CULTO A LA PERSONALIDAD
Echemos un vistazo al comportamiento y posición política de aquellos estadistas y gobernantes que en buena medida manejaron el poder con el ánimo de rendir culto a su personalidad.
El primero (y de ahí surge la frase “culto a la personalidad “) fue José Stalin, a quien nadie podía criticar, increpar o rebatir. Un ser cuya voluntad se convirtió en ley suprema. Los que pudieron criticarlo y sobrevivir, es porque lo hicieron tres años después de que el dictador había muerto. León Trotski, el rival político-ideológico que había logrado escapar a la purga cruel y vengativa del dictador, fue perseguido hasta que en México cayó asesinado por un sicario del líder soviético. Lo mató Jacques Mornard clavándole un piolet en la cabeza.
Después aparecieron Mussolini, Hitler, Franco, Trujillo, Mao Tse-Tung , Idi Amin, Bokassa, Mobutu, Duvalier, Ferdinand Marcos y Hussein. Todos rodeados de una parafernalia ampulosa y ridícula. Por ejemplo la efigie de Francisco Franco Bahamonde (“Generalísimo de los Ejércitos, Supremo Caudillo del Movimiento, Jefe de la Cruzada, Autor de la Era Histórica donde España adquiere las Posibilidades de Realizar su Destino”) aparecía hasta en la sopa. Timbres, monedas, botones, estampitas y carteles llevaban la leyenda “Caudillo de España por la gracia de Dios”.
Otro ejemplo del absurdo es el de Rafael Leónidas Trujillo Molina, quien se hacía llamar “Generalísimo y Doctor Benefactor de la Patria Nueva”. A su madre la nombraron “Matrona de Vientre Privilegiado”. La calle principal de todas las ciudades también llevaba su nombre. Y la capital de la República Dominicana fue denominada Ciudad Trujillo.
La megalomanía de Jean Bedel Bokassa tiene un apartado especial en la historia de la estupidez humana. El hombre gobernó la República Centroafricana durante catorce años. Y lo hizo entre la sangre y el dolor que ocasionaron los crímenes, el canibalismo y la crueldad demencial, actitudes que caracterizaron su dictadura. Se auto declaró apóstol y santo; tuvo 17 mujeres y 55 hijos. Fue admirador de Napoleón Bonaparte. Se hizo emperador en medio de un boato de gran corzo, con capa de armiño y una águila imperial detrás, ceremonia realizada al ritmo de los acordes de la música de Mozart y el redoble de los tambores.
Joséph Mobutu Désiré, no se queda atrás. Estuvo 37 años en el poder omnímodo y brutal. En Zaire, su divisa aparece en cualquier lugar disponible. El largo nombre de mariscal “Mobutu Sese Seko Nkuku Ngbendu wa Za Banga, que significa “el todopoderoso guerrero que gracias a su resistencia e inflexible voluntad de vencer irá de conquista en conquista dejando tras de sí una Estela de Fuego”, es corto comparado con la extensión de la fila que forma su guardia pretoriana (quince mil soldados) de la División Especial Presidencial (cuerpo de élite entrenado por agentes israelíes. Y aunque su fortuna es menor a la de Carlos Salinas de Gortari (sólo 400 millones de dólares), bebía champaña francesa en copas de Bohemia, y comía langosta servida en vajilla de Limoges. Y si tenía ganas de cenar en el Lido o en el Ritz de París, arrendaba un Concorde de Air France.
El padre de todos los cultos a la personalidad podría ser el controvertido Sadam Hussein. Puso al mundo al borde de la tercera guerra. Gustaba que sus paisanos lo vieran en todas partes. Y para dejar bien grabada su imagen de dictador, día y noche la televisión y la radio transmitían sus fanáticos mensajes. En 1995 convocó a un plebiscito para que su pueblo decidiera si continuaba o no en el poder. Después de la consulta, la autoridad electoral informó que el 99.96 por ciento de los ciudadanos dijeron “sí”. Y que sólo tres mil 52 de los ocho millones 375 560 votantes, sufragaron por “no”. Vladimir Zhirinovsky, observador en el proceso electoral, fue el Patiño de aquella patraña: en la televisión y vestido de beduino, el ruso declaró que “el plebiscito fue una muestra de ejercicio democrático que no existe en otros países”.
Tenemos, pues, que el “culto a la personalidad” resulta una expresión de gente enferma de poder o que padece severos conflictos existenciales. Es parte del ser de algunos individuos cuya existencia ofende a la raza humana.
En México también los hemos padecido. Por ejemplo Antonio López de Santana que se hacía llamar “Su ilustrísima”; Arnulfo R. Gómez, el general que en una de las paredes de su despacho colgó la máxima Romana “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”; y Victoriano Huerta, “El Chacal”, cuya pasión por el poder le impulsó a matar al presidente Madero y al Vicepresidente José María Pino Suárez.
Vemos pues, que “también en San Juan hace aire”, porque los mexicanos hemos tenido personajes que, como los extranjeros mencionados viven o vivieron para rendir pleitesía a su personalidad. Vaya, hasta podemos decir que uno de ellos desprestigio al poder; me refiero al pícaro expresidente Salinas, cuya megalomanía acaparó una buena parte de las ondas hertzianas y mucho del tiempo de la pantalla de cristal.
¿Y en Puebla?
Bueno, en la historia moderna de nuestra entidad aparece Maximino Ávila Camacho como el gobernante más dado al ejercicio del culto a la personalidad: tuvo algo de la vocación del tal Bocassa, de las inclinaciones de don Leónidas y de las características pretorianas y exquisitez culinaria de Joséph Mobutu. Después de él, nadie tan espectacular.
Guillermo Jiménez Morales no cantó mal las rancheras. Su entusiasmo por proyectarse al escenario nacional le indujo a exagerar el manejo de su presencia pública, abuso que, habrá que reconocerlo, a él le produjo excelentes resultados. Pero a Puebla no le sirvió de nada.
Como antítesis del culto a la personalidad aparece Mariana Piña Olaya. La razón es que el caballero prefirió que otro moviera los hilos del gobierno, mientras que él se dedicaba a producir dinero, a realizar buenos negocios pues.
Estuvo tan reacio a manejar su imagen, que antes de tiempo los gobernados le perdieron el respeto. Y ello ocurrió cuando supuestamente, don Mariano estaba en la cúspide del ejercicio gubernamental.
Manuel Bartlett es otro cantar:
Desde que arribó a la entidad llegó con las mejores recomendaciones, avaladas por la experiencia de haber sido secretario de Gobernación y precandidato a la presidencia que, para la desgracia de México, quedó en manos de Carlos Salinas de Gortari. Al principio de su gobierno se negó a mover las aguas de la promoción pública: prefirió agazaparse como lo hacen las fieras que esperan a su presa.
– ¿Y por qué no promueve su obra de gobierno?, le pregunté en alguna ocasión.
–No me interesa lo que digan de mí. Con el tiempo, el trabajo y la obra pública de mi gobierno saldrá a relucir– me contestó seguro y confiado.
Pero Jiménez Morales, que casi no hizo nada, sí se promocionó y ya ve usted lo bien que le fue…
Bueno. Él gastó mucho dinero para hacerse publicidad me reviró–. Y ya ve usted, de nada o de poco le ha servido. No. Yo prefiero invertir en el Angelópolis que es un proyecto muy importante.
Después de algunos meses el hombre cambió de actitud. En primer lugar decidió contestar los infundios promovidos por la DEA, para, en segundo término, poner a funcionar un extraordinario plan de difusión de su imagen: entrevistas con los diferentes medios de comunicación (prensa, radio, y televisión), y declaraciones o respuestas epistolares. Puso a trabajar, pues, a un selecto grupo de intelectuales y comunicadores cuya misión fue proyectarlo como la alternativa idónea para suceder a Ernesto Zedillo. Los argumentos utilizados trataban de establecer que Manuel Bartlett tenía la consistencia ideológica y la capacidad política para gobernar el país en los albores del siglo XXI. Pero quizá no tomaron en cuenta que la nueva generación de tecnócratas se opondría a esa posibilidad debido a que desde el principio lo vieron como una amenaza para el proyecto generacional y de grupo, proyecto qué empezó a funcionar con el arribo al poder de Carlos Salinas de Gortari. Y ese grupo fue el primero en oponerse a la posibilidad política que Bartlett y equipo concibieron poco después de la intentona de 1987.
Como había que gastar (o invertir) más dinero que el asignado por Jiménez Morales a su proyecto político personal, don Manuel ingresó al club de culto a la personalidad. Ya adentro tuvo que adoptar un esquema propagandístico diseñado exprofeso para difundir sus cualidades y capacidades. Y no precisamente con las ideas egocéntricas de Franco, Trujillo, Mao, Idi Amin, Mobutu, Bokasa, Hussein o Ávila Camacho. De ninguna manera. Simplemente aprovecho las heridas abiertas por los “baby-boomers” mexicanos, para exhibir su parafernalia profesional, burocrática y política. Y con esas cartas de recomendación, intentó ponerse a la cabeza de los aspirantes a suceder a Ernesto Zedillo. Es obvio que lo hizo consciente de que se metía al “darwinismo político “, es decir, a la lucha feroz por el poder, ambiente en el que para permanecer activo, hay que tener facultades camaleónicas que permitan adaptarse a cualquier situación por muy áspera y difícil que resulte.