El poder de la sotana (Machetazo a caballo de espadas)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 45

Machetazo a caballo de espadas

Todo poder es deber.

Víctor Hugo

 

Los guardias de la Casa Blanca vigilaban con celo militar los movimientos de la comisión mexicana. Manuel Téllez y Miguel Torres parecían disfrutar la espera en la sala verde, espacio con el aroma y la apariencia decimonónica. Pedro del Campo observaba la lámpara que, pensó, podría haber sido fabricada en Inglaterra debido al trabajo en bronce de sus diez brazos rematados por veinte esferas de alabastro iluminado. “Qué curioso que esta sala se llame igual que el plan de invasión”, meditó reservándose el comentario que le habría gustado compartir con sus amigos. En esas estaba cuando el embajador mexicano lo sacó de sus dubitaciones al acercársele para musitarle al oído: “Pedro: en unos minutos podremos comprobar las habilidosas respuestas del presidente Coolidge cuyo sentido del humor, me han dicho, revela su origen rural. El tipo nació en Vermont, el lugar donde los nativos tienen la extraña habilidad de hablar sin comprometerse: son parcos pero simpáticos y muy bien integrados a la tradición campirana inglesa que todavía se percibe en aquella parte de este país…” Sorprendido por el comentario Pedro dijo para sí: “No cabe duda que Téllez es eficiente en su trabajo porque conoce bien al enemigo-amigo. Espero que también sea un buen estratega diplomático. Ya veremos”.

Después de cuarenta y cinco minutos de espera y conversaciones sobre diversos tópicos, apareció el Presidente de los Estados Unidos. Lo acompañaba su secretario particular, un tipo largucho y delgado en exceso con facciones tan agrestes como el Cañón de Colorado. (“Hubiera sido el modelo ideal del caricaturista Posada —reflexionó Miguel al verlo—. Es una calaca forrada de piel”). No fue Kellogg a la reunión, ausencia que tranquilizó al embajador mexicano cuya discreción fue insuficiente para ocultar la presión que le produjo la posibilidad de enfrentar y responder a las réplicas e ironía del famoso y temible secretario de Estado.

            —Gracias por recibirnos, señor Presidente —dijo Téllez adelantándose al anfitrión.

            Coolidge hizo un movimiento y con un gesto correspondió al saludo del embajador. A través de sus pequeños ojos medio ocultos debajo de dos tupidas cejas pelirrojas, miró a los acompañantes del diplomático haciéndoles sentir el poder del Estado norteamericano. Y con esa misma mirada ordenó a Téllez que presentara a su grupo.

            —Pedro del Campo, Excelencia —respondió Téllez valiéndose de los brazos para señalar a su pequeña comitiva—. El Capitán forma parte de esta misión donde la buena voluntad prevalece. Lo mismo que el presbítero Miguel Torres. Del Campo conoce el fondo del asunto que nos ha reunido. Y Torres es uno de los miembros del Clero mexicano, del sector que siempre ha actuado con la prudencia y sensatez que exige el laicismo de nuestro sistema político.

—Bienvenidos —respondió Coolidge seco y con voz apenas audible.

—Los tres, señor Presidente —continuó el embajador—, hemos venido a mostrarle algunos documentos para que su Excelencia los valore con la inteligencia y madurez que lo llevaron a ocupar la presidencia de este país, el más poderoso de la Tierra.

            —Es su punto de vista Embajador —respondió Coolidge con una leve reverencia—. Le agradezco sus conceptos. Como usted sabe el poder dimana del pueblo. Yo sólo soy su representante y como tal lo único que veo es la parte esquilada de la oveja. Ello me hace suponer que el otro lado está igual —dijo Coolidge rescatando algo de la ingenuidad campesina que alguna vez tuvo—. Así que me permitirán ustedes analizar estos papeles; y cuando lo haga quizás pueda ver el otro lado del cordero. Les daré la respuesta que corresponda, de acuerdo al cargo que me confirió el pueblo de Norteamérica.

            La actitud de Coolidge animó a Téllez. Era la segunda vez que lo trataba de cerca y nuevamente quedó impresionado por su parsimonia, estilo que estaba en sintonía con lo que proyectaban sus facciones frescas incrustadas en aquel chapeado rostro anglosajón. Como el tipo contagiaba su confianza, el embajador mexicano sacó a relucir la serenidad política obligada en los diplomáticos. Tranquilo y seguro extrajo los documentos de la pequeña maleta que lo había acompañado durante las veinticuatro horas de cada uno de los cinco días que duró el viaje de México a Washington. Al entregárselos Téllez dijo en un tono comedido, respetuoso, amable:

—Señor Presidente: en estos papeles encontrará las pruebas de lo que previamente le informó el general Plutarco Elías Calles, presidente de México. ¿Recibió usted su misiva, Señor…?

            —Sí, sí claro. A través de su enviado. Pero continúe por favor —pidió Coolidge en el momento en que se puso a hojear los documentos.

            —Como se lo comentó mi Presidente, tenemos la más firme intención de conservar las buenas relaciones entre los dos gobiernos. Por ello nuestra presencia aquí…

            Sin despegar la vista del legajo Coolidge interrumpió al diplomático mexicano: —Está bien, analizaré su contenido y en dos días le doy la respuesta de mi gobierno.

            —Son pruebas que confirman lo que le dijo el presidente Calles —insistió el embajador adelantándose a cualquier desaire o al molesto mutismo que en el ambiente diplomático se interpreta como una posibilidad de rechazo a las propuestas.

            —Imagino el porqué de su ansiedad, señor Embajador —respondió Calvin—. Pero como sólo soy el presidente de los Estados Unidos tendré que analizar el contenido de estos papeles antes de responderle. Así que pasen ustedes una buena tarde. Ah, por cierto, le pedí a Sam que los acompañe y que sea su anfitrión. Espero que los trate como se merecen.

            Sin decir nada más Coolidge dio la media vuelta y detrás de él se fueron sus ayudantes, excepto Sam, el ujier que había recibido a la delegación encabezada por Téllez. Los mexicanos voltearon a verlo como si se hubiesen puesto de acuerdo para obligarlo a hablar:

—Calvin, el presidente —dijo Sam presionado por esas miradas— me comisionó para acompañarlos al almuerzo. Son sus invitados. Como tales disfrutarán una de las comidas más exquisitas que hayan probado y también del postre más suculento del mundo: se le conoce como tocino del cielo.

            El ayudante enfatizó en las palabras “tocino del cielo” mirando a Miguel. Pedro captó que la intención de Sam era involucrar al sacerdote para sacar algún provecho a sus palabras. Antes de que éste hablara, el militar se adelantó para agradecer la compañía de su nuevo anfitrión; lo hizo con el barroquismo poblano que, a pesar del alto grado de dificultad semántica, logró traducir al idioma inglés: —Hágale saber al presidente que apreciamos su bonhomía y la excelente oportunidad de comprobar cómo a través del gusto y del paladar se han fusionado las culturas. El sirope afrancesado de la tierra donde vio su primera luz el señor Coolidge, ahora endulza los postres de origen europeo, como el que Usted llama tocino del cielo, que es una de las herencias del viejo mundo. ¡La magia del sincretismo, Sam!, en este caso el que nació allá entre el verdor de las montañas de Vermont.

Manuel Téllez que escuchaba atento las frases de Pedro guardó silencio sorprendido porque nunca había oído a un miembro del ejército expresarse con tanto rebuscamiento y además en inglés. “Si así son todos por eso México ha perdido las guerras”, meditó. El militar percibió la impresión y en voz baja dijo en español:

—Disculpe, señor Embajador: jugué con el idioma de Shakespeare para decir muchas cosas sin decir nada. Los galimatías a veces sirven para confundir al enemigo.

            La respuesta del anfitrión designado fue una sonrisa que revelaba el azoro que le produjo escuchar los tropos. En efecto, como no había entendido nada sólo tendió la mano para mostrarles la puerta.

— ¡Vámonos, que se hace tarde! —Dijo con fingido entusiasmo—. Ha llegado la hora de almorzar en un lugar que, como bien lo visualiza el capitán Del Campo, fue construido con un pedazo de Vermont, la ciudad donde nació el presidente Coolidge.

Alejandro C. Manjarrez