El poder de la sotana (Voces del más allá)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 33

Voces del más allá

  

A dónde podrá ir el que hasta aquí llegó,

si más allá sólo fueron los muertos

Thomas Jefferson

 

 “Bueno, ahora debo ver al mundo como lo que soy, la esposa del Señor. Las señales que Él me envía han definido lo que es mi obligación: defender la fe católica a costa de mi vida. Para ello necesito encontrar la forma de evitar que prolifere la semilla del mal sembrado por Obregón, maldad que Calles abona con sus acciones… —se dijo la monja mientras su mano acariciaba la gruesa y áspera manta de lana que le obsequió alguna de las hermanas. Después, en un intento por justificarse ante lo palmario, meditó con el arrobo de las beatas—. Que habrá muchos enemigos…, lo doy por hecho. Que enfrentaré la incomprensión… Y quién no ha padecido este problema consustancial al ser humano. Lo importante —concluyó— es obedecer los designios del Todopoderoso. Debo hacerlo ya porque la vida puede ser tan efímera como el canto del canario, o tan importante como lo permita la trascendencia del espíritu.”

            Este tipo de pensamientos acompañaban a la madre Concepción. El atraerlos le ayudó a sobrellevar el tedio del silencio nocturno, soledad que la inducía a meterse en un estado melancólico donde era asediada por la presencia de turbulentas alucinaciones, “por cierto, malas y buenas consejeras”, se decía para atemperar los efectos de las voces y las ideas extrañas que se apropiaban de su cerebro.

            “Eres uno de los seres elegidos para cambiar el mundo —le dijo la voz que la monja consideraba como una bondadosa consejera—. Dios no quiere que toleres y te dejes dominar por la estupidez de los hombres poderosos. Tienes que impedir que germine la semilla del mal representado por Calles. No cejes, hija de Dios: lucha y vence al infortunio. Aprovecha tu liderazgo y apóyate en tu fe. Lo que hagas sin duda te llevará a la gloria. Y lo que no hagas podría ponerte en el umbral del infierno. Dependes de tus propias decisiones.”

            Estos diálogos consigo misma ocupaban su mente desde que ingresó a la pubertad. A nadie se los confiaba porque temía que la declararan loca, como le ocurrió a la hermana de su madre, la tía que, además de una importante fortuna inmobiliaria, heredó la esquizofrenia de su abuela. Por ese temor la monja aprendió a vivir con los fantasmas que convirtió en sus amigos inseparables.

            “¿Acaso se trata de una trampa? —Preguntó Concepción a la voz que escuchaba dentro de su cabeza—. Si así fuere —agregó— me acojo a la bondad del Señor. Él y sólo Él guía mis acciones y me ha dado la capacidad de pensar y razonar, gracia que, lo dijo la madre Sor Juana, hace iguales a hombres y mujeres.”

            “Las trampas se las forman los seres inferiores —le respondió su alucinación—. Y tú no lo eres.”

            “Pero, ¿por qué te atreves a darme la capacidad que no tengo? —protestó la monja en una intentona de interrumpir aquel diálogo consigo misma—; ¿acaso ignoras el peligro que corremos las mujeres cuando nos enfrentamos a los hombres poderosos?”

            “El peligro, las consecuencias y el premio a tus actos son voluntad de Dios —dijo la voz —. Lo que hagas será porque Él así lo determine. Y en este caso tu rebeldía deberá manifestarse en contra de los hombres cuyo poder se basa en la miseria de su propia condición.”

            “La miseria de su propio poder… ¡Esa es la actitud que tenemos que cambiar quienes luchamos contra el César de esta época! —Dijo la religiosa— En efecto, mi religión no puede ser controlada por los miserables que detentan el poder civil. Dime entonces —preguntó la monja—, ¿tendré éxito en mi defensa de la fe?”

            “Sí, lo tendrás, pero prepárate para el asedio de quienes se convertirán en tus jueces y verdugos. Esa es la consigna de Dios, el Todopoderoso que te escogió porque representas la fidelidad y el amor espiritual que hace dignas a sus esposas.”

            Un profundo suspiro rubricó las disquisiciones de la religiosa que había destacado de entre sus compañeras por sus lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz, pero sobre todo por su físico, fisonomía que concordaba con su estrabismo y los síntomas propios de los seres enfermos o mentalmente desconcertados. Vivía con intensidad cada una de sus alucinaciones, sombras que la empujaban hacia los estadios donde priva la confusión mental que enmaraña el raciocinio con el paroxismo religioso.

            Cuando Concepción se enteró de que Mora y del Río había aceptado que fuese retirado de la Basílica el ayate donde se plasmó la imagen de la Virgen de Guadalupe (no supo que el hecho había ocurrido años antes), sintió que esa era la señal esperada. Uno de los sacerdotes cercanos al arzobispo le confió que el cambio se debía a la bomba que estalló en la Basílica, acto ordenado por Obregón. “Así que mientras que el ex presidente controle y maneje a Calles —le confió el clérigo—, existe la posibilidad de que se repita el atentado del 14 de noviembre de 1921. Por ello su eminencia aceptó suplir la imagen de la Virgen de Guadalupe por una copia perfecta la que, me dicen, realizó el pintor Rafael Aguirre”. La magia volvió a encontrar que el siete seguía marcando los hechos importantes: siete sumaban los dígitos del día y el mes de la salida de la Basílica del lienzo original de la Virgen de Guadalupe.

Semanas después de ese, para la monja, sorpresivo hecho, el arzobispo José Mora y del Río fue desterrado del país.

“¡Ah!, entonces el nagual se posesionó de Obregón y no de Calles…”, dilucidó la religiosa con un dejo de pena. En seguida repitió las palabras que había pronunciado en el convento cuando el jerarca católico llegó enfermo y delirando: “¡Alguien tiene que seguir al nagual hasta su guarida! ¡Dicen que para destruirlo hay que robarle la parte del cuerpo de la que se desprendió! ¡Son los ojos lo que debe robársele…!”

“¡Estaba confundida! —recapituló la religiosa levantando la voz con el entusiasmo que pudo haber mostrado Arquímedes cuando descubrió la forma de calcular el volumen de los cuerpos. Miró hacia el cielo. Puso sus rodillas en la fría y áspera losa y con las palmas de sus manos unidas oró mirando al infinito—: ¡Ahora sé a ciencia cierta que el nagual es Álvaro Obregón! Señor; dame fuerza e ilumíname para que tenga éxito la misión de tus siete hijos, los que salvaremos a nuestra religión.”

Alejandro C. Manjarrez