Mi padre, José Álvarez y Álvarez de la Cadena, diputado Constituyente por Michoacán y general revolucionario escribió como un homenaje a la Constitución en su cincuenta aniversario lo que consideraba era el significado de la Carta Magna, para la patria y los mexicanos, en este aniversario 106 lo comparto con ustedes:
Texto del general Álvarez
Cuando la Constitución fue promulgada, cuando los sabios juristas de gabinete se calaron las gafas y leyeron con burlona sonrisa los artículos de la Ley Suprema, que más parecen gritos de angustia de un pueblo que se muere de hambre, ahogado por la miseria y por el fanatismo que artículos constitucionales apegados a los cánones jurídicos, lanzaron con despectiva suficiencia y por todo comentario la palabra ALMODROTE.
Al conocer la primera Constitución socialista del mundo, algunos liberales del siglo XX se confundieron por sus prejuicios técnico- jurídicos. Sin embargo y como una respuesta a las mentes oscurantistas, muchos de los artículos de nuestra Máxima Ley han sido copiados por juristas de diversas naciones de la Tierra.
La Constitución que ellos llamaron “almodrote” porque no fue hecha de acuerdo a los dictados de la vieja escuela jurídica, superó con creces la estrechez de su cerebro, donde encontró abrigo el pedrusco que se incrustó como consecuencia de la fidelidad inconmovible que profesaban al dogmatismo de su tiempo.
Hace cincuenta años que la Constitución se encuentra en vigor y ésta robustece cada día la convicción de que interpreta los verdaderos ideales de la Revolución.
Al ir a Querétaro, sin preocuparnos de tecnicismos legales anticuados, impusimos sobre esas frías fórmulas la calidad e imperiosa necesidad de mejorar en lo posible, las condiciones de vida del pueblo de México.
No pensamos modernizar la ley para que, una vez reformada, se adaptara a las prescripciones de determinadas escuelas jurídicas.
Debíamos legislar para el bienestar y no para el halago de veinte millones de mexicanos, cuyas características de miseria material por la explotación despiadada del hombre y de miseria moral por habérseles negado la instrucción, requerían leyes que pudieran dar como resultado el adelanto material y moral, la victoria sobre el fanatismo religioso – político y sobre la incultura, aún cuando para ello, se necesitará restringir los derechos individuales.
Cuando la historia juzgue con imparcialidad la labor de los constituyentes de 1917, recordando que la efectuamos en dos meses de intenso trabajo, y que estuvieron ausentes los intereses personales y no así las amenazas del todavía poderoso grupo villista, será cuando se reconozca que implantamos al proyecto presentado por el primer jefe de la Revolución las más trascendentes reformas.
Fuimos a Querétaro 218 ciudadanos de casta revolucionaria por la voluntad del pueblo, que como en 1824 y en 1857 fue expresada por la voz de los rifles.
Entre los diputados constituyentes de 1917 figuraron los intelectuales que, comisionados por el señor Carranza, habían redactado en colaboración con él, el proyecto llamado Reformas a la Constitución de 1857. Pero para evitar posteriores discusiones el documento debió haberse designado Nueva Constitución Política de los Estados Unidos mexicanos.
Al recordar al Congreso Constituyente de 1917, se alborota el polvo del rincón de nuestros viejos recuerdos.
Nos parece ser llamados de nuevo a aquella ciudad limpia y risueña que fue timba de un imperio y cuna de los ideales nuevos convertidos en leyes.
En el hoy destruido Teatro de la República, pretendemos reconstruir aquel ambiente de cincuenta años atrás, con la bulliciosa reunión de constituyentes en su constante trabajo de enjambre rumoroso y nos parece volver a ver al grupo respetable de inteligentes, cultos y ponderados compañeros, a quienes la inquietud picante de la entonces juventud revolucionaria apodó el Apostolado y los que dichos en las lides parlamentarias, veían con piadosa sonrisa a los entonces inexpertos jacobinos que con su indisciplina y sus divisiones se dejaban ganar las votaciones a pesar de contar con el doble de adeptos.
¡Qué anhelo tan grande de trabajo hubo durante la gestión de nuestra Carta Política. Jamás se suspendía alguna sesión por falta de quórum, había dos diarias y ocasionalmente hasta tres se celebraban en el mismo día.
Casi todos nos encontrábamos reunidos. Había además fuera de Cámara la reunión de las comisiones encargadas de formar los proyectos de las disposiciones que no venían en el texto original, que también fueron de trascendencia por tratarse de capítulos hoy conocidos como Ley del Trabajo y Ley Agraria.
¡Qué ausencia total de interés monetario egoísta en todo aquel ambiente!
Felices con nuestras dietas de diez pesos diarios en relucientes monedas de oro nacional, vivimos humilde pero decorosamente, sin pensar en los “riesgos parlamentarios” ni en las gratificaciones de fin de labores.
En 1917, en Querétaro, expedimos la primera Constitución en el mundo que consignaba las garantías sociales.
Los doctos en derecho constitucional de la vieja escuela acusaban de hibridismo a la Carta Magna porque no era ni liberal ni socialista. La verdad es que la Constitución mexicana es eso, mexicana, un producto biológico de nuestro país, que como en muchas otras ideas políticas se adelantó a las más viejas naciones.
Una democracia social fue la meta de los revolucionarios mexicanos, nadie puede afirmar que la cima haya sido alcanzada, pero tampoco que el camino recorrido haya sido inútil.
Cada día los hechos irrefutables ponen en evidencia que los nobles sueños se convierten en realidades.
Cercenados por nuestra Constitución los tentáculos del enorme pulpo conservador, entregamos al pueblo de México un tesoro demasiado grande, demasiado voluminoso para que pudiera ser llevado sobre hombros débiles, sobre cabezas sin resistencia, sobre corazones sin entereza.
En los lejanos días precortesianos existía en México una ceremonia que impresionaba hondamente a cuantos tenían la suerte de presenciarla. Era la ceremonia del Fuego Nuevo, que al cumplirse los cincuenta y dos años de un ciclo especial, ardía al conjuro de los grandes sacerdotes, encendido por sus dioses en el cerro de la Estrella.
Mudos de asombro y bajo la impresión causada por la angustia de que no volviera a disiparse la obscuridad en que había quedado todo el imperio azteca, estallaba por fin la alegría general cuando la enorme luminaria podía divisarse en aquella altura.
Los correos del Reino encendían en el fuego nuevo sus teas y volando en carrera vertiginosa llevaban a los hogares la alegría de la Luz y del calor que aseguraba la existencia por un ciclo más, como regalo de sus dioses.
Hemos querido ver en la expedición de las Constituciones Nuevas de México, una de las cuales ha llevado a los hogares patrios algo más de luz y de esperanza para su pobre economía, una ceremonia parecida a la del fuego nuevo de los tiempos idos.
Del corazón mismo de nuestro pueblo ha nacido el anhelo de una vida mejor. Sus necesidades ingentes, sus angustiosas solicitudes de más luz para sus mentes y mejor alimento para sus hijos, prendieron en las teas que portaban los constituyentes de 1917 que vinieron de todos los rumbos del país, para formar con todas esas teas unidas, la luminaria que alimentara las ansias de luz y de calor de nuestro pueblo de esa gran hoguera encendida en el cerro de las Campanas, por la majestuosa figura del Varón de Cuatrociénegas, gran sacerdote de la Revolución Social de México, nació la Constitución triunfante hoy, en el mismo lugar en que murió para siempre el empeño conservador de darnos gobernantes extranjeros.
Quiera la juventud de mi patria guardar siempre ese fuego recordando que defender la Constitución es salvar a la patria y que destruir el poder político de las iglesias es el único camino para que algún día pueda haber en México verdadera democracia.