Capítulo 49
El canto del tecolote
En política, como en religión, hay devotos que
manifiestan su veneración por un santo desaparecido
convirtiendo su tumba en un santuario del crimen.
Thomas Macaulay
El embajador Sheffield había recibido la instrucción de regresar a su país. Antes de emprender el viaje dedicó tres días a poner en orden los documentos de la legación. Fue cuando se dio cuenta de que su autosuficiencia le había provocado el descalabro diplomático que obligó a su gobierno a retirarlo de la embajada: por el modo de guardar los informes así como la numeración y acomodo de los legajos, notó que hacía falta un oficio, quizá el más comprometedor. Nuevamente pensó en su exceso de confianza. Se puso muy nervioso e increpó desesperado al oficial que había suplido a Junior.
— ¡Alexander, ¿quién entró a mi despacho!?
—Sólo yo Señor —respondió el militar.
— ¡Falta un documento! —reclamó el embajador.
— Afirmativo, yo lo tomé y decidí destruirlo por lo que Usted escribió. Fueron órdenes de arriba, Señor. Disculpe que no se lo haya consultado.
Jefe y subordinado se miraron durante varios segundos. En los ojos de ambos se reflejaba la preocupación y el coraje entreverados. Se enfrentaban a la posibilidad de perder todo: prestigio, posición, dinero, prebendas. El silencio fue roto por Sheffield que hizo acopio de cordura y acogiéndose a la prudencia diplomática preguntó al oficial si él había leído las hojas que destruyó.
— ¡Sí!, sí las leí —aceptó Alexander seguro y en tono de reto—. Lo hice porque Usted describió la muerte del cocinero filipino. Mencionó mi nombre y reveló los datos de la operación a mi cargo. Por eso no lo puse al tanto de mis órdenes. Se hizo lo que indican las reglas no escritas. Lo trascendente, señor Embajador, es que ambos salimos beneficiados.
Sheffield se dejó caer al sillón como si hubiese perdido el juego más importante de su vida. Vio en la cara del oficial —un joven alto, güero y con un cuello cuyo grosor equivalía al tamaño de su cabeza— la decisión de un hombre alertado por el peligro de morir si se dejaba llevar por los sentimientos que no aparecen en los manuales de la milicia.
—Tiene usted un gran futuro Alexander Wood —dijo Sheffield.
—Lo acabo de recuperar, señor Embajador; espero que el silencio rubrique nuestra relación que hasta hoy ha sido excelente…
—Soy una tumba…
—Si no lo fuera ya estaría muerto.
El oficial golpeó los tacones de sus botas y se retiró sin decir nada más. Dejó tras de sí el recuerdo de la ejecución del traidor Justiniano Rizal, el filipino que, decía el informe destruido, “murió como los pollos que él mismo guisaba con tanto gusto y exquisitez: atravesado por un fierro que le entró por la boca y le salió por el fondillo”.
El complot del hábito
El grupo Siete Cirios tuvo la reunión más importante de su vida político-religiosa. Cada uno de los integrantes se había comprometido a desarrollar su trabajo sujetándose al plan que, de acuerdo con las indicaciones de la monja Concepción de la Cruz, diseñó la madre Juana, estrategia que empezaba a dar frutos.
—Además de un excelente dibujante, León es experto en explosivos —dijo Juana con una actitud que contrastó con su pequeño y escuálido cuerpo—. Encontrará la forma para que explote el automóvil que conduce al general Álvaro Obregón. Pero si por alguna razón fallara este nuestro primer intento, el plan se transferirá a otro “Cirio”. Es obvio que la segunda acción implica más peligro porque Obregón estará mejor cuidado.
La monja miró hacia sus lados y agregó en voz de confidencia:
—No quiero engañarlos. El riesgo es alto y cualquiera de nosotros puede morir junto al objetivo. Por eso tenemos que proteger al Cirio que lanzará la bomba. Me dicen que es muy hábil para esos menesteres, aptitudes que confirmó en varios simulacros. Pero si el éxito se nos niega tendremos preparado el siguiente lance: seguir a Obregón hasta que nuestro operador se confunda y parezca parte del grupo que acompaña al Manco.
Juana repitió el movimiento de cabeza para asegurarse de que nadie ajeno al grupo escuchara lo que iba a decir.
—Como se habrán dado cuenta hermanos, es muy importante ganar la confianza de los guardias del General. Una vez logrado el contacto, el defensor de Dios tendrá la oportunidad de acercársele para disparar sobre él varias veces. Debe matarlo a quemarropa. —Dicho esto la hermana bajó la vista para ver cómo sus dedos acariciaban las cuentas del rosario que llevaba enredado en su mano izquierda. Movió los labios y musitó su oración preferida, la de san Anselmo:
… Que en esta vida se haga más profundo mi conocimiento de ti, para que allí sea completo; que tu amor crezca en mí para que allí sea perfecto y que mi alegría, grande en esperanza, sea completa en posesión…
Al concluir el breve rezo retomó la conversación y dijo:
— ¿Que esto equivale a un suicidio? Todos estamos de acuerdo. Sin embargo, también confiamos en que Dios nuestro Señor cuidará a su emisario. Ahora sólo tenemos que rezar pidiéndole a Dios nos dé licencia para lograr el éxito en la misión inspirada por su energía.
Enseguida Juana determinó las fechas en que el grupo debía entrar en acción para cumplir con su deber divino:
—Será el 13 de noviembre de 1927 —dijo convencida de sus razonamientos—, números que sumados dan siete. Si fallamos sólo tendremos otra oportunidad más: el 17 de julio de 1928, día y mes en cuya suma de números el siete es recurrente. Recuerden, hermanos: el siete es el dígito perfecto porque une lo celestial con lo humano: siete son los pecados capitales, siete las virtudes teologales, siete los dones del espíritu santo, siete el número de sacramentos, siete las frases pronunciadas por Jesús en la cruz y siete las peticiones del Padre Nuestro. Cuando Jesús de Nazaret fue crucificado dijo siete palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Nuestro destino, que es el destino de la Iglesia, está en esas mismas manos; las de Dios.
León se quedó ido impactado por lo que parecía un sacrificio, su sacrificio. Juana percibió su ausencia y tomándolo del brazo le dijo:
—Recuerda, Hermano: Dios es muy generoso.
—Perdón Madre, me quedé pensando en la magia del número siete…
—Está bien, está bien… Si rezas siete padres nuestros y analizas cada una de las palabras, encontrarás uno o varios mensajes que te reconfortarán. Ahí está el milagro, no la magia…
Mientras dialogaba con León, Juana recordó que otro León había tenido una misión parecida pero sin connotaciones religiosas. “El anarquista Leon Czolgosz disparó dos veces contra el presidente William McKinley, el número 25 en la historia de aquel país, número que suma siete. No lo mató en el momento, pero ocho días después las heridas provocaron la muerte del presidente de Estados Unidos, que fue el séptimo de nueve hermanos. El deceso ocurrió el 14 de septiembre de 1901, día, mes y año que al sumarse dan siete, igual que la fecha del atentado más los días que tardó en morir. Una vez más el número de Dios que tanto ponderó la madre Concepción. Pero no le diré nada a León para evitar las comparaciones que preocuparían tanto a él como a mis hermanos”.