El poder de la sotana (Intromisión)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 17

Intromisión

La mujer, sólo el diablo sabe lo que es;

yo no lo sé en absoluto.

Fiodor Dostoievski

 

Apoyado por la mujer considerada por sus compañeros como el alter ego del embajador Sheffield, Pedro del Campo logró ingresar a la embajada de Estados Unidos; lo hizo disfrazado de plomero. Su overol aceitoso y el desaliño personal borraron cualquier huella del garboso y elegante militar que había asistido a la fiesta organizada por el diplomático estadunidense. Leonora no tuvo problema para introducirlo hasta la alcoba de Sheffield. Dijo que el “ingeniero revisaría una fuga en las instalaciones hidráulicas”. Ella misma había provocado el daño.

—Es míster Peter Shults —manifestó a los guardias mientras señalaba con la mano a Pedro—, el ingeniero que contratamos para resolver el problema de la humedad. Gracias a Dios trae consigo los planos hidráulicos del edificio —argumentó mostrando la luminosa sonrisa que con frecuencia hacía tropezar a los miembros de seguridad de la embajada—. Va a entrar a las habitaciones del Embajador. Yo me hago cargo —dijo al guardia asignado para vigilar el área.

Al pasar frente a él Pedro bromeó con el militar que parecía hipnotizado por la cadencia perfecta de las nalgas de Leonora: “No me dejes solo, eh. Si grito entras a rescatarme”, le soltó confiado en que ese tipo de bromas confundían a los militares. Lo hizo en español champurrado, razón por la cual su broma pasó desapercibida.

Ya en el aposento del diplomático, Pedro adoptó su papel: cambió los planos que traía consigo por los documentos que estaban debajo de la cama, lugar donde previamente los había colocado la mujer después de haberlos extraído de la caja fuerte. La acción le llevó dos minutos.

—Es hora de irnos —dijo Leonora—. Como quedamos, cuando pasemos frente a los guardias te disculpas por tu olvido y me dices que no tardarás con las piezas que se requieren para arreglar el desperfecto, ¿alguna sugerencia? —Pedro negó con la cabeza. —Y por favor, cariño, no provoques a Tom. Es un tipo muy perceptivo y peligroso.

— ¿A Tom? ¿Quién es Tom? —preguntó Del Campo.

—El hombre con quien bromeaste. Tuvimos una relación y gracias a eso ya tienes los documentos y las claves. Supuso que yo jugaba para probar su cariño. Es obvio que ignora la trama de esta patraña y espero que nunca se dé cuenta. No entiende bien el español y menos como lo pronunciaste. Así que no sabe lo que hicimos; bueno eso creo.

            Ya fuera de la habitación del embajador, la mujer cumplió su papel: en inglés reclamó a Pedro con un tono de voz que permitió a los guardias enterarse de la conversación: — ¡El señor Sheffield se va a molestar si deja usted sin terminar la reparación! —Espetó Leonora—. Así que apúrese. Lo estaré esperando...

—Vete y regresa antes del cambio de guardia” —musitó Leonora en español.

Pedro volvió a aspirar el fresco y aromático aliento que le recordó el éxtasis con que culminaban sus encuentros sexuales con ella. Quiso besarla pero se contuvo. —Perdón señora Sherman —dijo con falsa vergüenza—. No tardaré mucho. Una hora a lo sumo.

            Tom, testigo casual del movimiento, no se percató de que habían hurtado los papeles secretos del embajador. Lo único que percibió fue la animadversión que sentía hacia los soldados enemigos de su gobierno y no comprendió la causa de su espontánea reacción. Sólo miró con odio a Pedro. Y éste supuso que Tom había entendido la broma que hizo refiriéndose a Leonora. Cuando las miradas de ambos se cruzaron, Del Campo recordó que se trataba del mismo militar que había visto en la fiesta ofrecida por James Rockwell.        

Después de fotografiar los documentos en una casa cercana preparada ex profeso, Pedro los devolvió a la embajada. Nadie se dio cuenta del hurto debido a la complicidad de la dama cuya belleza, elegancia, coquetería e influencia diplomática perturbaban a quienes se le acercaban con cualquier pretexto o por encargo de alguno de los jefes. A ello se debió su éxito en la sustracción de parte de la correspondencia personal entre Sheffield y Kellogg, embajador y secretario de Estado respectivamente.

Esas pruebas finalmente confirmaron la existencia del complot preparado para derrocar a Plutarco Elías Calles e impedir la publicación de la ley que reglamentaría el artículo 27 constitucional. El único que sospechó y supuso que algo malo pasaba fue precisamente Tom, el militar estadunidense cuya afición por Leonora lo indujo a prescindir de la revisión que establecía el manual de seguridad de la embajada, negligencia que le provocó un mal presentimiento. Sin embargo, el augurio desapareció en cuanto entró al baño a revisar la reparación que, en efecto, se hizo. En ese lugar volvió a percibir el aroma de la mujer, fragancia que trajo a su memoria los momentos felices, recuerdos que aplacaron sus fundadas sospechas.

Alejandro C. Manjarrez