Puebla, el rostro olvidado (Gobernador con alas)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

GOBERNADOR CON ALAS

Al empezar su mandato, el gobernador Bartlett supo lo que era amar a Dios en tierra de indios.

Venía de ejercer el poder casi absoluto (era total cuando el presidente De la Madrid se lo delegaba). Y de repente descubrió que los desarrapados le faltaban al respeto.

Su primer encontronazo con la realidad ocurrió en Izúcar de Matamoros. Y en esa “tierra caliente del sur, de noches de obsidiana traslúcida” (no caliente como Tabasco), le dieron sus primeras “nalgadas” como gobernador.

La turba de matamorenses, indignada por el escamoteo de su alcaldía, llegó por accidente hacia donde se encontraba su helicóptero. Como no habían podido pasar al centro de Izúcar para tratar de comunicarse con el mandatario, decidieron esperar a que éste llegara a la nave. Los policías se asustaron y por radio pidieron refuerzos. En lugar de uniformados, acudió la tripulación y el coordinador de giras.

–Vámonos –ordenó Álvarez a los pilotos.

–No podemos, señor, hasta que funcionen las dos turbinas –contestó uno de ellos.

–¡Apúrate! Estos tipos nos van a linchar.

Asustado, el capitán hizo el intento de levantar el helicóptero. Entonces, alguno de los manifestantes se colgó del patín de la nave. Hubo una maniobra para virar el aparato. La cola le pegó a dos jóvenes, quienes, antes de reponerse del golpe, vieron sorprendidos cómo chocaba con una lona la parte trasera de la nave. Allí quedó el helicóptero, ladeado y tosiendo cual moribundo a punto de estirar la pata. Entonces, en una reacción, la turba empezó a lanzar piedras, como queriendo rematar a la gran bestia voladora que había querido devorarlos.

Ese mismo día llegó la noticia al mundo:

“Helicóptero derribado a pedradas”

“Se cayó el gobernador de Puebla”

El recién estrenado mandatario no podía creerlo. Mientras se le bajaba el coraje, la judicial actuó con eficacia y prontitud: detuvo a los que habían “derribado a pedradas” el aparato. Uno, anciano y casi paralítico; otro, semiciego y con ochenta años encima; una señora artrítica; y algunos jóvenes más que miraron feo a los policías. Todos fueron consignados y encarcelados por daño en propiedad ajena (helicóptero, millas y dignidad) e intento de homicidio tumultuario. Los detenidos estuvieron en la cárcel hasta que el seguro pagó la póliza, después de “comprobar” que el aparato no había caído por error de pilotaje, que fue la verdadera causa del accidente. Lo de las pedradas: una justificación para cobrar el seguro, validada con el proceso penal contra los vándalos.

Como si lo de Izúcar de Matamoros fuese un mal presagio, durante años Bartlett tuvo que luchar contra el rechazo de los poblanos, que, afectados en su patrimonio o dolidos por lo que consideraban un atentado contra el Centro Histórico, protestaron contra el Programa Angelópolis. Según ellos, ocasionaría daños irreparables a la ciudad de Puebla. Los gritos y sombrerazos propiciaron que se suspendiera el ambicioso proyecto de hacer navegable el otrora río San Francisco, construyendo una réplica del paseo de San Antonio, Texas.

A este tenor respondió la clase patronal. Traía clavado el rejón del piñaolayismo. Deseaba desquitarse de los agravios en su contra, una parte de ellos facturados por el gobierno del estado y la otra proveniente de la alta burocracia nacional. Latrocinios, corrupción, persecución fiscal, inseguridad, impunidad de los poderosos; crímenes políticos, represión y fraudes electorales. Contra esa corriente empezó a nadar quien llegara a Puebla con un costal lleno de lauros y una que otra etiqueta policiaca de dudosa procedencia.

Al fin experto en el arte de deshacer entuertos, Bartlett tuvo que “tragar camote” y resignarse a empezar un trabajo que, según él, ya casi había terminado. Puebla era el trampolín que se le estaba poniendo difícil. Se le complicaba así el impulso definitivo hacia escenarios públicos mucho más interesantes que la entidad gobernada. Y para acabarla de amolar, el juicio de los mexicanos contra Carlos Salinas le obligó a cambiar de estrategia.

Continuó con el Programa Angelópolis con dos que tres variantes que trataron de calmar a la canalla. Una de las “soluciones mágicas” se apoyó en la incorporación de varios empresarios en cobrarse los agravios… pero en efectivo. Ellos y otros más se agruparon con el objeto de constituir un consorcio para la construcción que se hizo cargo del Periférico Ecológico y de otras obras de menor envergadura. La inusitada unidad de este sector de poblanos difíciles permitió al gobernante omitir las minucias de la ley relativas a la obligatoriedad de concursar las obras.

En esas andaba cuando, entre los idilios y filtros, aparecieron los mandobles y las traiciones. Bastó que el PAN postulara a un comerciante como candidato a la Alcaldía de Puebla (obviamente recomendado por el sector patronal angelopolitano), para que las aguas tranquilas se agitaran al extremo de hacer naufragar acuerdos, negocios, contratos, intereses, amistades, promesas, pactos de caballeros, etcétera. El asunto se agravó cuando Gabriel Hinojosa Rivero ganó las elecciones.

Esa desagradable sorpresa para el gobernador del estado, más las de Atlixco, Tehuacán, Huejotzingo, San Martín y las Cholulas (la columna vertical de Puebla) activaron la inteligencia política de don Manuel. Fue entonces cuando, como ya lo comenté, el Poder Ejecutivo echó a caminar un proyecto alterno destinado a reestructurar la administración pública. Digamos que reinventó –para administrativamente mejorar, que conste– los candados que en su tiempo impuso Maximino Ávila Camacho, quien primero presionaba a sus antagónicos y, si éstos no entendían el mensaje, los enviaba al otro mundo.

El ayuntamiento de Puebla decreció al castigo y su alcalde empezó a quejarse como la Llorona (el que no chilla no mama, dice un refrán campirano). Además de lograr sus objetivos económicos, “esas tiradas al suelo”, acompañadas de salidas a la calle “dando voces, publicando la alevosía y traición que se le había hecho” (don Quijote dixit), intentó llevar agua al molino electoral panista. Para la desventura blanquiazul, los artificios y las razones fueron opacados por los rayos del Sol Azteca. Como ya quedó asentado, el voto de castigo se desvió para, en lugar del PAN, favorecer al PRD y, en consecuencia, darle el triunfo al PRI.

La suerte estuvo del lado del exsecretario de Gobernación y de Educación Pública. En algo parecido a una demostración de afecto y solidaridad de excorreligionario, de manera inconsciente, pues –casuista, dirían los teólogos–, Cuauhtémoc Cárdenas atrajo los votos ahora del PAN.

El efecto Cuauhtémoc también puso a funcionar en Puebla (y en otras entidades) la ley del péndulo, bamboleo electoral que, a partir de 1995, empezó a reflejar las preferencias de los electores. Esto nos indica que ahora, para ganar elecciones, ya no influirá como antes la organización u oferta de un partido político. La sociedad se inclinará por quien le garantice un cambio justo, bajo las siguientes expectativas:

Después del desorden, buscará la disciplina social.

Después de la corrupción, votará por quien le ofrezca honestidad.

Después del libertinaje, querrá una autoridad fuerte, seria y consistente.

Después de la abulia gubernativa, estará de acuerdo en que la acción y el entusiasmo caractericen al gobierno.

Después de la tormenta, anhelará la paz.

Bartlett impuso un gobierno de acción –a veces tormentoso– basado en una retórica defensiva y ofensiva; una autoridad fuerte para que no se le subieran a las barbas; una disciplina económica diseñada para evitar dispendios y cerrar los huecos porque dan cabida a las dudas sobre la honestidad del funcionario público. Sin embargo, no logró conquistar a los poblanos, debido a que se mantuvo, si no aislado, cuando menos reticente a convivir con ellos (no es lo mismo visitarlos en plan de trabajo como el gran jefe que todo lo puede, que integrarse y comprender sus problemas como si fuese un ciudadano más). La soledad familiar (su esposa nunca vivió en Puebla) le hizo parecer poco menos que un ermitaño. Y, por el desarraigo del equipo de confianza (¡Chucho, Jaime, Chema, etc.!), dio la impresión de menospreciar la capacidad e inteligencia de los de casa. Lo mismo hicieron Mariano Piña Olaya, Rafael Moreno Valle y Antonio Nava Castillo, por sólo citar tres gobernadores de Puebla.

Alejandro C. Manjarrez