En la vida hay más cosas que hacer que aumentar su velocidad. Gandhi
¿Quién será el suertudo que tuvo a dios de su lado? ¿Mario Alberto Mejía, Amado Camarillo, José Yitani Maccise, Miguel Reyes Razo, el general Sergio Ayón Rodríguez, Moisés Carrasco Malpica, Felipe Flores Núñez, Domingo Becerril, Carlos Ramírez Cardoso, Rogelio Calzada, Salvador Flores o Saúl Plascencia?
Es obvio que todos ellos, además del gobernador Melquiades Morales Flores. Esto es porque pocos pueden contar lo que se siente durante y después de un accidente en helicóptero; un aparato que así como levanta el vuelo, también puede caer como si fuera una máquina de escribir.
Mario Alberto Mejía, percibió el olor de la adrenalina que emana del cuerpo en los momentos de peligro, hormonas que en ese instante paralizaron el sistema nervioso de los pasajeros. Dice Mario que ahora ya sabe a qué huele la muerte. Y estoy seguro que su sentido periodístico lo puso atento a todas y cada una de las reacciones de sus compañeros de vuelo y caída. Quedó impresionado del accidente y en especial de la serenidad de gobernador. Habrá que leer su crónica.
A Miguel Reyes Razo se le manifestaron los rostros y la dulce mirada de su madre, hijos y nietos. Cuando vio la bola de fuego reflexionó largamente sobre el valor de la vida. “Dios, Dios, Dios”, se dijo. Y la máquina de la mente, del espíritu le mantuvo firme o, como diría su madre, le ayudó a no “atorcantarse”, es decir, a conservar la calma. “Salta tu primero gobernador”, le ordenó a Melquiades Morales Flores. Después buscó su libreta de apuntes, o sea la bitácora de su vida. Y siguió al mandatario. Ya en tierra firme y en lo que podría ser un acto de responsabilidad profesional, pidió y obtuvo sus lentes que se habían quedado tirados en el interior del helicóptero: tenía que escribir su nota.
Pepe Yitani pensó en Dios: “que se haga lo que tú digas”, le dijo en la décima de segundo que, una vez pasado el percance, le pareció una eternidad. “La fe me movió, sentí que allí estaba la mando de Dios librándonos del peligro. De inmediato pensé en llamar a mi familia. Y así lo hice porque deseaba informarles que todo estaba bien. No quería que se asustaran cuando las noticias informaran el percance. El gobernador y sus colaboradores se portaron de maravilla. Estaba muy preocupado por nosotros. Me dijo que sentía mucho lo ocurrido ya que él nos había invitado. No te preocupes, le respondí. Tú no tienes la culpa. Fue un accidente”.
De haber podido, Carlos Ramírez Cardoso hubiera fotografiado a Dios: lo sintió; dice que su alma lo tuvo cerca, muy cerca. “Hay que ser mejores”, pensó en esos instantes. Reconoce que lo único que le dio miedo fue la posibilidad de dejar su vida inconclusa y estar apunto de conocer la oscuridad.
“Son jalones de oreja, Alejandro. Con menos, varios ya se hubieran muerto. Sin embargo, el accidente me permitió confirmar que existe el más allá. Fue muy difícil, algo muy cabrón. Vi el madrazo total, de frente, atrás del gobernador. Si tu quieres ver a Dios vestido de casualidad, vístelo así. No fue un golpe material, sino emocional. ¿Melquiades? Es un hombre que vale la pena; es un iluminado, un elegido. Es un tipo que conoce y sabe de lo que se trata la vida. Está probado. Si él llegara a temblar, ¡aguas!, cambio de sistema. ¿Qué tengo la camiseta puesta? No, lo que tengo puesto es la piel.
Según las estadísticas el 82.6 por ciento de los accidentes en helicóptero son fatales, 92 por ciento se deben a errores de pilotaje. Pero en Santa Rita Tlahuapan quedó constancia que el piloto (Salvador Flores) logró atemperar esos sangrientos números. Su maniobra salvó a la gente. Hizo lo que tenía que hacer en medida de una polvareda que los siguió como si se tratase de la sombra que presagia catástrofe. Mario Alberto y Felipe Flores se dieron cuenta de esa mala jugada de la naturaleza. Incluso lo comentaron poco antes del choque con la “obra negra” en cuyas vigas se “atoró” la nave. De otra forma ésta hubiera caído al suelo y tal vez hasta explotado. Después del bamboleo provocado por los jalones a la puerta que no quería abrir, todos pudieron saltar los dos o tres metros que los separaban de la muerte. El piloto fue el último en salir. Y el gobernador el último en alejarse del lugar: lo hizo hasta que Salvador (un nombre por cierto muy ad hoc) fue rescatado. Después el fuego consumió los restos del aparato y se comió al polvo, a la sombra de la tragedia. Y gracias a la amarga infusión preparada por los lugareños para “espantar al susto”, sólo quedó lo dulce que la vida nos permite saborear.
Todos estamos de plácemes porque, en esta ocasión, la buena ventura pudo derrotar a la siempre inesperada fatalidad.