“Una cosa piensa el burro y otra el que lo va arriando”
Se acercaba el día de la elección y la docena de encuestas depositadas sobre mi mesa de trabajo coincidían en que yo tenía el triunfo asegurado. Tres a uno fue la lectura demoscópica, información corroboraba por los “retratos del día”, producto de ese tipo de sondeos.
La golondrinas
“Se han cubierto todas las casillas, candidato. En cada una habrá dos o tres de nuestros alquimistas, por aquello de las dudas —arguyó el especialista en el manejo electoral—. Los grupos de expertos ya cuentan con su material para garantizar que no se pierda ningún distrito y que algunos ayuntamientos sean democráticamente distribuidos entre los partidos de oposición. Además tenemos el apoyo de especialistas en cibernética que, por aquello de las tendencias negativas, retardarían el flujo de la información del sistema de cómputo. Ya diseñaron el algoritmo”.
La última frase —que por cierto no entendí del todo por mi atraso tecnológico— me recordó al habilidoso y culto legislador que mandó al periodo prehispánico el viejo y sobado tema de la caída del sistema: “Sólo los arqueólogos recuerdan esa etapa”, dijo a uno de sus entrevistadores.
En fin, estaba yo feliz hasta que revisé la hoja que detallaba los requerimientos de dinero, rubros justificados con datos y cifras electorales. Me asusté. El gasto representaba diez veces más que la cuota exigida por Odilón. “¡Pero si el candidato del pan está jodido! El tipo es una mala copia del gobernador que nos sorprendió al unir el agua con el aceite para darle en la madre a los partidos políticos”, protesté ante el equipo de campaña. Fue en aquel momento cuando Mary, la coordinadora, soltó los hechos que suelen naufragar en el mar de la soberbia:
—Todos dicen que eres el candidato del Presidente Cordero; que fuiste producto del dedazo. Por eso y para acallar esas voces críticas, sólo el dinero garantizará, no tu triunfo en las urnas que es seguro, sino tu legitimidad que va de la mano del prestigio presidencial. Además no pierdas de vista la elección que ganó el pan asistido por la izquierda, como tú la calificas, convenenciera y confundida.
— ¿Y de dónde carajos sacamos tanto pinche dinero? —cuestioné nada más para musicalizar los oídos de los emisarios del mandatario en funciones, personeros que ahí estaban atentos y prestos a informar a su jefe sobre los extras que había que invertir. (Mi antecesor tomó la sabia decisión de congraciarse conmigo para salir bien librado del reclamo popular por las pendejadas que habían cometido varios de sus colaboradores, errores que la plebe o prole le atribuyeron debido a la megalomanía que lo hizo vulnerable).
—Sé de buena fuente que el gobernador ordenó a su secretario de Finanzas que lo apoye —secundó el encargado del manejo electoral.
¡Ah qué tiempos aquellos!
Gané. Mi triunfo, que por cierto fue aplastante e irrebatible, me dio la legitimidad que la prensa política amarillista se había preparado a negar valiéndose del escándalo. Además recuperé para el pri la plaza dos veces perdida, la primera debido a la arrogancia del gobernante, y la segunda por la corrupción del camarada mandatario que no tuvo madre ni empacho para llevarse hasta el mecate.
Una vez validado el triunfo que me hizo titular del poder Ejecutivo, busqué a mi rival del pan. Él creyó que me ganaría porque fue candidato de los partidos comparsa. Públicamente lo invité a ser parte de mi gabinete ofreciéndole la posición que más le cuadrara. Estaba cierto que por orgullo no aceptaría mi propuesta no obstante la opinión y presiones del grupo de empresarios que lo apoyó, mismos que, como siempre ocurre, esperaban recuperar lo que habían invertido una vez que su candidato llegara a la gubernatura. Pero perdió y tuvieron que conformarse con la promesa que hice poniéndome la careta del demócrata que todos los políticos llevamos bajo la manga, para lo que se ofrezca. Argüí: “Gobernaré sin distingos de partido ni de ideologías o intereses políticos”. El mensaje les valió un soberano cacahuate porque, en muchos casos, ya habían drenado las finanzas públicas valiéndose de la horrorosa figura de los pps (Proyectos para la Prestación de Servicios), que no es otra cosa que la forma sofisticada para darle la vuelta a los privilegios para los amigos cuya inversión se multiplica gracias a las bondades de la ubre gubernamental. Lo malo es que con este sistema financiero adecuado para negocios millonarios, se redujo mi presupuesto y por ende las oportunidades de inversión pública directa.
Robustecí el impacto de mi intención plural y democrática el día en que presenté a la prensa a mis colaboradores, horas antes del cambio de poderes. Todo marcó conforme a lo planeado hasta que intervino el corresponsal de uno de los periódicos chicanos que cubrieron la elección para mantener informados a los ciudadanos poblanos residentes en Estados Unidos:
—Como se dice aquí en México —expuso el periodista en un español champurreado—: su gabinete está formado con colaboradores de chile de dulce y de mole. ¿Podría decirme las razones de tan insólita decisión?
Escuché la pregunta con la satisfacción de tener preparada la respuesta. Hice algunos movimientos como el pasar la mano sobre mi cabello, mirar a los periodistas y escudriñar sus reacciones mostrándome como un iluminado (la verdad es que estaba deslumbrado por los reflectores de la televisión). Mi imagen se parecía a la del triunfador que llega al poder decidido a escribir una nueva historia de éxito. Pensé la respuesta para, calmo y con voz firme, decir aprovechando la confusión semántica-culinaria del paisano naturalizado gringo (el cual cambió mole por manteca), estilo que parecía escapado de la pluma de Laura Esquivel.
—Sin que mi decisión contenga los elementos de ese gran platillo mexicano como son los tamales de chile, de dulce y de mole, de acuerdo con lo que comentaste, he integrado a profesionistas que representan a la sociedad civil, a la riqueza cultural que tiene similitudes con la cocina mexicana. Esto porque somos producto del sincretismo que influye en todo, incluso en el estilo de hacer política. Tendré el apoyo y orientación de cada uno de ellos para hacer de mi gobierno una administración eficiente y transparente. La contribución de este mosaico de especialistas dejará como una simple referencia negativa aquella vieja costumbre que hizo las veces de lastre al desarrollo de la entidad. Bien lo dijo un sabio político: el que gobierna con camarillas está destinado al fracaso. Por eso en mi gabinete, en vez de socios, cómplices o cofrades, hay hombres y mujeres cuya vocación social está en concordancia con la responsabilidad y la ética que deben ostentar los servidores públicos.
Vaya rollo. Ya no tuve que agregar que rescataría del fango la reputación de un partido herido de muerte debido a las puñaladas que le dio el político más desprestigiado de la historia moderna de Puebla, precisamente por gobernar con una camarilla. Tampoco mencioné al otro gobernador que desde que arribó al poder lo hizo acompañado de sus amigotes autorizados para hacerse millonarios y, al grito de “es tiempo de las vacas gordas”, ordeñar las arcas públicas cuidándose, eso sí, de no caer en ilícitos. ¿Cómo? Pues con la puesta en práctica de una de las máximas de Porfirio Díaz, misma que se volvió regla: “Haz obra que algo sobra”. Omití el nombre de mi antecesor que llegó al poder poblano sintiéndose parte del Olimpo nacional e internacional y, en consecuencia, elegido para ocupar la presidencia de México. Era lo menos que podía hacer para reciprocar su apoyo económico, dinero surgido de la penumbra que fabrican o negocian los expertos en finanzas públicas.
— ¿Meterá Usted a la cárcel a los corruptos del gobierno pasado? —me sorprendió Aquiles Jodo (así le decían sus compañeros), el reportero del periódico digital más crítico de la región, estilo que iba de acuerdo con sus sombríos ropajes estrambóticos y su larga melena negro azabache.
Lo que dijera yo, un sí, un no, un tal vez o un depende, propiciaría más preguntas cuyas respuestas serían altamente comprometedoras. Mary me llamó con los ojos y al verla recordé alguna de sus recomendaciones: “Nunca te comprometas. Si tu respuesta puede traer consecuencias graves para quien sea, adelántate, antepón la anécdota antes de cortar de tajo tu conferencia, rueda de prensa o entrevista. Improvisa. Sorprende”. El cuchicheo iba en aumento y tuve que levantar la voz para hacerme oír.
— ¡Gracias por su atención! —Grite— Antes de responder la pregunta de su compañero, les anticipo que será la última de esta tanda. Si alguno de ustedes tiene dudas qué manifestar, éstas le serán aclaradas por mi vocero que en este momento y ante ustedes voy a designar: la doctora María de la Hoz… Bueno si ella acepta el cargo ya que aún no le he preguntado si quiere integrarse a mi gabinete.
Se hizo otro barullo y la doctora me miró con ojos de mentada de madre. Sonrió. Caminó hacia donde estaba el micrófono. Vio a los periodistas, hombres y mujeres, quienes se quedaron pasmados ante su belleza cubierta con un vestido rojo, color que enmarcaba su andar gitano. Aspiró profundo para de su hermoso pecho sacar el tono de voz que sacudía libidos: sus palabras se conectaron con su cautivadora sonrisa:
—Muchas gracias —dijo—. Es un honor colaborar con mi maestro Herminio Benito de la Cruz y Tlacuilo. Ahora bien, respecto a las dudas que me corresponderá aclarar, les ruego que me den tiempo. Lo haré después de tomar posesión del cargo y rendir la protesta de ley. Mientras eso ocurre, el gobernador contestará la pregunta de su colega, la última. Gracias —repitió sonriendo e hizo una suave reverencia.
Medio me asusté por los rostros de aquellos reporteros que contra su voluntad habían quitado la vista del bello cuerpo de Mary para voltear a verme como robots: todos al mismo tiempo me lanzaron sus miradas inquisidoras. Pude percibir algunas caras a contraluz y otras clareadas por las lámparas. Los miré y me vino a la mente el chacaleo que hizo de cierto gobernador la víctima de la entrevista banquetera recurrente. Fue cuando me pareció oír a mi daimon: “Trátalos con cariño sin caer en su juego —me dijo—; ponles la zanahoria y cuando la muerdan échate a correr”.
—Le agradezco doctora —articulé después de tragar saliva. E improvisé—: Hago constar en este foro o rueda de prensa, que la invitación que hice a la doctora De la Hoz formaba parte de lo que será mi próximo acuerdo con el equipo de trabajo. Pero ya que se presentó esta oportunidad la he aprovechado para que ustedes den fe de que iniciamos el mandato en un ambiente de absoluta transparencia. —Conté en la mente siete segundos en silencio y proseguí—. Ahora, señores y señoritas o señoras, depende de su estado civil, nada más —jugué—, respondo la duda de su compañero periodista quien, según percibo, comparte la misma inquietud de ustedes, profesionales todos del oficio, algunos en su papel de quijotes que buscan la verdad —esta última frase gustó porque varios se mostraron complacidos y otros maliciosos, socarrones—. La siguiente es una historia que cada uno interpretará de acuerdo con sus pesquisas que, estoy convencido, en muchos casos podrán ampliar la información del gobierno.
Volví a valerme de la estrategia del silencio de acuerdo con las recomendaciones del especialista en comunicación corporal que me recomendó Mary, un individuo pelado a rape porque —me lo había confiado la doctora— quería parecerse a James Carville, asesor de Bill Clinton durante la candidatura presidencial, además de coordinador de su “Cuarto de Guerra”. Ante la expectación natural en esos momentos de aparente duda, empecé mi relato:
—Luis Cabrera Lobato, periodista, político, ideólogo y diputado federal poblano, asistía a la comparecencia de uno de los secretarios del gabinete presidencial. Escuchaba atento la explicación sobre el origen y destino de los recursos públicos hasta que molesto con tantas mentiras decidió increparlo: “¡Es usted un corrupto!”, gritó colérico debido a que le habían enterado de los negocios turbios del compareciente. Sorprendido, el receptor del mensaje espetó molesto: “¡Demuéstrelo! ¡Compruébelo!”
“Cabrera esperó tranquilo a que se extinguiera el eco de la estridencia y el murmullo de sus compañeros. Cuando el silencio enmarcó la expectación de los legisladores, nuestro paisano señaló con su dedo flamígero al destinatario de sus frases antes de decir con voz vigorosa, fuerte: “¡Señor Secretario: lo acuso de corrupto y ratero, no de pendejo!”.
Las risas de los reporteros me dieron oportunidad de resolver aquel embrollo. Levanté mi mano en señal de despedida y salí como alma que lleva el diablo.
Ya estaba hecho el trabajo. Los periodistas echaron a volar la imaginación para especular a quién o a quiénes había dedicado mi relato, si eran o no corruptos o si se habían pasado de pendejos. Obviamente pensaron en los que acababan de dejar el cargo, varios de ellos eficaces operadores de la máxima política que reza: “Aquel que no salpica se seca”.
La daga de piedra verde
Al llegar al nuevo despacho del gobernador, por cierto remodelado por uno de los decoradores del presidente Cordero (el tipo cobró a mi gobierno como si la oficina fuera el Palacio de Versalles), encontré a una María de la Hoz increíblemente transformada. Se había sentado en el sillón réplica del que usaba el Presidente para descansar y meditar (él me lo obsequió como presente al nuevo gobernador y lo tomé como si fuese un alentador mensaje). A su lado había un florero con rosas lilas. Las flores parecían haber caído del cuadro cuyos matices daban luz a ese rincón que antes había servido como closet o archivero. La vi y ya no era una dama sino una bella bruja dispuesta a convertirme en sapo. Tenía en sus manos un cuchillo de piedra verde cuya empuñadura formaba el corazón azteca que inspiró a Salvador de Madariaga. Creí que al acercarme me lo clavaría en donde cayera, si es que no le atinaba a mis testículos.
— ¿Estás molesta? —pregunté por instinto.
—Más que eso. Me siento utilizada y por ello defraudada por uno de mis mejores amigos —dijo aguantándose las ganas de llorar o de matarme. Me preocupó el mensaje que brotaba de sus ojos “de mirar airado”, lubricados por un mar de lágrimas a punto de rodar por las mejillas.
—Perdóname Mary. No me quedó de otra. De alguna manera seguí tus consejos e improvisé. Pero si tú quieres hoy mismo declaro que no aceptaste el cargo por asuntos de carácter familiar, o lo que tú quieras.
—Ése es el problema, Benito —protestó dándole énfasis a las sílabas de mi segundo nombre—. Debo aceptarlo porque de lo contrario tu proyecto político se vendría abajo y le daríamos en la madre a todo lo que hemos hecho y planeado. Mi trabajo de meses quedaría sepultado por esta boñiga que es la política. Así que ni modo: tendrás una vocera que estará sobre ti para que no te vuelvas a equivocar. ¿Cómo la ves, Gobernador? —me preguntó sin bajar el tono de su voz ni la altivez con la que había acompañado a su ceñudo reclamo.
—Bien y del carajo —respondí sin mostrar el entusiasmo que me produjo su decisión—. Bien porque eres mi conciencia y serás mi mano derecha. Y del carajo porque se te nota indignada y dispuesta a llevar a cabo una especie de venganza...
Volteó a ver la daga de piedra verde y sonrió. La analizó como pudo haberlo hecho cualquier arqueólogo o criptólogo dispuesto a descifrar algún símbolo o código oculto en los glifos que decoraban la pieza. “Húndase en el pecho”, pudo haber escrito el artista que talló esa pieza de jade brillante, inspirándose en “la voz quebrada del viento”, en la “luna de sal derritiéndose en un horizonte de sangre” (Domingo Acevedo, dixit).
—No te preocupes Herminio. Vivirás y sufrirás a esta tu nueva lapa. A partir de hoy estaré a tu lado para que, como tú lo dirías, no riegues el tepache. Así que mañana me tomas la protesta y ordenas a tu secretario de Finanzas que me compre la mejor casa en el fraccionamiento La Vista, donde, según me han dicho, además de gente decente, viven algunos ex funcionarios que dejaron secas las arcas del gobierno. ¡Ah! Y te pido un favor: deja de mirarme las nalgas, cuando menos en público.
“Ya me descubrió pero en su dicho va implícita la autorización”, pensé antes de decir lo que atentaría contra mi calidad de macho validada por el saludable y vivificante efecto de sus feromonas:
—Haré el esfuerzo Doctora. No te preocupes. Será una zona vedada mientras nuestra intención sea la de hacer historia. Nada más en público, que conste. —Antes de escuchar su respuesta a mi observación cínica le pregunté—: Y a propósito: ¿por qué rompiste la regla de hablarme de usted?
—Para que haya mejor comunicación, casi entre iguales. Y perdón que cambie el tema pero te tengo una buena noticia —adelantó mañosa—: mañana empezaré el proyecto que planeamos lo cual me lleva a pedirte que ordenes se me dé acceso al presupuesto. —Antes de mi esperado respingo agregó sin tomar aliento—. Además es importante que digas a tus colaboradores que actuaré con independencia; es decir, sin testigos ni firmas ni trámites burocráticos. Quiero evitar las indiscreciones que pongan en entredicho lo que haré para mejorar la investigación preventiva. Sólo tú y yo lo sabremos. Mi primera acción será adquirir una propiedad ubicada en algún lugar discreto; después tienes que aprobarme el proyecto arquitectónico de lo que será el edificio inteligente. Y una vez definido el tiempo de construcción y el costo de la obra, someteré a tu consideración el personal que debemos contratar. Todo ello, insisto, en la secrecía más celosa que hayamos vivido. ¿Está bien? —Preguntó amable.
Tuve que esforzarme en escuchar lo que acabas de leer debido a que mientras Mary hablaba me distrajo su cuerpo y vestimenta, que en esa ocasión combinaron perfecto con las rosas lilas de la decoración y el florido óleo colgado en una de las tres paredes forradas con madera de maple. Lo que nunca se me olvidará fue el marco que, ahora estoy convencido, la doctora De la Hoz debió haber planeado con la intención de lograr lo que venturosamente ocurrió.
—Está bien —acepté resignado y a la vez seguro de que el organismo de marras garantizaría la gobernabilidad alterada por la soberbia de mi antecesor—. Manejaremos este tema con las reservas del caso —dije parco con la intención de ocultar el entusiasmo que a punto estuvo de empujarme hacia ella para estrujarla y besarla—. Nada más toma nota que tendrás que informarme de todo lo que pienses, hagas o dejes de hacer. Me refiero a lo que acabas de plantearme haciendo gala de tu fuelle pulmonar.
Mary asintió mostrándose sumisa ante lo que yo representaba. Supongo que la apené con lo de fuelle pulmonar porque había hablado de corrido sin aceptar que la interrumpiera. La percibí interesada en aminorar el efecto de sus frases digamos que asertivas. Pero también convencida de que su belleza y carisma serían insuficientes para impedir mis reacciones de todopoderoso. Me conocía bien y por ello decidió cortar la conversación antes de que yo pronunciara algún reclamo incómodo, ya sea por afectivo o por estar articulado con las palabras del poder:
—Con tu permiso, señor Gobernador. Me retiro. Creo que debes reportarte con la licenciada Irene —canturreó en el tono que libra las barreras para que la imagen auditiva llegue directo al corazón—. Me pareció oír que el Presidente quiere que le llames —dijo levantándose del sillón presidencial, como ya lo dije, réplica del sofá donde Emmanuel Cordero se sentaba a conversar con sus invitados—. Consulté tu agenda y mañana a las diez me tomas la protesta. ¿Estás de acuerdo? —Preguntó sin pausas y yo respondí en automático con un “sí” que ella rubricó valiéndose de su voz sensual—: Entonces, adiós, señor Gobernador. No olvides mi petición sobre tu costumbre de mirarme las nalgas —agregó mientras giraba su bello cuerpo para dirigirse a la puerta de salida.
¡Vaya invitación! La miré con detenimiento. Recorrí con la vista cada uno de los vértices de su cuerpo, ángulos que por cierto atraían todo, inclusive la tela de su falda de seda color salmón. El lector tendrá que perdonarme la insistencia en ponderar el trasero de la doctora; lo hago porque jamás he de olvidar el movimiento pausado y perpetuo que —pensé entonces y aún lo creo— Nicollò Paganini hubiese eternizado en una de sus magistrales piezas, igual o mejor a las que compuso ayudado por el diablo.
María dejó su aroma en el despacho. Disfrutándolo recorrí con la vista cada uno de sus intersticios sin saber lo que buscaba. Es extraño pero este ejercicio visual me hizo pensar en las oportunidades que habrían de llegar en los próximos seis años, incluida la obligación de convencer a la sociedad y la posibilidad de acostarme con mi asesora. De manera fugaz analicé las posibilidades que ofrece el poder, entre ellas el conquistar a las mujeres que como María de la Hoz desbordaban belleza y erotismo. Volví la vista al sillón donde Mary había estado sentada y descubrí un pequeño libro empastado en cuero color vino: parecía perdido entre los cojines de piel del mismo tono. Lo revisé. Era de ella y contenía notas personales. El instinto me indujo a colocarlo en uno de los espacios del librero acomodándolo de tal manera que pasara desapercibido. “Cuando ella me pregunte por el libro —planeé— le digo donde está. Mientras le echaré un vistazo para conocer sus secretos”. En esas estaba cuando sonó el timbre del teléfono intercomunicador. Era la secretaria. Me recordó las actividades pendientes. El tiempo había pasado volando. Tenía ya media hora de retraso así que salí como lo hacen los bomberos: quería evitar que el ánimo de los gobernados se incendiara. “Permítame Señor, lo reportaré con la licenciada Irene Walter”, decidió motu proprio la empleada, iniciativa que frenó mi vuelo para aumentar la demora, retrasos que me dieron fama, para unos de trabajador y para otros de informal. Los más benévolos los justificaban dándole importancia a la popularidad que gané saludando de mano a todos los que se me atravesaban, acto éste que así como me energizaba también devoraba el tiempo laboral.