LOS AFLIGIDOS
¿Cree usted que los dirigentes priistas son bobos? ¿Se atrevería a dudar de la inteligencia de su clase política después de haberlos visto manejar el poder durante más de siete décadas y haber organizado decenas de elecciones con triunfos, fracasos y frentazos?
La verdad, respetado lector, ni usted ni yo podemos menospreciar la experiencia de los políticos del PRI, pericia puesta a prueba en varias formas. La más negativa: el comportamiento de sus mandatarios, chambones unos y corruptos otros.
Desde 1929, los primeros integrantes del ahora PRI concibieron la forma de impulsar la presencia de la oposición. Fue una actitud que respondía a la propuesta del presidente Plutarco Elías Calles, quien en su último informe bocetó lo que sería el desarrollo democrático de México: don Plutarco dijo ante diputados y senadores que el Congreso de la Unión se vería fortalecido cuando en sus curules estuvieran representadas las minorías políticas. Éste fue, de hecho, el principio de la democratización nacional, proceso que —como usted bien sabe— se tardó algunos años debido a los intereses de unos cuantos y a la inexperiencia de los partidos de oposición. Vaya, incluso los priistas tuvieron que dedicarse a legislar las diputaciones de partido con la idea de legitimar las futuras elecciones haciéndolas más competidas. Hasta José López Portillo (único candidato durante el proceso que lo entronizó) se dio cuenta de esa necesidad.
Tal apertura dio pie a la aparición de diferentes expresiones políticas y además coincidió con la actitud del pueblo, postura que en 1994 la revista The Economist definió con cruel precisión en tres frases lapidarias: los electores odian al gobierno, odian a sus senadores, odian a sus diputados.
Es obvio que el rechazo apuntado fue debidamente capitalizado por el PAN y el PRD, principalmente. Y que estos partidos ofrecían (y lo siguen ofreciendo) la solución de todos los problemas nacionales basándose en un discurso que criticaba (y critica) las décadas de corrupción y de inequidad que —dicen— propició el partido en el poder.
Era, pues, una inercia irrefrenable. Había que diseñar un antídoto efectivo, además de impulsar la necesaria y urgente democratización interna (el buen juez —dice el refrán— por su casa empieza). Así fue como el PRI inició su cambio y, con él, la posibilidad de conservar el control político de la nación.
Quizá hubo quienes no querían darse cuenta de su urgencia. Sin embargo, los tecnócratas ya encariñados con el poder dedicaron su tiempo y esfuerzo a elaborar prospectivas con base en el comportamiento social de este y fecundos países del orbe (si la globalización no enseña, cuando menos previene). E intuyo que de los resultados obtenidos nació la necesidad de vender otra imagen que permitiera al PRI ocupar el espacio donde se mueve la oposición.
El presidente Ernesto Zedillo se cortó el dedo. Tres exgobernadores se apuntaron. “El brother” de las obscenas señales le entró al equilibrio del póker de ases. Y al partidazo no le quedó de otra más que abrir sus puertas a la modernidad política: cuatro precandidatos y toda la parafernalia se organizaron para quitarle las banderas a Vicente Fox y cerrar las puertas a Cuauhtémoc Cárdenas. Era el momento de aprovechar la magia de la comunicación, ahora convertida en una pócima o hechizo que se denomina “mercadotecnia política”.
Surgieron así cuatro promotores del voto priista. Uno de ellos, el tabasqueño, dedicado a jalar el voto de castigo que antes pertenecía al partido del sol azteca. El otro, el poblano, empeñado en tranquilizar a la clase política sobreviviente del Jurásico. Roque, entusiasmado de rescatar el prestigio de la ideología del PRI. Y Francisco Labastida, preparándose a cosechar lo bueno que sus congéneres dicen estar sembrando.
¿Quién ganará y acaso el que gane logrará triunfar en las elecciones constitucionales?
Esa es otra historia…