El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 8)

Réplica y Contrarréplica
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“Pa´qué tanto brinco estando el suelo tan parejo”

Los relatos de los vínculos de sangre que leíste, fueron obtenidos de documentos familiares unos y otros de las investigaciones realizadas por mi grupo de asesores. Son datos mezclados con historias de familia; informes a los que yo he agregado acotaciones producto de la curiosidad que permite abrir la puerta del espacio donde coinciden los difíciles y celosos recovecos de la literatura y la imaginación.

Más adelante acudiré a ese tipo de referencias ajenas a la realidad de mi vida que por cierto estuvo distante de la poesía. Así que por ahora abordo lo común y mundano (la política suele ser vulgar) para mostrarte, amable lector, los hilos que moví obligado por las demandas de los ciudadanos de la entidad poblana ávidos de justicia.

Del cielo a la tierra

Transité por las nubes del éter republicano, espacio enturbiado por las sombras de la burocracia. Tuve, por fortuna, la protección de mi ángel de la guarda convertida en amante del presidente Cordero.

Han transcurrido muchos años de aquella relación y aún sigo pensando en que Emmanuel me veía como uno de los eunucos de su corte. Esto porque tanto sus clones como los beneficiarios del poder me tacharon de joto, apreciación fomentada por los excesos de confianza de Cordero hacia mi. Me encargaba a Irene en situaciones muy comprometedoras y yo fui discreto en exceso empeñado en demostrar que respetaba aquella relación republicana, como la catalogaba Cordero. Ello me ganó el sambenito que prevaleció hasta que alguien tuvo a bien inventarme una relación con la asistente de Irene, una fémina de nombre Isabel Coss, mejor conocida como “Canal Dos”, mote que le puso el Presidente porque, dijo, había un gran parecido entre ella y la licenciada Walter. No obstante hubo quienes me mantuvieron en los terrenos del tercer sexo hasta que se enteraron de mi relación con otra de las mujeres —también amiga de Irene—. Gracias pues a mis romances, recuperé el prestigio de macho y, como ya lo apunté, el mandatario del país se abrió de capa. Penélope Llanini se llamaba la querendona y participativa señora motivada por las bromas de Irene en torno al “sacrificio” sexual: “Es por la causa”, la retaba. Y ella, Penélope, sonreía. Así estuvimos hasta que un día esta dama tuvo la maravillosa idea de compartirme sus fluidos.

Para no concitar el celo presidencial la hice de bufón y apechugué mis frustraciones y temores. Nunca me expuse a las reprimendas de quien ejercía el poder. Respondí con solvencia a las demandas impuestas por el sistema político que padecemos. Fui feliz a pesar de la castidad selectiva (el sexo con Irene era de alto riesgo), veda que resultó aleccionadora porque me permitió entender las causas que provocan el carácter colérico y hasta desvariado de los curas atrapados en el celibato. No obstante el temor hacia quien representaba el poder de la República, hubo ocasiones en que la pasión se impuso a la lealtad, debilidad que me hizo sentir que era yo el traidor más ruin de la Corte cuando, en medio de nuestras borracheras de licor y de placer, Irene y yo nos portamos como adolescentes irresponsables, remordimientos que atemperamos con promesas imposibles de cumplir; una de éstas: no volver a tocar el tema y simular que nada había pasado.

Aquel absurdo propósito se convirtió en una tortura silenciosa, igual a la que deben haber tenido quienes se atrevieron a violar los candados del cinturón de castidad que los caballeros cruzados colocaban a sus mujeres (“No digas nada ni siquiera al cura confesor”). Recapacitábamos sobre este absurdo arreglo —el del silencio—, e Irene Walter decía que era otro de los pecados originales de los políticos. Lo curioso fue que hablar de ello nos resultó irresponsablemente divertido porque siempre concluíamos que no era una falta sino el tropiezo que reforzaba la lealtad a la institución presidencial. Y que, además, esos cortejos sexuales nos permitían ampliar nuestro conocimiento sobre los obstáculos que la moralidad impone al poder. En todo esto fui un crédulo y por ende fácil víctima de la testosterona. Las siguientes páginas muestran los porqués.

Como suele ocurrir en este tipo de aventuras, pasado el tiempo surgió el inconveniente: la casualidad me mostró la verdadera personalidad de Irene Walter, actitud que había permanecido oculta detrás de la máscara de la amistad, mentira que ella diseñó con la habilidad propia de los grandes chapuceros. Yo le creí porque, además de los atractivos de su cuerpo que parecía esculpido por la madre naturaleza en uno de sus mejores momentos, me embobó la tesitura de su voz cachonda, vibraciones que incidían en mis neuronas restándoles algunas de las funciones del raciocinio.

Alejandro C. Manjarrez