El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 20)

Réplica y Contrarréplica
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“Ora sí violín de rancho, ya te agarró un profesor”

El tráfago laboral, las alteraciones ocasionadas por el ejercicio de gobierno, los desasosiegos que provoca la naturaleza, la burda corrupción que obliga a castigar a los amigos, y la sugestiva presencia de mujeres de buen ver, más los daños colaterales que propicia el ejercicio libre de la prensa, alteraron mi vida y redujeron los tiempos que dedicaba a mis costumbres lúdicas.

Mermó la disponibilidad de mi tiempo personal. Me alejé de la familia. Olvidé a un buen número de amigos. Mi desconfianza se generalizó. Crecieron mis enemigos. Fui culpado por actos que no cometí. Me acusaron de todo lo que se puede acusar a un gobernante. Sentí los efectos de la paranoia. Vi moros con tranchete. Y conocí la decepción como una de las constantes de la responsabilidad de gobernar. De no haber sido contagiado por la soberbia que cual virus anida en los intersticios del poder, hubiera eludido el tardío colapso emocional.

Tales experiencias me provocaron el insomnio que, para acabarla de joder, mermó mi capacidad física. Con frecuencia me quedaba dormido durante los recorridos carreteros o aéreos. Los cabeceos empezaron a causarme vergüenzas. Así que tuve que valerme de un truco para ocultar esas siestas furtivas: los acuerdos que, justificamos Mary y yo, requerían privacidad y concentración. Esta práctica me permitió alejarme de otro hábito basado en la cocaína, droga que atrapó a varios de mis compañeros gobernadores porque, argumentaban, sólo así aguantaban el ritmo de trabajo (cuando las disculpas se acabaron, se inventaron los pretextos).

Con esos breves pestañeos lograba recuperarme y dejar de bostezar en público, boqueadas que solían confundirse con aburrimiento. Gracias a esos sueños rapiditos pude resistir largos y tediosos discursos así como presentarme sonriente en los actos cívicos. Lo curioso es que ello inspiró a los reporteros y permitió que un cartonista se diera vuelo con el nuevo look del gobernador de lentes oscuros. El monero aquel publicó mi caricatura y la intituló: “La gobernanza Ray Ban”. En el globo escribió la siguiente leyenda: “Con mis lentes oscuros veo a los güeritos como ellos me ven a mí”. Bueno, el caso es que aprendí a divertirme con la expectación provocada por el uso de las gafas y, además, pude dormitar sin temor a ser descubierto y fotografiado en algún cabeceo o, como dijo cierto líder obrero, mirando pa’dentro. No obstante esos constantes coyotitos prevaleció el daño que produce el insomnio que, me consta, no respeta jerarquías ni poder político.

Alguna de esas noches en vela salí de la cama, me puse abrigo y chanclas para ir al despacho a tratar de adelantar el trabajo burocrático: antefirmas a documentos, informes y lecturas de expedientes que preparaba mi secretaría particular. También una que otra tarjeta del sistema de investigación política, datos que cruzaba con el trabajo del siap, organismo que más adelante explicaré.

En el trayecto me topé con dos de los vigilantes nocturnos agazapados en medio de los arbustos del jardín que separa la residencia del área de oficinas. Ambos me vieron como lo hace el búho que observa a quien irrumpe en su tranquilidad nocturna y asusta a sus presas. “Buenas noches, Señor”, dijo uno de ellos. Otro secundó con un “a sus órdenes” desganado. Me pareció que los dos tenían cara de ídolos prehispánicos, efecto que le atribuí a las sombras de la oscuridad nocturna media iluminada con los rayos de la luna escondida entre las nubes.

Ya ubicado en la oficina emprendí la lectura del montón de documentos que encontré sobre mi escritorio. Lo hice, como siempre, esperanzado en que en esos párrafos a veces farragosos, monótonos o aburridos encontrara a Morfeo y en consecuencia al sueño que quita el poder. Incluso encendí la televisión para ver si su murmullo me arrullaba. Pero nada: seguía ausente la somnolencia a pesar de que pasaron las películas de siempre y se repitió la tortura de los anuncios. Las mismas noticias y la programación repetida en los distintos canales, incluidos los europeos. Tampoco eso me hizo cabecear. El insomnio fue parecido a las anteriores veladas que acompañé con el recuerdo del balazo que produjo mi primera experiencia dantesca, algo que debió haberme sacudido e inspirado para escribir una novela de las que llaman negras. Prevaleció la ausencia de todo. Apagué la televisión y el silencio nocturno propició la calma que incrementa los decibeles del sonido de la naturaleza que en otras circunstancias debió operar como narcótico. Nada. Seguí con los ojos como plato.

En esa noche de aburrimiento y ruidos causados por una especie de grabación de la resonancia del bosque —viento, aves e insectos—, acudí desesperado al librero para buscar algo sin saber qué. Así fue como redescubrí el cuaderno de Mary, libro que por cierto había olvidado. Al revisarlo me encontré con la sorpresa de su atractiva prosa. Leí mi nombre en sus páginas así como varias observaciones sobre la práctica política. La lectura rompió el tedio y cambió mis apreciaciones sobre varios tópicos.

El diario

Antes de resumir y editar parte de lo que hallé en el escrito de la doctora, debo anticipar que sus conceptos e imágenes me hicieron concebir la idea de elaborar un ensayo sobre las ambiciones personales e íntimas de las mujeres inteligentes, intención que de inmediato deseché por carecer de la capacidad y los conocimientos sobre este enmarañado tema: “Dada la complejidad que incluye la obligada consulta con especialistas de la conducta humana —me dije— tendría que dedicar mucho tiempo a hurgar en las profundidades del misterioso intelecto que adorna a mi amiga y asesora”. Colegí asimismo que ello me habría obligado a someterme al sicoanálisis. O entrar de lleno en la confusión tal y como le ocurrió al médico que protagoniza la novela de Yalom, libro citado al final del capítulo anterior. O dejarme conducir por cualquier sicoanalista imitador de Freud, el gran hombre cuya pequeñez —escribió Michel Onfray (El crepúsculo de un ídolo)— se acrecentó con sus mentiras, obsesiones, incestos y ambiciones. Por todo ello di la vuelta a la página y deseché semejantes inquietudes empeñándome en asimilar la lectura del documento con la llaneza del político pragmático. Estas son algunas de sus líneas producto del raciocinio, la información y la lógica natural:

Mary escribió que su jefe (o sea el que esto relata) tenía madera para convertirse en un personaje con características de novela costumbrista: un hombre llano y humilde que ascendió a lugares no aptos para la sencillez y la modestia; la roca que podría pulirse como lo hacía Miguel Ángel con los bloques de mármol. Transcribo pues una de sus referencias histórico-culturales, misma que no quiso adelantarme porque —más tarde lo supe— la guardaba para, en el momento oportuno, usarla como antídoto contra mi tristeza, depresión o poco probable bipolaridad. Por fortuna nunca padecí este último mal antiguamente conocido como fiebre negra. Vi sus efectos en alguno de mis pares, el tipo que se aisló del pueblo porque —lo supe cuando su amargada ex cónyuge tuvo a bien delatarlo— suponía que iba a ser contagiado con las enfermedades que acompañan a la pobreza. Un caso patético parecido al de Howard Hughes.

Dejo esa historia que bien podría novelarse y paso a lo que escribió María de la Hoz:

Cuando Miguel Ángel aceptó tallar un bloque de mármol defectuoso, lo hizo consciente de que aquella piedra le daría oportunidad de aprovechar el boquete causado por alguna mano torpe. No dijo nada. Sólo se puso a esculpirla hasta que de ella surgió el joven David con la onda en la mano.

Piero di Tommaso Soderini, uno de los hombres más ricos y exigentes y además terrible crítico de arte, se acercó al taller de Miguel Ángel para investigar cómo el artista había resuelto el defecto de la piedra y cómo había sacado de ella a David: recorrió con su vista la escultura desde un ángulo que por su perspectiva deformaba el rostro de la enorme figura.

“La encuentro magnífica —dijo el Piero—; sin embargo, tiene la nariz demasiado grande, desproporcionada”.

Miguel Ángel se dio cuenta del engaño visual que había alterado la percepción de Soderini. Sin aclarar ni decir nada, el genio invitó al crítico a que subiera al andamio. ”Tenga cuidado —lo alertó mañoso—, fíjese bien dónde pisa; recuerde que los cambios de clima hacen que la madera se dilate o afloje; por ello las uniones se vuelven trampas mortales”.

En el camino, aprovechándose de que la mirada de su invitado estaba fija en el andamiaje, el escultor cogió un puño de polvo para, una vez ubicado junto a su obra, aparentar que usaba su herramienta para modificar el trazo de la nariz: en cada golpe del martillo sobre el cincel dejaba caer parte de las partículas de mármol que acababa de recoger. Sin tocar ni cambiar el tamaño de la nariz simuló haberlo hecho. Minutos después de aquel habilidoso engaño, el artista reculó un paso y le preguntó a Soderini: “¿A ver qué le parece ahora?” El tipo se movió hacia donde estaba Miguel Ángel, revisó la cara de la escultura y respondió satisfecho: “Así me gusta mucho más. Ahora sí tiene vida”.

Con la debida proporción guardada, me baso en esta cita para decir que Herminio es una pieza de mármol mixteco que debe esculpirse a partir de la idea de transformar en virtudes de formación social lo que para muchos son defectos de origen. ¿Una farsa? Si lo fuere habría que evitarla y buscar la forma para que desde cualquier óptica resista la crítica. Usar la arenilla de ese pulimento con la intención de confundir e incluso convencer a quienes por respeto o sobrevivencia intelectual, difícilmente se atreverían a lanzarse contra el pueblo llano, sencillo y humilde. El plus de Herminio es ése: la solidaridad que el pueblo está dispuesto a manifestarle por ser él uno de su clase.

Me llegó al corazón este apunte, que por cierto es de los pocos donde ella usa su voz para mencionar mi nombre. Con ese sentimiento optimista y afectivo leí el resto y descubrí cómo el lado humano de la doctora engarzaba con su faceta profesional. Repetí la lectura varias veces. Quería entender sus razones. No pude porque en mi raciocinio predominó la imagen de Mary, la magnífica escultura viva colmada del brío cuyo autor —hubiese dicho el arzobispo Froylán— es Dios. Pero la combinación perfecta del cuerpo e inteligencia de ella (esto lo digo yo) se la debemos a la cópula que se produjo cuando la naturaleza de sus padres coincidió con la musicalidad y ritmo del Cosmos, melodías que deben haber inspirado a Liszt, Beethoven, Mozart, Chopin, Wagner, Verdi, Tchaikovski y otros genios más cuya obra ha quedado grabada en la memoria del Universo.

Belleza y talento unidos

María de la Hoz proviene de una familia de intelectuales. El ejemplo de sus padres la inspiró para caminar con su libro de apuntes bajo el brazo. Conoció muy bien los países donde su progenitor representó al gobierno mexicano. En las distintas embajadas que dieron abrigo a la familia, la entonces niña tuvo la maravillosa oportunidad de convivir con diplomáticos, escritores, pintores y artistas que allá, en Europa, adquirieron su bagaje y formación. Entre ellos hubo varios mexicanos dueños de un enorme talento que más tarde se manifestó en sus escritos, pinturas, esculturas y en el pentagrama. Aprendió a querer a México; a enaltecer su cultura reproduciéndola y ponderándola en cada uno de sus apuntes, conferencias y tesis académicas. Su cercanía con los miembros del servicio exterior la hizo una diplomática natural, actitud que, por fin lo entendí, le impidió responder a mis expresiones a veces fuera de lugar.

Mary había usado mi propia arenilla para pulirme.

La praxis

Ya te habrás dado cuenta, lector inteligente, que desde que conocí a Mary quedé encantado. Conforme me iba acercando a ella crecía la separación entre ambos. Me refiero a la distancia que forma el respeto a las ideas, el talento y la cultura.

Leí sorprendido su libro de notas. Encontré en el textos que estábamos en las antípodas. ¿Por qué entonces su cercanía laboral y su adicción al poder en mis manos?, me pregunté una y otra vez. No se trataba de ningún tipo de interés egoísta o pecuniario. No. Lo que supe (o creí descubrir) es que me consideró una especie de vehículo que la llevaría a su siguiente estadio emocional, político o cultural. ¿Querría hacer un ensayo, tesis sociológica o un estudio antropológico u otra faceta o visión de El laberinto de la soledad? Me pregunté varias veces. Hasta hoy no lo sé. Era difícil saberlo (y sigue siéndolo) porque en aquella época yo ignoraba su proyecto personal. Hice el intento de conocer la profundidad de su pensamiento y me quedé flotando en la superficie. ¡Ay mujeres! ¡Cuando son todo uno es nada!

Leí varias veces lo escrito por Mary. Lo más que logré fue darme cuenta de sus objetivos profesionales o una parte de ellos. Bueno también comprobé su capacidad de análisis que plasmó cuando se valió de la anáfora para enlistar y razonar el problema de la violencia así como la influencia de quienes la fomentan. Esos datos le sirvieron (después me lo dijo) para diseñar el Sistema de Información y Análisis Preventivo (siap). Enseguida transcribo parte de lo que planteó De la Hoz. Son consideraciones sobre la mafia del crimen y las guerras emprendidas por el Estado para combatir a la delincuencia. Entonces parecía utópico, sin embargo, pasado el tiempo comprobé que su propuesta respondía a la lógica que ella y yo compartimos en los días de violencia creciente e irrefrenable.

Este es, por tanto, parte del trabajo de investigación que seguramente prevalecerá como tema vigente para los lectores intemporales de este libro autobiográfico (si llegaren a existir), datos que coinciden con algunas historias que resguarda la gran nube:

En apariencia no tiene solución el problema que llamamos crimen organizado. La razón: los gobiernos se enfrentan a una empresa multinacional cuyo capital suma miles de millones de dólares, organización que se nutre de la pobreza cuyo crecimiento es exponencial. Es pues una bola de nieve que aumenta de tamaño al ritmo del empobrecimiento de la gente; un narco-tsunami al cual los gobernantes han querido parar con costalitos de arena.

¿Qué se necesita?

Se requiere de muchos miles de millones de dólares para invertirlos con honestidad e inteligencia en programas elaborados por especialistas honestos, visionarios, preparados, éticos e inteligentes.

Se requiere de un gobernante fuera de serie y con voluntad política para combatir la corrupción institucionalizada.

Se requiere propiciar el crecimiento económico junto a la revolución educativa, la culturización de la sociedad, la urbanización inteligente y armónica de las zonas rurales y cinturones citadinos, el impulso alimentario para que todos coman y puedan discernir, la equidad fiscal (que los grandes empresarios paguen impuestos por ingresos acumulados) y la justa distribución de la riqueza.

Se requiere también de un presidente tirano o intransigente en la aplicación de la ley y a la vez tan honorable que cuente con el apoyo de cierto tipo de delincuentes; que éstos sean los primeros en ayudarlo a moralizar la sociedad. Me refiero a delincuentes en función de líderes sindicales, gobernantes estatales y municipales, miembros del poder Judicial (que es uno de los reductos de la corrupción institucionalizada) y legisladores marionetas.

Se requiere asimismo de una reforma radical a las leyes penales para que los castigos produzcan temor en todos los delincuentes y éstos transmitan esa aprensión a las nuevas generaciones que por falta de buenos ejemplos no le tienen miedo a nada, ni siquiera a la muerte prematura; inclusive la prefieren a la pobreza producto de la opulencia en que viven el puñado de beneficiarios del capitalismo salvaje.

Se requiere acabar con los políticos mentirosos y corruptos dándoles castigos generacionalmente ejemplares.

Se requiere de un moderno y eficaz sistema de comunicaciones e inteligencia así como de policías municipales, estatales y federales preparados, honestos y muy bien remunerados para que rechacen las ofertas de los enemigos de la sociedad.

Se requiere frenar y acabar con el fenómeno que se multiplica todos los días debido a que esta nueva clase social se educa en el más absoluto analfabetismo; la misma que se diploma en las cárceles, se recibe en los barrios, hace posgrados en las células criminales que operan en otras naciones y adquiere sus doctorados en las universidades del crimen.

Se requiere cooptar para que colaboren con la ley, a los familiares de los delincuentes, incluidos cómplices y amantes.

Se requiere entender el nuevo idioma, la otra lengua que se acompaña con las fanfarrias del infierno que Dante concibió y Liszt musicalizó.

Se requiere cambiar los métodos de combate al crimen organizado haciéndolos más ágiles y garantes de la integridad física de los policías, personal que suele trabajar asustado ante la muerte que les espera a la vuelta de la esquina.

Se requiere armar y concientizar a la sociedad para que ella misma adopte su sistema preventivo, de respuesta inmediata y protección contra la delincuencia organizada.

Se requiere de un estado de ánimo nacional que entienda que la crueldad de los delincuentes debe combatirse sin compasión ni limitantes humanitarias.

Se requiere que las fuerzas del orden sean respetadas por la sociedad para que los criminales también las respeten e incluso les teman.

Se requiere de una nueva ley que castigue con rigor a los policías que traicionan el código de conducta y la confianza de los gobernados.

Se requiere investigar, perseguir y capturar a los servidores públicos que hayan sido engullidos por el negocio de la droga, que estén asociados con el crimen organizado, que ayuden a los capos o que laven dinero del narcotráfico.

Se requiere encontrar la forma para primero acotar y después eliminar el mundo construido por los delincuentes de “alta escuela” en cuya estrategia está la cooptación de autoridades, servidores públicos que, sin darse cuenta, han sido inoculados con el virus ése que se desarrolla en la mierda social.

Se requiere acabar con los centros penitenciarios que funcionan bajo la ley impuesta por los reos. Hay que construir penales que sean gobernados, diseñados y equipados con tecnología de punta para que los delincuentes purguen sus condenas sin privilegios. Debe impedirse que dentro de las prisiones circule el dinero sucio u otro tipo de moneda con valor específico.

Se requiere, para todo ello, de una enorme cantidad de recursos a fin de poder cumplir con estos requisitos cuyo futuro, de no haber dinero suficiente, sería de fracasos a pesar de las buenas intenciones que distingue a las buenas conciencias y divierte a los hombres y mujeres que han hecho del crimen su espacio lúdico.

Se requiere, asimismo, que el Estado acabe con toda la porquería que a punto está de ahogar a la sociedad.

Esta opinión me metió en un brete porque rompía de tajo todas las ideas que habría de plantear en una de las reuniones de seguridad a la cual me invitó el presidente Cordero. Entré en crisis debido a que la licenciada Irene Walter Rémix me acababa de entregar el documento que tendría que leer en la reunión de marras, adicionándole algunos criterios acordes con las necesidades comunes de los gobiernos estatales. Lo de menos era omitir lo que escribió Mary. Deduje que no estaba enterada de mi curiosidad y tampoco de las líneas que me había entregado Irene. En esas andaba cuando me vino una inspiración: decidí compartirle a Cordero las ideas de De la Hoz. Pero antes de hacerlo tendría que comunicarle a ella mi plan, posibilidad que me causó otra crisis emocional debido a que debía confesarle mi falta de respeto a su intimidad intelectual. ¿Cómo hacer para salvar mi prestigio? Algo se me ocurrirá, me dije esperanzado en que mi buena estrella volviera a iluminarme.

Estaba preocupado. Pensaba en ello en cualquier lugar y a todas horas. La desazón me persiguió durante el tiempo vacacional de mi asesora. Lo que Mary propuso como soluciones se convirtió en parte de mi proyecto de trascendencia política.

La máscara

En una de tantas introspecciones o crisis de identidad se me apareció el espanto, como le decían al Procurador Fernando Téllez: el tipo entró al despacho para, sin que ese fuera su deseo, hacerme estremecer. Lo curioso es que tal impresión la sentí el día en que decidí nombrarlo titular de la Procuraduría General de Justicia. A partir de ahí, cuantas veces hablé con él, me recordó las imágenes que suelen formar parte de nuestras pesadillas. Sin embargo, semanas después de haberlo integrado al gabinete se me ocurrió compararlo con los tipos que se disfrazan para dar el toque macabro a las festividades del pueblo donde la gente paga por verlos, asustarse y reír de sus propios terrores. Fue así como su imagen dejó de causarme escalofrío.

Recuperé el aliento que me había quitado la sorpresa. Lo miré con la esperanza de que no fuera portador de malas nuevas, su especialidad. El tipo parecía estar físicamente diseñado para representar el papel de ave de mal agüero. Sonreí para que no se me notara el susto y pregunté:

—Y ahora qué le trae por aquí, Procurador.

—Pues una no muy agradable noticia, Señor —confirmó con voz rasposa, síntoma de alguna lesión en sus cuerdas vocales—: hubo una matazón en las orillas de un pueblo mixteco.

— ¿Narcos? —pregunté con el deseo de escuchar el vocablo negativo que validaría la ausencia de esa criminal presencia.

—No Señor —alivió la mala nueva—. Se trata del operativo que Usted me autorizó para capturar a la banda de secuestradores que asolaba a la región —dijo mientras torcía la boca, movimiento que profundizó aún más las marcas de la edad encajadas sobre su amarillenta tez.

— ¿Asolaba? —cuestioné con el deseo de que la respuesta fuese alentadora y en pretérito.

—Sí Señor. Todos murieron. De nosotros, mejor dicho de los militares, sólo hubo dos heridos no graves —dijo orgulloso como si hubiese esperado la pregunta para empezar a crecer y expandirse.

—Entonces su noticia no es desagradable. Lo que veo es que amanecimos de suerte —le dije poniéndole énfasis a mi afirmación—. Operó bien y lo felicito, Procurador.

—Sólo seguí sus instrucciones, señor Gobernador —reviró sonriente—. Dio resultado el cerco que les tendimos basándonos en la información que teníamos y en los datos que Usted me proporcionó —dijo con un ligero movimiento de labios y la voz clara ya libre de la disfonía.

—Los informes provienen de amigos —comenté sin poder ocultar mi satisfacción por el resultado que había prospectado el siap—. ¿Cuántos muertos?

—Veinte; fueron veinte los que perecieron. Pero falta la mala noticia —previno. Con la mirada le indiqué que continuara con su informe—. Escaparon dos de los bandoleros. Nos dimos cuenta porque no estaban entre los muertos. Son los más crueles, señor Gobernador; se les conoce como cirujanos porque su trabajo consiste en cortar los dedos y orejas que adjuntan a las peticiones de rescate.

—Pues que los busquen. Ya sabe el camino: ¡Córtenles los huevos! —Dije enfatizando la última frase con la intención de alterar su imperturbable rostro. Como no reaccionó tuve que aclarar—: Entendió que es una metáfora, ¿verdad?

—Claro, señor Gobernador. Así lo entendí, como las alegorías que la gente suele convertir en realidad. En esas andamos, Jefe —dijo con el gruño que llevaba un doble propósito—. Era todo lo que quería informarle. ¿Alguna orden?

—No. Ninguna. Lo felicito. Va bien. Ojalá siga siendo portador de esas “malas noticias” —solté convencido de que eso deseaba escuchar.

Se retiró dejándome la imagen de su cara que fue suavizándose conforme soltaba las buenas nuevas. Su presencia de espanto había cambiado: cuando volteó para decirme “buenas tardes” lo vi policromado y feliz como si se hubiese puesto una de las máscaras del carnaval de Huejotzingo.

— ¡Cuídese! ¡Es una orden! —le grité para que me oyera y se animara aún más de lo que parecía estarlo.

Antes de que alguno de mis ayudantes se le ocurriera entrar a mi despacho ordené que nadie me interrumpiera. Tenía que llamar al jefe de la Zona Militar con el fin de agradecer su cooperación. Lo hice ciñéndome al protocolo. El general respondió su celular y al identificarme dijo amable pero sin perder la seca cortesía castrense: “Me ganó la llamada, Gobernador”. Conversamos y nos agradecimos la colaboración. “Le informaré al Presidente sobre su eficacia, responsabilidad y preocupación por la seguridad y la paz social”, le anticipé. Me pareció que compartíamos la satisfacción. Lo mismo percibí del doctor Miguel López Kanh, partero de las esposas y queridas de los delincuentes que habían pasado a mejor vida. No pudo ocultar su sonrisa cuando le dije que los secuestradores dejarían de amedrentarlo con la cantaleta sobre su inmunidad negociada y vigente mientras atendiera bien a sus mujeres. Así le pagué los servicios prestados al gobierno. Lo mejor fue que desapareció el cacique regional y director emérito de la banda de los hampones que asolaban la zona con la práctica del secuestro de familiares de políticos y comerciantes que rivalizaban con él o alteraban sus propósitos de control caciquil. Algunos miembros de la clase política vivieron el resto de su vida con el Jesús en la boca: temían que regresara quien poseía información sobre su vida y milagros, incluidos los comprobantes de grandes cantidades del dinero sucio destinado a financiar sus campañas o comprar conciencias.

Prensa escrita, televisión y radio reprodujeron la versión que Mary había sugerido: “Veinte muertos en un enfrentamiento entre bandoleros”. La noticia ocupó las primeras planas de la prensa escrita y llenó el espacio de los medios de comunicación electrónica.

Después del susto que sufrí al ver la cara de espanto del Procurador, volví a saborear la dulzura del poder.

Alejandro C. Manjarrez