Mujeres

Vida & Sociedad
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A veces me parece estar en un mal sueño, cuando veo el actual desprecio de las mujeres por los hombres, como si nosotras hubiéramos sido esa bruja quemada en la hoguera y tuviéramos enfrente al inquisidor...

Las mujeres no somos diferentes de lo que éramos en otras épocas; tal vez por una cuestión atávica nos hemos quedado atoradas en los cuentos de hadas, esperando un príncipe azul que venga a rescatarnos y que nos proteja como débiles y frágiles mujercitas hermosas que somos. Suena ridículo, lo sé, pero en el fondo todas pensamos igual.

Yo no veo mucha diferencia en una mujer moderna que corre todo el tiempo con tanto trabajo y tan atareada, porque al final, la naturaleza es así, siendo la parte fecunda del asunto, se ejerce la maternidad, aunque a veces trunca, puesto que aunque se quiera, no se tiene el tiempo necesario para poder brindar la calidad de cuidados y compañía que el vínculo madre e hijo requiere.

Sin embargo, ante mis ojos no es distinta la mujer que se encuentra en las zonas montañosas cultivando cafetales, avivando el fogón, haciendo tortillas y salsa molcajeteada, la que se encarga de que funcione la casa ya sea bajo un techo de palma, lámina o teja; a la mujer de la costa que a pesar de que sus palabras tienen una picardía especial, hace exactamente las mismas labores, claro tropicalizadas, a una mujer de ciudad que igualmente trabaja en las labores del hogar.

Todas somos iguales; no es una cuestión de región o de época, puesto que yo entiendo que todas somos hijas de la luna, moviéndonos en ciclos hormonales lunares, que nos hacen estar de mil colores emocionales. Somos las mismas que en la antigüedad fertilizaban los campos con sus danzas envestidas de faldas largas para que en las danzas en círculos la madre tierra conectara su energía fecunda con la de la mujer, en una espiral áurea, de amor entre la madre tierra y sus hijas. Las mismas que cantaban a la luna y pedían encantamientos, que conocían el manejo de las fuerzas de la naturaleza, y lo mismo eran parteras, que brujas. Las de corséts apretados, bustos salientes y pelucas blancas. Las vestidas de hábitos dedicadas al convento y esposas de Dios, monjas misioneras, viajeras, embajadoras de la paz y ángeles terrenos en el auxilio de los más necesitados. Activistas, escritoras, modelos, trovadoras, empresarias, políticas, profesionistas, todas ellas finalmente mujeres.

Tal vez hemos perdido sabiduría y en cambio adquirido conocimiento, pero somos las mismas, las que vibran con una caricia, una voz tierna y un abrazo por cobija. Las que pueden despertar de madrugada y consolar a un niño que llora. Las fuertes en tiempo de tempestad y frágiles, inmensamente frágiles. Las que hemos sufrido, pero también gozado con todos los matices que tiene la vida. Las que podemos reír a carcajadas, divertidas como niñas que juegan juntas a hacer pasteles de lodo.

Pero me parece que esta época es una de desafíos; se trata de poder entender de qué estamos hechas, si somos capaces de sobrepasar el feminismo, si somos capaces de entender que la vida está hecha en la complementariedad con el hombre, porque yo siento que las habas se nos han pasado de tueste, y en esta época pareciera que nos hubieran poseídos las amazonas, y que literalmente nos hubiéramos cercenado un seno para poder utilizar adecuadamente el arco, negando con ello nuestra feminidad, el arte de la sutileza, el encanto de lo suave, lo tierno, lo delicado, ensalzando un supuesto poderío femenino, que da más vergüenza que orgullo, porque no somos así, no somos pendencieras, desconectadas de nuestra evolución, no somos asesinas de personalidades masculinas; definitivamente no estamos hechas para eso; tenemos que comprender que somos la parte de la creación fecunda, la conexión con la vida, no con la muerte y la destrucción.

A veces me parece estar en un mal sueño, cuando veo el actual desprecio de las mujeres por los hombres, como si nosotras hubiéramos sido esa bruja quemada en la hoguera y tuviéramos enfrente al inquisidor. Es cierto, no lo voy a negar ni a ocultar, existen regiones en donde las mujeres son terriblemente maltratadas, ultrajadas, vendidas; esa es una realidad tal vez oculta en cifras negras, pero cierta, terriblemente cierta; pero no por ello tenemos que adquirir un odio comprado como pandemia; no por ello tenemos que combatir con las mismas armas con las que hemos sido destruidas tantas y tantas veces.

Me parece que este atajo de violencia vengativa, no es el camino; me parece que es el tiempo de la construcción en conjunto, de que los hombres nos devuelvan nuestra feminidad robada y nosotras su masculinidad. Es tiempo de trabajar como humanidad, porque no estamos viviendo una realidad fácil, no estamos en medio del paraíso para agregar más desgracias a las ya existentes. Estamos plagados de depredadores que matan a quien sea y sin causa, y aun así seguimos acusándonos unos a otros. Me pregunto ¿qué tendrá en realidad que pasarnos para despertar? ¿Qué tendrá que sucedernos para comprender que no es éste el camino de la preservación de la especie?

Ojalá que mi voz no sea un simple pensamiento, ojalá que sea el ruego y la plegaria que cimbre el corazón del que lee, que entendamos que no hay evolución en el camino solitario, ni nada, si todo lo decidimos para nosotros, desde el egoísmo más errático.

Esther Guadarrama Benavides