El legado de Alejandro C Manjarrez
Una compilación de las mejores columnas políticas elaboradas por el periodista y escritor en la época digital. El periodo publicado en diarios impresos se denomina, crónicas sin censura. Búscalo en este portal.
Sin arrogarme la facultad de hablar con los espíritus como —por citar a dos personajes— lo hicieron Francisco I. Madero y Plutarco Elías Calles, el primero sin intermediarios y el segundo a través del medium Luisito, me dispuse a entrevistar a varios de los ex gobernadores muertos. La intención: preguntarles lo que piensan de Rafael Moreno Valle, su par vivo.
Es, obvio, un ejercicio de imaginación que se basa en lo que hicieron y dijeron aquellos célebres gobernantes, costumbres referidas en la historia de Puebla. Así que trataré de darle realismo a la interviú con semejantes “espíritus”, algunos de ellos chocarreros o, como diría mi abuelita, ánimas del Purgatorio.
Empiezo pues este mi viaje hipotético ubicándome en la dimensión donde, seguramente, permanece Mucio P. Martínez, el gobernante cuyo nombre causaba desazón, temores y escalofríos debido a su carácter atrabiliario y conspirativo, talante que por cierto lo llevó a armar una conjura contra Madero, precisamente, y de paso a atentar contra el pueblo que dizque gobernaba. Y como bien lo saben, para qué les cuento su odio hacia Aquiles Serdán, el hombre que —igual que sus hermanos Carmen y Máximo— decidió no vivir arrodillado ante el poder enfermizo del entonces mandatario que, supongo, también quería suceder a Porfirio Díaz.
Va:
—Don Mucio, para iniciar este nuestro contacto sibilino dígame usted su idea sobre la influencia de la opinión pública —pregunté cauteloso.
—No existe. Es una pendejada, señor periodista. Durante mi gobierno yo era quien decidía lo que el pueblo tenía que pensar y decir…
—¿Perdón? —interrumpí sin poder ocultar la expresión de sorpresa marcada en mi rostro.
—Sí. No se haga guaje. Los periodistas que quisieron meter ideas negativas a la sociedad los mandé matar. Los demás escribieron para congraciarse conmigo, actitud que les ganó mi aprecio y respeto.
—Bueno, dejemos su historia que es de sobra conocida. Así que mejor dígame qué piensa de Rafael Moreno Valle, nieto de otro de sus sucesores en el gobierno poblano, el doctor y general —lancé.
—Mis respetos. Es un tipo chingón. Ha sabido sacar provecho a lo que ustedes llaman tecnología: gráficas, prospectivas, sondeos, estadísticas y todas esas pendejadas que vislumbró mi jefe Don Porfirio. Porque él, Don Porfirio, grábeselo en su cabeza, fue un visionario además de genio para los negocios. “Haz obra que algo sobra”, dijo mi jefecito. ¿Lo recuerda?
—Si, claro —respondí con reserva aguantándome las ganas de apostillar con algunos ejemplos actuales—. Por lo de chingón entiendo que usted lo admira. ¿Estoy en lo cierto? —pregunté medroso.
—Tanto como admirarlo no. Me cae bien el hombre porque me recuerda a los políticos de mi época: José Yves Limantour, por ejemplo, riquillo de nacimiento, además reformador y líder del grupo de científicos. Oiga, ¿no será su reencarnación? —preguntó Mucio con una sonrisa maliciosa. Evité responder para no perder el hilo de la entrevista.
—Don Mucio: retomo lo de opinión pública porque me dejó preocupado. ¿Usted se dio cuenta de que esa opinión pública fue la que ayudó a los insurrectos encabezados por Aquiles? Con periodismo o sin él, la sociedad, el pueblo, temblaba al escuchar su nombre, el de Mucio, razón por la cual usaron el rumor para no enfrentársele y…
—Me di cuenta después de abandonar el cargo, mejor dicho el mundo de los vivos —interrumpió mi reflexión—. El pinche Miguel (Cabrera) tuvo la culpa. Se excedió el cabrón. Hizo negocios con la prostitución controlada por la más influyente de sus amantes. Esa fue una de las causas de la mala fama de mi gobierno. Me apendejé y cometí el error de no hacer caso a los rumores, el método más socorrido por el pueblo que así se venga de los agravios cometidos en su contra por el gobierno. Eso quería escuchar, ¿verdad?
La confesión me sorprendió. Pensé en que la verdad puede ser una de las condiciones para llevar la fiesta en paz allá en el más allá. Pero también me entró lo suspicaz y supuse que, como buen lancero, José Mucio Martínez de la Fuente me había tendido una trampa. La posibilidad me obligó a pensar en otro tema para no morder el anzuelo y caer en el estilo que dio fama a James Lipton, entrevistador que induce a sus entrevistados (actores y directores de cine) a desnudar su alma para sin ambages confesar sus pensamientos más profundos.
—¿A usted le gustaban las lisonjas Don Mucio? —solté.
—Como a cualquier político. Y Rafa, así le dicen ¿verdad? —agregó de motu proprio—, no puede ser ajeno a esos disparos al ego. Lo veo sobrado. A veces hasta lo admiro porque ha hecho lo que yo no pude en los diecinueve años que goberné al estado: cambiar leyes, emitir decretos, nombrar diputados y magistrados, invertir dinero ajeno en obras de gobierno, enriquecer a los amigos, hipotecar las finanzas públicas, joder a los críticos y controlar a la prensa que hoy cuenta con esas cosas que se llaman televisión y radio. Todo ello sin pedir permiso al presidente.
—Es uno de los logros de la Revolución —me atreví con el ánimo de retarlo—. La soberanía...
—¡Qué logro ni que la chingada! —Gritó estridente— ¡Están igual que antes! Bueno ahora hay más pobres y los ricos son más ricos —atemperó amable, como si estuviera arrepentido de haber puesto los pies en este mundo—. Pero si yo volviera a nacer me gustaría ser como el tipo cuyo nombre usted metió en esta entrevista: cabrón pero terso; líder y magnánimo con los amigos; seductor y hábil para convencer al poderoso; visionario y promotor de negocios; un histrión de la empatía combinado con el actor político que exige la modernidad; conductor de los procesos electorales que han hecho de México una dictadura perfecta, como lo dijo el escritorcillo ése que quiso ser presidente de su país… ¿Quiere que aumente la lista?
Otra vez la trampa semántica. Lo pensé dos segundos y decidí concluir la entrevista que había empezado a convertir en realidad lo que imaginé. Hice lo que Aristóteles y convoqué a mi daimon con el deseo de escuchar sus palabras: “Olvídate del pinche Mucio y busca a otro personaje —me dijo la voz de mi conciencia—. No vaya a ser que termines diciéndole Mucio a Rafael.
—Gracias por dejar su dimensión para responder mis preguntas —dije amable—. Y el llamémosle holograma mental desapareció.
A partir de ahora me daré a la tarea de buscar otra energía qué entrevistar. Esto porque pretendo seguir con el ejercicio que, en lo personal, me parece divertido, tanto por los parangones como por la obligada remembranza sobre la forma de ser de los personajes controvertidos de nuestra historia, mismos que parecen hechos en el mismo molde y, por ende, heredado costumbres de y a quienes podrían ser recipiendarios de ese digamos que legado.
Respetado lector: intento que en medio de tanto desmadre tenga usted un rato amable, agradable. Espero haberlo logrado.
Próxima entrevista: Alfonso Cabrera Lobato