a quien veinte años antes le había escamoteado varias candidaturas a puestos de elección popular (entonces Eleazar era dirigente de la crom regional y Melquiades líder del sector agrario afiliado a la cnc).

Los amos de la comarca

La sociedad poblana padeció todo tipo de cacicazgos. Los hubo menos poderosos y por ende más “humanos”. Uno de ellos, ajeno a este último concepto, fue el de Amador Hernández: en Tehuacán fungió como operador político de la familia Romero, dueña de las avícolas y por consiguiente de un porcentaje significativo de la economía regional.

Otro, el digamos que burocrático y ocasional, estuvo en manos de Carlos Trujillo Pérez, abogado que, además de la suya, también abonó la carrera política de los Morales Flores (Jesús y Melquiades): los hermanos fueron diputados federales y locales, líderes sectoriales (cnc) y, en el segundo caso, senador dos veces y también gobernador.

Alberto Jiménez Valderrábano es el tercero de esta lista. El padre de los Jiménez Morales, quizá el más perceptivo y visionario de los políticos de la época (la Sierra Norte de Puebla tiene algo de la magia que hace sensibles a sus habitantes), trasmitió a su primogénito la visión y el manejo político que lo hizo “gobernador de facto”: Alberto junior operó como tal durante el gobierno de Mariano Piña Olaya. Ante la falta de poblanidad del otrora gobernador, Alberto se encargó de los asuntos relacionados con la política estatal.

Guillermo, el más joven de los hijos de Jiménez Valderrábano, inició su preparación política en el Distrito Federal, precisamente en el ámbito del profesor Carlos Hank González. Regresó a Puebla varias veces hasta que llegó a ser gobernador, éste sí de jure.

Hay algunos “líderes naturales” más cuya influencia no pasó de su región o municipio. Por ello se manejaron conforme a las indicaciones del titular del poder Ejecutivo, igual que lo hizo el cacique indígena que sirvió al conquistador español.

Antes de concluir esta parte, incluyo la historia que me compartió Luis C. Manjarrez[3] (misma que publiqué en la década de los noventa) sobre el controvertido fallecimiento de Maximino Ávila Camacho, quien murió de un infarto no así del envenenamiento que supuso alguno de sus amigos, versión esta última que corrió como fuego en pasto seco.

Afectado por alguna diferencia con su hermano Manuel, a quien le decía el “Mantecas”, Maximino sufrió un síncope cardiaco. El doctor Larumbe decidió encamarlo en el cuarto de la portera de la fábrica “La Concha” (Atlixco). El malestar obligó al general a cancelar su presencia en el banquete de Metepec, ágape ofrecido en su honor por Antonio J. Hernández. Poco después el médico decidió enviarlo a la ciudad de Puebla. Cuando el general llegó a su casa estaba de muy buen humor; iba acompañado y asistido por Antonio Arellano. Ya en su recámara se quitó las botas y en ese momento su corazón falló dejando trunco su último grito al mayordomo Arriaga. Concluía así el cacicazgo más brutal de la historia moderna de Puebla…

Maximino, igual que Gonzalo N. Santos, el de la altisonante definición sobre la moral, es de los personajes del México caciquil que el extraordinario Carlos Monsiváis pintó con su singular pluma. Incluyo aquí parte de aquel ensayo sobre el libro de memorias que publicó Gonzalo N. Santos, terrible y controvertido cacique[4]. La razón: Maximino y Gonzalo fueron parte de la hornada de donde salieron hombres tan bragados como arbitrarios. Santos escribió su biografía mientras que Ávila Camacho sólo se la platicó a sus amigos íntimos. El caso es que uno y otro estaban cortados con la misma tijera o troquelados en el mismo molde. Por esta coincidencia considero necesario citar parte del texto de Monsiváis:

Del caciquismo como la filmación de un western en una aldea medieval

…¿Cómo hacerle justicia a las Memorias (1987) de Gonzalo N. Santos, el casi eterno cacique de San Luis Potosí, el Alazán Tostado, el Señor del Gargaleote, una de las "leyendas negras" de la Revolución Mexicana? En sus 943 páginas, el libro de Santos es varias cosas a la vez, el relato de un self-made man en la etapa en que todos lo son, de un testigo y actor del primer rango de la segunda fila. Memorias es el alarde de crímenes y fraudes, el canje de la demagogia por el cinismo y la provocación, el desfile de personajes que los lectores encuentran pintorescos porque ya no tienen oportunidad de ser sus víctimas. Las memorias de Santos son reiterativas, confusas en ocasiones, transcritas sin mayores correcciones de la grabadora o de la libreta de apuntes, presuntuosas y —desde nuestro punto de vista— demasiado afrentosas, y sin embargo, o gracias a eso, se dejan leer compulsivamente, el testimonio más vívido del sector revolucionario negado al idealismo y entregado a las complicidades que quieren prestigiarse con el nombre de Sistema.

Gonzalo N. Santos, y muchísimos como él, se incorporan fatalmente a la lucha armada. No tienen otra, es la hora de la audacia, de la sangre fría, del arrojo suicida, del canje de cualquier perspectiva ética por la sobrevivencia, de la noción del poder como un botín estricto, y de la identificación de lealtad e inminencia de la traición. En este sentido, el testimonio de Santos es confiable. Si los hechos no fueron los que él narra, y su participación no fue tan determinante, lo sucedido no fue muy distinto y la psicología descrita, así no sea estrictamente la de Santos, es la de los triunfadores de entonces. Si no verdaderas, las Memorias son verosímiles, así se mezclaron y se exhibieron las emociones de los revolucionarios entusiasmados con Francisco I. Madero, indignados con el cuartelazo de Victoriano Huerta, partidarios de Venustiano Carranza, admiradores de Álvaro Obregón, enemigos o amigos sumisos de Plutarco Elías Calles. Estos aspirantes a caudillos fusilan al compadre, renuncian con celeridad a los lazos fraternos, viven en la conspiración perpetua animada por el coñac y las hetairas, se transforman al subir al estrado para el discurso, lloran al recordar al jefe asesinado, toman posesión "para siempre" de su encomienda.

Y se aíslan progresivamente mientras el régimen se adecenta, o finge hacerlo; los modales se refinan, los funcionarios ya vienen de universidades extranjeras, los licenciados eficaces sustituyen a los gobernadores analfabetas. Santos comienza como uno de tantos, producto típico de la violencia y de la habilidad para filtrarse entre los resquicios de la violencia. Y su "mala suerte" es no morir al lado de su momento histórico, terminar como el Gran Anacronismo, el cacique aferrado al latifundio que se reparte. El revolucionario mitómano se convierte en el funcionario a tropezones y en el gobernador de San Luis Potosí que designa a sus remplazos, y se impone con gritos, miradas, desaparición abrupta de "los escollos" a los que se les adjuntan actos de defunción, fraudes electorales, cultivo del latifundio, buenas y malas relaciones con los presidentes de la República. Lo que pasa por largo tiempo como "la expresión violenta de un temperamento nacionalista" se vuelve luego museo ambulante de las malas maneras y los despropósitos.

… Así lo reconoce en diciembre de 1959, al empezar sus memorias:

“Hace un año y medio exactamente que salí de aquí, de Gargaleote, primero a los Estados Unidos y después a Europa, y llevaba el firme presentimiento cuando me fui de que iba a dilatar mucho tiempo en regresar, porque sentía que la deslealtad, la traición y la cobardía me rodeaban. También llevaba no sólo el presentimiento sino la seguridad de volver cuando la jauría se cansara de ladrar...” (p. 9)

"Ladrón que roba a bandido, merece ser ascendido"

Gonzalo N. Santos nace en el pueblo de Tampamolón Corona el 10 de enero de 1897, descendiente de rancheros y combatientes liberales. Su educación es previsible. Unos cuantos profesores, y las lecciones de la filosofía de la universidad-de-la-vida: a) desconfía de todos, b) la crueldad es un prejuicio, y c) las cosas son de quien las toma. Pese a vivir a la sombra de sus hermanos mayores, Pedro Antonio y Samuel, Gonzalo se siente destinado a dar órdenes. Y a los catorce años ya ejercita el poder supremo: la voluntad de matar. En el pueblo lo reta un joven de apellido Tavera, que había sido gente de don Tomás Mejía. Tavera le dice a Santos: "A ese dragoncito yo me lo como sin chile y sin epazote", y lo golpea en el estómago con un bordón. Lo que sigue Santos lo cuenta con el ánimo rencoroso y triunfalista del resto de sus evocaciones:

“Metí espuelas y Tavera, engallotado, me siguió, tratando de darme otro garrotazo, pero para entonces se me estaba pasando el dolor. Volví a meter espuelas para alcanzar más distancia y los pelados martellistas y porfiristas celebraban aquello con risotadas, dirigiéndome insultos. Eché mano a la reata de lazar, que era de las llamadas pintas de tampamolón, abrí gaza, lacé a Tavera, quien seguía desafiándome, puse vueltas, metí espuelas con muchas ganas y arranqué al Pincel. Le di vueltas, dos o tres cuartazos más a mi cuaco y otros dos espuelazos y me llevé arrastrando a Tavera por el empedrado...” (p. 42)

La franqueza de Santos reivindica la "moral de las armas" de 1910 a 1930, y delata la transformación de actitudes: el trato del hacendado con los peones es la escuela de muchos jefes militares. Si algo, la experiencia de las haciendas y la lucha armada relativizan el valor de la vida, y el millón de muertos atribuido a la Revolución deriva en buena parte de esa falta de piedad que es la urgencia de vencer y desquitarse. Lo que sea que suene, porque nadie garantiza la contemplación del día siguiente. (Algo similar a: "Si lo he de matar mañana, lo remato de una vez"). Mencho, el amigo de Gonzalo, al saber que ya no hay revolucionarios en el pueblo emite la consigna: "A todo habitante macho de catorce años para arriba, sin siquiera preguntarle cómo se llama, le pegan dos balazos, no sea que el primero no lo vaya a matar: uno en la cabeza y el otro en el pecho" (p. 74).

… Para Santos, matar es un acto de justicia, y la Revolución lo autoriza a cobrar deudas, a no dejarse de nadie, a castigar con la última pena al calumniador, a expresarse en el lenguaje del exterminio. Santos da su versión de un episodio famoso de su carrera, el asesinato en 1920 del estudiante Fernando Capdeville. Asiste al Teatro Principal a las tandas de María Conesa y Lalo, su ayudante, le avisa de un individuo que en la cantina insinúa relaciones íntimas con la ex mujer de Santos. Éste abandona el espectáculo y se inicia la cacería automovilística:

“Para entonces iba ya muy encendido y cegado por la ira, lo seguimos persiguiendo y al llegar a las calles de Acapulco, frente al número setenta, el currutaco paró el carro y se bajó. Yo le dije a Ernesto (el chofer) que se le acercara y Ernesto se acercó y paró el carro como a diez metros de distancia y entonces me bajé yo, estando él parado en la calle. Al bajarme, Ernesto López me preguntó: "¿Le acompaño?", y le dije: "No, esta cosa es personal". Llevaba ya la 45 en la mano con la quijada abierta y bajado el seguro y le grité al individuo: ‘Si es hombre, defiéndase’, y avancé como una tromba hasta llegar a tres o cuatro metros de distancia del figurín. Él metió mano a la cintura, pero se quedó petrificado, probablemente de miedo y le descargué las ocho balas de mi pistola y se murió (p. 325).”

Detrás de este crimen hay un razonamiento implícito: este país le debe todo a los que nos fregamos en los campos de batalla, en la sierra, en la angustia de morirnos a montones. Y hasta ese derecho a hacer lo que nos venga en gana, y ahorrarnos los remilgos legales. Luego del asesinato de Capdeville, Santos le pregunta a un amigo: "¿Me notas algo?" "No —me dijo—, no le noto nada, ¿qué se echó más copas?" "No —le dije—, no me he echado ni una más, lo que me eché fue a un hijo de puta"...

En 1930, en la campaña presidencial de Pascual Ortiz Rubio, de cuya elección Santos se enorgullece, calificándola de respuesta de su grupo a los desprecios de Aarón Sáenz, el Alazán Tostado se indigna ante los ataques de un periodista, Miguel Ángel Menéndez, al que suponen inspirado por el secretario de Ortiz Rubio, el Flaco Hernández Cházaro. Le exigen a Ortiz Rubio que expulse de la comitiva a Menéndez, por indeseable, y éste lo promete. Ya en el avión en la siguiente etapa de la campaña, le informan a Santos de la presencia de Menéndez:

"¿Cómo? —le dije—. A este cabrón por qué lo mandarían en el mismo avión en que vamos nosotros". 'No sé", me dijo. ¡Oí un grito que me dio la fiera que traigo dentro, más bien dicho un rugido! Me paré y me fui hacia donde estaba Menéndez sentado y le dije: "¿Cómo se atreve usted a venir en el mismo avión en que venimos Melchor Ortega y yo después de habernos insultado y calumniado?" Me dijo: "Yo no me refería a personas sino a un cuadro general, pintado y simbólico". "Pues mire, cabrón —le contesté (esto era en pleno vuelo, por encima del mar) —, usted pintaría simbolismos, pero yo le voy a pintar la cara a chingadazos", y le empecé a pegar fuetazos en la cara y en la cabeza con toda la ira de mi cuerpo. A esto, el copiloto salió rápidamente de la cabina, y vino hacia nosotros muy espantado, pero no intervino, pues de haberlo hecho el gringo, también a él le hubieran tocado sus chingadazos dado mi estado colérico. Le dejé de pegar cuando me había saciado y le dije: "Le prevengo, hijo de la chingada, que más vale que no nos volvamos a encontrar usted y yo por mucho tiempo, y dígale de mi parte al o a los hijos de la gran puta que lo inspiraron, que sepan desde ahora que no están tratando con pendejos Y QUE CON LA MISMA BOCA QUE LES DIJIMOS QUE SÍ, CON ESA MISMA BOCA LES PODEMOS DECIR QUE NO; TAMBIÉN YO ESTOY HABLANDO SIMBÓLICAMENTE". Y el avión seguía vuela, vuela y volando (pp. 423-424).

"¿Con qué carácter me va usted a fusilar?"/ "Con el carácter de diputado —le contesté—, para algo me ha de servir el fuero..." De este modo se forman los caciques, que, una vez declarada y exhibida su lealtad al poder central, proceden —el término es muy suyo— como les da su chingada gana. Un señor feudal tiene una vivísima conciencia geográfica, se las arregla para estar con el ganador, y vive en el autismo despótico. Y un cacique, si cuenta sus proezas, no se empeña en decorar su pasado con virtudes, sino —convertidos en hazañas— en pregonar sus abusos, sus crímenes, sus complots para imponer nulidades. Si él no lo nombra, no hay gobernador; si él no los aprueba, no hay "actos de gobierno". Se cree el emblema de una causa, el santismo, iniciada con su hermano Pedro Antonio de los Santos, mártir maderista, y que con Gonzalo conoce su apoteosis y su fin. Y la causa es intensamente personal, Santos se jacta de salvar vidas con su astucia, de imponer funcionarios que le deben todo y que si son ingratos, más le deben. Santos, uno de los responsables del aplastamiento de la rebelión escobarista, un enemigo de los cristeros, un liberal anticlerical, un adversario de los currutacos y las Buenas Familias, un adalid del Machismo y la Vulgaridad enemiga de los respetos (con frecuencia, cita con encomio a un contemporáneo sólo para denostarle dos páginas después). Si nos fiamos de su palabra —y debemos hacerlo, para no recibir una mentada de madre póstuma— ingresa al ejército maderista en la adolescencia, lucha contra el huertismo y el villismo, desprecia a Zapata, se inconforma con Carranza, se adhiere ciegamente a Obregón...

… Un cacique es alguien que deposita todo su sentido del presente (que incluye el juicio del porvenir) en su don de mando. Cree que "Vasconcelos no era para el caso", y él en cambio sí lo es. Le tiene sin cuidado el Juicio de la Historia, porque las abstracciones no lo perturban. Así, niega despreocupadamente ser el asesino del joven Germán de Campo, partidario de Vasconcelos en 1929, al que le disparan mientras habla en un mitin en el jardín de San Fernando:

Pero, ahora que han pasado tantos años y que no es delación contra el Flaco Hernández Cházaro, que fue quien mandó matar al estudiante Germán de Campo, con Odilón de la Mora, el Diputado Teodoro Villegas y un gachupín Martínez, ayudante de don Pascual, al que apodábamos el Vais-ver, reitero y declaro que siento no haber sido yo el que matara a ese individuo con el que me han dado tantos muertazos injustificadamente. Sí, declaro que un pinche muerto más o menos no me va a quitar el sueño, que no me voy a rajar de un hecho que yo ya haya cometido o mandado cometer, ni aquí en la tierra ni en el cielo, a donde seguramente tendré que ir a rendir declaración de mi paso por la tierra; o tal vez al infierno, pero como soy de tierra tan caliente no me va a afectar la temperatura…

Después de leer este colorido paisaje caciquil (aunque recortada que no editada, la cita resulta larga pero necesaria para entender el perfil psicológico de los caciques de la época), es de lamentar que Maximino Ávila Camacho no haya dejado escritas sus memorias. Empero, a cambio de tal olvido (quizá lo pensó pero se murió antes de tiempo), su descendencia le dedicó un excelente libro laudatorio (Vivir de pie, el tiempo de don Maximino), historia que produjo un breve intercambio de opiniones encontradas entre el que esto escribe y los autores del libro en comento: dijeron que mis escritos sobre Ávila Camacho se basaban en la autobiografía de Gonzalo N. Santos, precisamente. Ello demandó la replica que leerá después del preámbulo aclaratorio:

Sonó el celular. Contesté y escuché la voz de Raúl Torres Salmerón, entonces director del periódico El Heraldo de Puebla:

— ¿Ya leíste lo que dice de ti Rodrigo Fernández Rodríguez? —me preguntó con un tono de voz por demás sospechoso.

Respondí que no y pregunté en dónde estaba la referencia que, supuse, me dejaba mal parado.

—En la entrevista que hoy publicamos. Habla del libro sobre la vida de Maximino Ávila Camacho, tiempos que rescata Rodrigo que es su bisnieto y ahora su biógrafo.

— ¿Y qué dice el tal bisnieto de don Max?

—Te tacha de mentiroso. Cita alguno de tus libros y, según su dicho, estás equivocado sobre lo que comentas de Maximino.

Una vez enterado del señalamiento pedí al director del periódico que me leyera las frases tal y como las había dicho Rodrigo. Escuché atento. Al concluir me preguntó si quería escribir sobre el tema (“Te lo publico mañana”, prometió) y sin pensarlo mucho dije que sí. Esto fue que escribí para la ocasión:

Resulta extraordinario el esfuerzo editorial que hizo Rodrigo Fernández Chedraui para tratar de lavar (aunque sea un poquito) la memoria de su bisabuelo, el general Maximino Ávila Camacho. Es lo menos que puede hacer el bisnieto del controvertido ex gobernador de Puebla. Por ello admiro su intención genética. Y de paso le aclaro las imprecisiones que maneja en su libro (Vivir de pie, el tiempo de don Maximino) debido a que en la entrevista que publicó El Heraldo de Puebla me endilga el epíteto de mentiroso.

Primero: la información que he manejado no es ningún mito ni viene, como dice Rodrigo, de Gonzalo N. Santos, aquel que dijo que “la moral era un árbol que daba moras o servía para pura chingada”. No. Me la proporcionaron dos personas ligadas con don Maximino; uno de ellos Gilberto Bosques Saldivar, y el otro mi hermano Luis C. Manjarrez.

El primero, un hombre cuya rectitud y labor le ganaron reconocimiento en el mundo entero ya que, entre otras de sus acciones, salvó la vida de más de 40 mil personas perseguidas por Hitler, Mussolini y Franco (en Europa existen ciudades que, para reconocer su labor, los ciudadanos pusieron el nombre de Gilberto Bosques a una de sus calles o plazas).

Antes de salir del país y desaparecer de Puebla, Gilberto había ganado la postulación a gobernador gracias al apoyo popular, precisamente contra Maximino Ávila Camacho. ¿Qué pasó? Pues nada, sólo que Lázaro Cárdenas le pidió (ambos eran amigos) aceptar la decisión presidencial basada en el fuerte compromiso que el presidente tenía con Manuel Ávila Camacho, su secretario de la Defensa…

El segundo, o sea Luis C. Manjarrez, era senador de la República cuando casó con Edna (también conocida como Nina), hija de Maximino (otras dos de las hijas del general unieron sus vidas a la Justo Fernández y Rómulo O’Farril Naude). Esa cercanía familiar y su condición de periodista y fundador del noticiero Clasa Films Mundiales (uno de los primeros que incluyó las noticias en el cine), permitió a Luis conocer muchos detalles de la vida pública de Maximino. Años antes había sido testigo del famoso y controvertido arribo de Maximino a la Secretaría de Comunicaciones, ocasión en que éste le dijo a Luis:

“Acompáñame Luisito, e invita a tus amigos periodistas porque voy a tomar posesión de secretario.”

Ya en el lugar, ante la expectación de los empleados y el testimonio de los periodistas, el general llamó a su hermano el presidente (al que le decía “El Mantecas”) para informarle sobre su acción (lo único que hizo fue adelantarse a la decisión que ya había tomado don Manuel).

Asimismo incluí antecedentes que había publicado en algunas columnas; a saber:

La prensa poblana vivió días difíciles durante el gobierno de Maximino Ávila Camacho, cuando escribir la verdad equivalía a firmar algo así como la sentencia de muerte. La escribió José Trinidad Mata, editor del semanario Avance, y por ello pagó con su vida. Nunca aparecieron los criminales, pero todos los poblanos sabían que el autor intelectual era el gobernador de Puebla.

El crimen contra Mata ocurrió cerca de San Martín Texmelucan, donde fue conducido por agentes de la policía dizque aprehendido por ser un peligroso anarquista… (Se conocieron los pormenores) gracias a que uno de los homicidas, de apellido Galina, con frecuencia presumía la “aventura” entre sus íntimos…

“Lo llevamos al campo. Cuando le comunicamos que teníamos órdenes de matarlo, se le acabó el valor y entre lloriqueos nos rogó que le perdonáramos la vida, porque, dijo, aún tenía hijos pequeños. Entonces el Baby y yo decidimos darle una oportunidad y le dijimos: desnúdate y córtate con este cuchillo para que le llevemos a mi general tu ropa ensangrentada; después te echas a correr y te esfumas de Puebla.

“El periodista nos obedeció sin chistar: se hizo una profunda cortada en la pierna y antes de pegar la carrera mojó su camisa con la sangre que le manaba. Echó a correr y probamos nuestra puntería: don José Trinidad cayó como venadito herido de muerte.”

Hecha la aclaración incluí un dato poco conocido sobre lo que fue el relato del señor Galina, revelación que éste confió a Luis en casa de Rafael —hermano de Maximino Ávila Camacho—, lugar donde también prestaba sus servicios el segundo sicario conocido como el Baby. E inserté otra de las referencias publicadas en Síntesis (1999), como parte de la respuesta al bisnieto del general.

Finalmente señalé lo harto conocido: que había muchas otras “anécdotas” del general Maximino, mismas que seguramente no figuraban en el libro de Rodrigo Fernández. Dije que ahí estaban en las bibliotecas y hemerotecas para quien quisiera consultarlas, todas ellas documentadas por destacados historiadores y periodistas. Ninguno, que conste, basándose en los dichos de Gonzalo N. Santos, el de las moras, el envalentonado personaje en cuyas Memorias muestra cómo el cinismo suele incluir la justificación de matar. Es un acto de justicia —sugirió— dado que la Revolución le autorizaba a cobrar deudas, a no dejarse de nadie, a castigar con la última pena al calumniador, a expresarse en el lenguaje del exterminio.

Alejandro C. Manjarrez

[1]Gámez Atenedoro. Génesis de la Revolución en Puebla. Ed. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1960

[2] C. Manjarrez, Alejandro. Crónicas sin censura. Ed. Imagen Pública y Corporativa, 1995. Puebla. Dos tomos.

[3]Luis C. Manjarrez, fue diputado varias veces y senador de la República. Casó con una de las hijas de Maximino Ávila Camacho.

[4]Letras libres, diciembre, año 2000.