No existen más que dos reglas para escribir:
tener algo que decir y decirlo.
Óscar Wilde
Hoy no escribiré sobre el estilo de hacer política de Rafael Moreno Valle. Sería poco original.
Tampoco me referiré al control que nuestro audaz gobernador ejerce en el PAN y en los partidos cuyos dirigentes comen de su mano. Caería en lugares comunes, como dicen los clásicos.
Menos aún haré un recuento sobre las acciones del exceso del poder que le achacan sus envidiosos correligionarios así como los resentidos que militan en la oposición poblana. Dios me libre de meterme en ese laberinto lleno de trampas e intereses pecuniarios.
También huiré de las referencias a la conocida corrupción política manifiesta en los convenios y alianzas que convierten en títeres a los dirigentes de algunos partidos. Temo que al jalar cobijas deje al descubierto las vergüenzas de esos "líderes" y, de paso, que hiera los ojos de usted, respetado lector.
De ninguna manera traeré a colación las absurdas estrategias concebidas entre la boñiga de las letrinas electorales. Rechazo exponer a mis amables lectores a tener que aspirar el tufo o, lo que es peor, navegar en ese horrendo y pestilente espacio dominado por el chamuco al servicio del góber. Pecaría de escatológico.
Pasaré por alto la corrupción burocrática que suele ocultarse entre la tramoya y las bambalinas del poder. La verdad me da miedo que, en el mejor de los casos, me demanden por daño moral.
Por salud mental omitiré el nombre e inspiración del estratega que se aprovecha de los idiotas que, diría Umberto Eco, usan las redes sociales para denostar por encargo de otros imbéciles al servicio del poder. Es peligroso provocar al titiritero del teatro guiñol con escenografía muy a la poblana. Corro el riesgo de que, otra vez, una de esas marionetas me mande directo al lugar ése que es una reproducción chafa del Inferno que inventó Dante y musicalizó Liszt.
Como rechazo la melodía de los miembros del coro que acompaña a quien canta en la oreja del dueño del ajedrez poblano, he tapado mis oídos a esas voces desafinadas cuya estridencia laudatoria sólo agrada al gran elector de este estado. Podría quedarme sordo.
Considerando el grado de dificultad para comunicarse a través del sentido del olfato, por ahora he decidido borrar de mi lista de menciones a los poblanos que transforman la flatulencia del poder en emisiones con aroma de rosas. Mejor les hago el fuchi.
Desde luego que no escribiré sobre los misóginos porque me vería obligado a revelar los nombres de quienes algún día les escuché decir: “Las viejas apestan”. Como no los grabé, sería su palabra contra la mía.
El fin...
¡Y entonces de qué diablos escribo!
Podría hacerlo sobre el Museo Barroco en cuya inmensidad tal vez entren los egos del gabinete en pleno. Empero, como no estoy seguro de que quepan todos, he decidido dejar el tema para otra ocasión. Esto porque hoy no quiero aburrirlo, reacción que superaría con creces al peligro de recibir una carga de celularazos lanzada por alguno de los artilleros del Cerro de Loreto (que conste que no dije cañonazos).