Puebla, el rostro olvidado (El apogeo de la esclavitud indígena)

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EL APOGEO DE LA ESCLAVITUD INDÍGENA

Ante las dificultades para encontrar españoles dispuestos a encargarse de las faenas pequeñas, medianas y pesadas, los ibéricos fundadores –que por cierto provenían de la más baja burocracia y nivel social– renunciaron a su autosuficiencia recurriendo al trabajo indígena. Convocaron a los caciques de la región y a los guardianes de los conventos ubicados en Tlaxcala, Cholula, Huejotzingo y Tepeaca, para que les consiguieran la mano de obra necesaria. A cambio de esas faenas que hicieron posible la edificación de los primeros edificios civiles y religiosos, los caciques obtuvieron la promesa de la exención de impuestos hasta la terminación de las obras.

Al Valle llegaron miles de indígenas. Fray Luis de Fuensalida envió desde Tlaxcala ocho mil; fray Diego de la Cruz reclutó en Cholula y Calpan cinco mil; fray Diego de Juárez solo pudo enviar a tres mil indígenas de Tepeaca. De los dieciséis mil hombres, treinta fueron asignados por tres meses a cada uno de los primeros pobladores con la idea de que ayudaran a construir la morada de sus amos. Y veinte más sin límite de tiempo para realizar las labores agrícolas.

Según el coronel Antonio Carrión, autor de la Historia de la ciudad de Puebla de Los Ángeles (1896 viuda de Dávalos e hijos, Editores).

“Los dieciséis mil indios no llegaron con las manos vacías, pues además de la herramienta que pudieron tener, trajeron cargando materiales; los de Calpan y Cholula trajeron adobes de tierra y tezontle; los de Tepeaca, angarillas para transportar materiales, cargadas de zacate para techos, los de Tlaxcala condujeron también adobes, alguna madera labrada, sogas y piedras. 

De esta manera la disfrazada esclavitud frustraba los ideales de Vasco de Quiroga y sus compañeros de la Segunda Audiencia; y daba ánimos a los colonizadores para convertirse en los más apasionados defensores de la encomienda que con arrojo y pasión esclavista trataron de perpetuar. De la utopía adoptada por Vasco de Quiroga, solo quedó la perfecta traza de la ciudad.

LAS INFLUENCIAS

El fenómeno social plasmado en la incipiente Puebla, obedeció a la eterna búsqueda del hombre para lograr mejores condiciones de vida. Los colonizadores de la ahora ciudad de Zaragoza, al igual que sus ancestros iniciadores del proceso de sedentarización buscaron y encontraron un hábitat ideal. Errores o pasiones aparte, su esfuerzo e ilusión era coincidente con las ideas de aquellos cuyo pensamiento mágico les inspirara la concepción mítica del Jardín del Edén. Y su ánimo y entereza podrían compararse con la enjundia que distinguiera a los fundadores de Tenochtitlán o de cualquiera de las opulentas ciudades de la antigüedad concebidas en la inteligencia humana como ciudades perfectas.

El anhelo se mantuvo latente en los fundadores de Puebla, herederos de una cultura judeocristiana que desde sus albores persigue el orden ambiental y social utópico. Ellos no pudieron desligarse de la idea de Tomás Moro, el teólogo inglés, católico Romano, del siglo XVI, ejecutado por Enrique VIII por resistirse a la separación de la Iglesia anglicana de la comunidad Vaticana.

En su obra Utopía, Moro, –un intrépido en conducta y pensamiento– propuso a manera de historieta novelada la existencia de una isla fantástica donde la convivencia humana, el trazo y la construcción de la ciudad fueran perfectos. Antes, Agustín de Hipona había hecho vibrar la conciencia de la gente culta con su clásico La ciudad de Dios, donde posiblemente Moro obtuvo la inspiración.

En la investigación de Ramón Sanchez Flores publicada en la Revista Crítica (primavera de 1988), se insiste en la determinante influencia del teólogo inglés sobre el oidor Vasco de Quiroga quien, según el autor, debió motivarse con los conceptos del arquitecto Romano Vitrubio Polio, cuya obra se extravió en el Medievo.

Es incuestionable la influencia cultural de los oidores. Un valle asentado al pie de una colina, el trazo a cordel de las calles de la ciudad, las medidas y selección del lugar, tienen una correlación esotérica con la traza del templo de Salomón, los detalles, pormenorizados en el segundo libro de “Los Reyes”, capítulo seis, nos dan las siguientes coincidencias:

1.Todas las mesuras, en general, son sobre ángulos rectos con ausencia de trazos circulares o ángulos abiertos o agudos.

  1. La proporción de los rectángulos es de dos por uno, características de las medidas tanto en los solares otorgados a quienes llegaron para residir en la ciudad, como en la proporción de las manzanas.
  2. Finalmente, se da cierta coincidencia entre los querubines que cubren con sus alas el Arca de la Alianza, y los ángeles incrustados en los extremos del Castillo del escudo concedido a la ciudad de Puebla por Carlos V, el 20 de julio de 1538 (dado por cédula real fechada en Valladolid, signada por el propio emperador y su madre, la reina Juana).

De igual manera, los reiterados intentos de Quiroga por fundar comunidades indigenas modelos en la región de Michoacán revelan cómo estaba poderosamente impactado por el imperativo de concretizar en el terreno lo establecido en Utopía. Es imposible soslayar que ese ideal inspiró, en buena medida, a quienes arribaron a América con intención misionera, como Fray Bartolomé de las Casas, realizador de experimentos sociales muy parecidos en Chiapas y Venezuela.

Sin embargo, la utopía que perduró en el alma de los poblanos, estuvo –y en algunos casos está– muy distante de los experimentos e inquietudes de Quiroga y de Las Casas. Lo que prevaleció fue la utopía de un lugar santo, levítico, libre de indeseables (como el templo de Jerusalén, donde se prohibía la entrada a los gentiles aunque fuesen prosélitos, por lo que se construyó ex profeso, en el exterior del templo, un gran patio para la espera mientras en su interior se adoraba.

El mismo criterio se siguió en la traza de la ciudad. Los indígenas, mestizos y castas fueron proveídos de espacios donde construir sus Barrios sin invadir la ciudad. Esto produjo en Puebla una variante de discriminación racial.

Alejandro C. Manjarrez