Capítulo 36
Hermano de sangre
Ningún amigo como un hermano;
ningún enemigo como un hermano.
Proverbio indio
Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje permanecía oculto atrás del grueso tronco de un fresno centenario. Mientras esperaba le distrajo una araña de dimensiones fuera de lo común. “Está al acecho de su presa, del insecto que caiga en sus redes”, discurrió. Volteó hacia el templo de La Conchita donde, según la información que había recabado, tendría que llegar la madre Concepción. El entorno parecía desolado. Regresó la vista a la araña que acababa de asir a la mosca atrapada en su trampa. “Es la ley de la vida: unos construyen su telaraña para que otros caigan en ella”, rumió. “Una de esas trampas podría ser la declaración en Roma del presidente de obispos mexicanos”, dedujo. Extrajo de la bolsa de su saco el papel en el cual había apuntado las declaraciones del influyente cura y por quinta ocasión la leyó: “¿Hacen bien o mal los católicos recurriendo a las armas? Hasta ahora hemos guardado silencio para no precipitar los acontecimientos. Mas una vez que Calles ha empujado a los ciudadanos católicos a defender su fe con las armas, debemos decirnos: los mexicanos creyentes, como cualquier ser humano, gozamos en toda su amplitud del derecho natural e inalienable de legítima defensa.”
La espera concluyó cuando uno de los colaboradores de la religiosa llegó al lugar antes que lo hiciera el resto. Parecía un heraldo dispuesto a anunciar lo que sería otra de las reuniones secretas. En cuanto el hombre puso sus pies en el atrio del templo, hizo su obligado paneo visual por los alrededores. Tenía que cuidar al grupo, su secreto; era parte del trabajo que le asignaron.
Miguel se percató de ello y quiso pasar desapercibido: simuló que leía uno de los libros que siempre llevaba bajo el brazo. De reojo vio cómo el tipo se quitó el sombrero para hacer la señal convenida. Dos minutos después llegó el resto, uno tras otro, con segundos de diferencia. Cuando Pedro se dio cuenta de que la monja había salido de la casa que fue de la Malinche para dirigirse hacia el templo, de inmediato dejó el tronco del árbol y casi corriendo, con pasos largos y rápidos, se aproximó a ella.
— ¡Hermana, soy yo, Miguel! —gritó para no asustar al resto.
— ¡Hermano! —Respondió la religiosa—, ¡qué sorpresa! —La mujer miró a sus acompañantes y les dijo —No se preocupen; es el padre Miguel, mi hermano de sangre.